Sísifo, en esta ocasión, no era ya el rey desafiante y astuto que había burlado a los dioses, sino una figura profundamente transformada por el peso de la eternidad. Había en él un aire melancólico, un eco de alguien que, tras siglos de condena, había encontrado en el sentimiento un peculiar significado. Su castigo, ese ciclo eterno de empujar una roca que siempre caía, ya no era solo una condena; era también su danza, su rito, su manera de abrazar lo inevitable.
El barril que ahora empujaba no era cualquier barril. Era una metáfora viviente, un símbolo de lo efímero en medio de lo infinito, lleno de un néctar tan embriagador como la promesa de la vida misma. Con cada gota derramada al avanzar, Sísifo sintió algo parecido a la alegría, pero también algo más profundo: una aceptación serena y casi desafío del absurdo de su existencia. No había rabia en sus movimientos, ni resignación; Había una especie de entrega alegre, un pacto silencioso con el destino.
El barril se balanceaba, salpicando el elixir sobre las almas condenadas que lo rodeaban. Cada gota que caía era como una chispa de esperanza o de olvido momentáneo, algo que iluminaba el gris opresivo del inframundo. Tántalo, siempre hambriento y sediento, se acercaba con manos temblorosas, como si esas gotas fueran suficientes para calmar su tortura. Y en ese acto, algo mágico ocurría: no era el néctar lo que alimentaba, sino la risa de Sísifo, el contagio de su despreocupada alegría, que parecía desafiar incluso las leyes divinas.
—¡Ixión! —gritaba Sísifo mientras pasaba junto al hombre atrapado en su rueda de fuego—. ¡Canta algo para animar el día! ¿O acaso el fuego te ha dejado sin voz?
Y Ixión reía, reía de una manera casi desesperada, transformando su sufrimiento en algo que podía ser soportado, aunque fuera por un instante.
Hermes, un día, decidió descender al inframundo. Quería ver con sus propios ojos lo que los rumores del Olimpo no cesaban de narrar: que el condenado Sísifo se había convertido en el centro de una fiesta eterna. Cuando lo encontró, el mensajero de los dioses quedó desconcertado. Allí estaba Sísifo, con los pies firmemente plantados en el polvo del Hades, empujando su barril con una mezcla de fuerza y desenfreno, como si estuviera bailando con la eternidad misma. Su risa resonaba como un eco vibrante que llenaba incluso los rincones más oscuros del inframundo.
—Sísifo —le dijo Hermes, visiblemente incrédulo—, ¿cómo es posible que te regocijes en un castigo eterno?
Sísifo no se detuvo. Con los brazos firmemente apoyados en el barril, levantó la mirada hacia Hermes. Había en sus ojos algo más profundo que el mero placer: un entendimiento, un saber de lo que significa ser humano, incluso en la condena. Con una sonrisa que era mitad travesura y mitad sabiduría, respondió:
—Hermes, ¿qué otra opción tengo? La roca siempre volverá a caer. ¿Por qué no disfrutar del camino? Si la eternidad es absurda, lo único que me queda es hacerla mi aliada. No se trata de vencer al castigo, sino de hacerme uno con él.
El mensajero, por primera vez, no supo qué decir. Había una verdad en las palabras de Sísifo que incluso los dioses parecían haber olvidado: que en la aceptación del absurdo yace la verdadera libertad.
Y así, Sísifo continuó empujando su barril, convertido en el rey del hades no por su rebelión, sino por su habilidad para transformar el peso de lo inevitable en el motor de su propia existencia. Cada día era igual, pero también único. Cada risa era un desafío al silencio, y cada gota de aquel néctar era un recordatorio de que, incluso en la condena, se puede encontrar un destello de alegría. Porque, al final, tal vez no sea la roca la que define a Sísifo, sino su inagotable capacidad de encontrar sentido.
The eternity of Sisyphus
Sisyphus, on this occasion, was no longer the defiant and cunning king who had outwitted the gods, but a figure profoundly transformed by the weight of eternity. There was a melancholy air about him, an echo of someone who, after centuries of condemnation, had found in sentiment a peculiar meaning. His punishment, that eternal cycle of pushing a rock that always fell, was no longer just a condemnation; it was also his dance, his rite, his way of embracing the inevitable.
The barrel he was now pushing was not just any barrel. It was a living metaphor, a symbol of the ephemeral in the midst of the infinite, filled with a nectar as intoxicating as the promise of life itself. With each drop spilled as he moved forward, Sisyphus felt something akin to joy, but also something deeper: a serene acceptance and almost defiance of the absurdity of his existence. There was no anger in his movements, no resignation; there was a kind of joyful surrender, a silent pact with destiny.
The barrel swayed, splashing the elixir on the doomed souls around it. Each falling drop was like a spark of hope or momentary oblivion, something that illuminated the oppressive grayness of the underworld. Tantalus, always hungry and thirsty, approached with trembling hands, as if those drops were enough to calm his torture. And in that act, something magical happened: it was not the nectar that nourished, but the laughter of Sisyphus, the contagion of his carefree joy, which seemed to defy even divine laws.
-Ixion! -cried Sisyphus as he passed by the man trapped in his wheel of fire, “Sing something to cheer up the day! Or has the fire made you voiceless?
And Ixion laughed, laughed in an almost desperate way, transforming his suffering into something that could be endured, if only for an instant.
Hermes, one day, decided to descend to the underworld. He wanted to see with his own eyes what the rumors of Olympus kept telling: that the doomed Sisyphus had become the center of an eternal feast. When he found him, the messenger of the gods was bewildered. There stood Sisyphus, his feet firmly planted in the dust of Hades, pushing his barrel with a mixture of strength and abandon, as if he were dancing with eternity itself. His laughter resounded like a vibrant echo that filled even the darkest corners of the underworld.
-Sisyphus,” Hermes said to him, visibly incredulous, ”how is it possible for you to rejoice in eternal punishment?
Sisyphus did not stop. With his arms firmly resting on the barrel, he looked up at Hermes. There was in his eyes something deeper than mere pleasure: an understanding, a knowing of what it means to be human, even in condemnation. With a smile that was half mischief and half wisdom, he replied:
-Hermes, what choice do I have? The rock will always fall again, why not enjoy the journey? If eternity is absurd, the only thing left for me is to make it my ally. It is not a matter of defeating punishment, but of becoming one with it.
The messenger, for the first time, did not know what to say. There was a truth in Sisyphus' words that even the gods seemed to have forgotten: that in the acceptance of the absurd lies true freedom.
And so Sisyphus continued to push his barrel, made king of hades not by his rebellion, but by his ability to transform the weight of the inevitable into the engine of his own existence. Every day was the same, but also unique. Every laugh was a challenge to silence, and every drop of that nectar was a reminder that, even in doom, a glimmer of joy can be found. For, in the end, perhaps it is not the rock that defines Sisyphus, but his inexhaustible ability to find meaning.
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