Estimados amigos de Steemit: dejo para su lectura un cuento de mi libro El avatar, publicado hace más años de los que quisiera recordar.
Espero que encuentre nuevos lectores en sus pantallas.
Muchos saludos.
Fuente
I
Era cada día más imbécil. Yo, no otra persona. Con sinceridad, hubiese preferido que los años pasaran de otra manera, dejando otro tipo de huellas: arrugas, canas interesantes, alguna trágica enfermedad, la marca de una degeneración ilustre; pero aún era demasiado joven para el cabello blanco y la lesión orgánica, mi estado de salud me permitía no sufrir frecuentes desmayos ni perder la vista, ni el estómago se me retorcía dejándome en los límites de la agonía. Nada de eso me estaba permitido. Mi ruina era menos noble.
Todos los días, al levantarme, contemplo mi imagen desnuda con impudicia pero sin lascivia en un espejo gigantesco que un amigo me regaló: allí estaba la cara todavía lisa; sí, algunas arrugas se me insinuaban en la frente y bajo los ojos, y sobre los pómulos hinchados gravitaban los ojos de un rojo profundo. Todo bastante normal. La nariz, la boca y las orejas continúan en los lugares acostumbrados. Ninguna seña particular. Y, sin embargo, la mirada es demasiado turbia, la boca cansada traza una línea irregular que parece dispuesta a reír y a llorar; según sea el ángulo desde donde se mire, la cara toda está apagada, más gruesa y vulgar.
El resto es peor: vientre redondo sobre piernas flacas milagrosamente derechas, pecho débil, hundido, en perfecta armonía con los brazos delgados rematados en manos demasiado grandes y delicadas. Del llamado miembro viril mejor no hablemos.
Un asco. Sopeso mi vientre con ambas manos, estiro la piel de las mejillas para asomarme a las profundidades enrojecidas de los ojos, empaño el espejo con mi aliento para después de levantarse. Nadie se ofende. El espejo no se ofende. Pero la figura allí encerrada me mira con desprecio y sorna, tal vez recordando tiempos mejores, recordando sueños, diciéndose lentamente en los laberintos de su cerebro de cristal un poema que él o yo escribimos, alguna vez, en una noche lejana.
El amor, o sus simulacros, puede atraparnos en cualquier parte. El cine y la literatura, que no son omnipresentes e infinitos pero orientan y modifican nuestra visión de la realidad, nos inducen a creer que un barco, un bar, un museo, un tren y hasta un carrito de montaña rusa francamente ridículo son mejores lugares para iniciar una relación amorosa que un autobús ―a menos, of course, que se trate de un autobús inglés, clásico en sus líneas, moderno en su eficiencia técnica, cálido en su color rojo, en fin: romántico en sus dos pisos―, maloliente e incómodo vehículo. Venía de trabajar. Las puertas del autobús se abrían y cerraban y la gente subía y bajaba. Siempre ha sido así. Había chirridos, traqueteos, frenazos y bocinas, nauseabundo olor a monóxido de carbono y sudor de pasajero. Yo viajaba de pie, esperando una oportunidad para asentar mis nalgas, decidido a empujar y pisar y codear hasta lograr un asiento vacío. Oteaba sobre las otras cabezas y así fue como la vi.
Una muchacha muy joven, poseedora de una fascinante cabeza de fauno: nariz respingada, ojos oblicuos y verdes, el cabello muy corto dejaba visibles las pequeñas orejas terminadas en punta haciendo juego con los labios finos y de sonrisa gatuna. Preciosa. Un viejo sucio, barbudo y con seguridad hediondo, ocupaba el asiento a su lado, gravitaba en la órbita de su belleza como un cerro de basura que rodeara un diamante. El infame debía sentirse consumido de santo horror hasta la última fibra mugrosa de ropa, porque temblaba y resoplaba como un caballo después de una larga carrera. Ella, cada cierto número de traqueteos y chirridos, lo miraba con ese interés vago e impersonal que prestamos a las grandes calamidades del mundo, lejanas y generales.
Por fin, creo que el anciano no resistió más y bajó en una parada con pasos vacilantes, perseguido todavía por la indiferente mirada que, en forma extraña, lo clavaba como un alfiler a un insecto sobre una placa de corcho.
Me senté a su lado, en una maniobra brillante que me permitió adelantarme a las intenciones de varios competidores. Pasaron algunos segundos. Luego le pregunté la hora. Ella contestó y sonrió. Yo también sonreí, y agregué algo. Ella contestó y sonrió, esta vez en un solo gesto. Así seguimos durante cuadras, hablando y sonriendo, y cuando tuvo que apearse ya habíamos intercambiado números telefónicos: ella, el de su casa; yo, el de mi trabajo en el Concejo Municipal.
Algunos días después me llamó. En el aparato, su voz era la de una niña. En verdad, no esperaba su llamada, casi podría decir que la había olvidado por completo. Ella no solo quería saludar y averiguar cómo me encontraba de salud, sino que también deseaba verme; siendo ella quien tomaba la iniciativa consideré superfluo advertirla de los caminos inciertos a los cuales podía arrastrarla tal decisión; estaba avisada, y si no lo estaba debería estarlo, sin dudas ni falsas o verdaderas vacilaciones.
Yo, lo confieso, estaba emocionado; un calor y un tenue dolor que, comenzando en el pecho se extendía por el estómago hacia las regiones del bajo vientre, comenzaba a llenarme de melancolía.
¡Ah!, pero en estas oficinas se debe disimular toda emoción, todo gesto y palabra que te diferencie ―sea apenas por un momento― de los demás, o te encontraras en medio de una trituradora que no perdona carnes, huesos ni sangre de nadie: el chisme, el comentario malintencionado, lo único que da aliciente a la vida en estas oficinas, lo único que resquebraja la costra de indiferencia y aburrimiento; en consecuencia, compuse una expresión de digna seriedad, hablando a media voz, como el tango, al tiempo que imaginaba a la joven fauno, de nombre María ―para más señas―, desnuda, reclinada con sensualidad entre almohadones de seda multicolor mientras el teléfono le hacía cosquillas en la oreja.
El viernes en la noche di una vuelta por el Astoria: se encontraba reunida una pandilla de imbéciles, como yo. Envejecíamos sin darnos cuenta, con empleos miserables, y cargábamos como un estandarte sucio y desgarrado las babas de una vocación artística o literaria; en cajones olvidados dejamos poemas sin terminar; novelas no iniciadas, proyectos hermosos e imposibles. Algunos ―los más desgraciados― debían soportar además esposas e hijos, como si soportarse a sí mismos no fuera suficiente, como si el propio hedor no fuera bastante y hubiera que agregarle el de pañales amarillos y menstruaciones repetidas al infinito.
Después de algunas cervezas cada uno había hecho su número. Los violentos, los melancólicos, los aburridos. Yo esperé el momento oportuno para anunciar mi próximo retiro del consejo municipal, estaba cansado de revisar solicitudes y expedir permisos en las oficinas cargadas de humo y de pobreza, con paredes manchadas de mocos y secretarias gordas y perversas. El anuncio ya lo había hecho antes y comenzaba a perder credibilidad; pero aun así fue recibido con risas y regocijo solidario por algunos entusiastas. Un joven recién ingresado a la pandilla ―ah, esa mirada ávida por pertenecer a algo, dispuesto a entregar la vida y el alma a cambio de una palmada en el hombro, ensayando olvidar la última masturbación a medianoche, en la cama solitaria― me miró con admiración casi fanática.
Regresé tarde a casa. Alguien ―probablemente el joven antes mencionado― me acompañó unas cuadras y luego desapareció tragado por un portal o una alcantarilla. Al entrar a la cueva tropecé con un jarrón de barro donde languidecía una planta y lo rompí. La planta esparció un olor fuerte como la sangre fresca de un animal herido. Sentí náuseas y un zumbido en los oídos. Como pude, llegue hasta la cama y me arrojé vestido, lancé los zapatos en direcciones divergentes. Me dormí de inmediato. Desperté sobresaltado, asustado casi, con la clara sensación de que algo me miraba. El espejo abría su enorme boca rectangular dispuesto a engullirme. Arrojé sobre él mi sábana.
Me estremecí de frío. Todavía no había amanecido.
II
Di una nueva vuelta a la plaza, estirando las piernas con calma y dignidad, seguro y confiado. La plaza no es muy grande, pero tiene muchos árboles inmensos y retorcidos, y bancos de cemento pulido que en las mañanas conservan el agradable fresco de la noche. La cabeza ya no me dolía y la nauseas habían desaparecido casi por completo, pero la luz del sol que llegaba a través de las ramas de los árboles insidia dolorosamente sobre mis ojos.
Me aburría esperar, pero la culpa era mía por llegar quince minutos antes de lo acordado. Intuía en ese apresuramiento signos nefastos, señales de calamidades futuras, pero, también, había en el aire de la mañana algo redentor, un algo circunscrito a las cuatro esquinas de la plaza, con sus árboles como borrones verdes y pardos, con sus risas y gritos de niños, sus madres de pechos y traseros opulentos, algo que elevaba, que separaba la plaza del resto de la sucia ciudad y sus sucios habitantes. No discutía mi derecho de estar ahí: yo sabía que mi lugar estaba en la basura de la ciudad, pero en ese momento, sábado, diez de la mañana, bajo el sol, yo me sentía limpio y puro y casi sagrado.
María llegó. Vestía un traje ceñido al talle, de pequeñas flores azules que resaltaba todavía más su juventud, haciéndola aparecer una niña de cintura grácil y torso desarrollado prematuramente. En las manos llevaba, como una mancha, una Biblia de tapas de plástico negro.
Me sorprendió su insospechada condición religiosa, pero traté de adaptarme a las circunstancias. No con la triste simulación de una devoción que no sentía, ni fingiendo un arrepentimiento repentino por mis pecados; ah, no, nada de eso. Con un golpe de genial intuición confesé mi agnosticismo. María no se mostró asombrada, diría, incluso, que eso la complacía ―un brillo de profundo verde cruzó por sus ojos, como la imagen de la presa en las retinas del depredador; eso creí en ese momento, interpretando incorrectamente ese fugaz brillo―.
Yo inventé: hablé de la muerte de mis padres cuando era niño, los castigos de un tío malvado, una juventud disipada entre mujeres de mala vida y compañeros violentos y traidores; imitando al “posible Baldi” relaté episodios de una vida delictiva, aventurera y malvada; huí de reformatorios, agonicé en covachas para drogadictos, maltraté a las mujeres. La sucesión de mis infamias no tenía fin; mi empleo en el Concejo Municipal solo era una cubierta para negocios turbios realizados en conveniencia con ciertos políticos muy conocidos. Yo era un demonio atormentado por el cinismo y la desesperación. Y en todo este trajinar siempre me acompañó una necesidad casi mística de redención y amor; ella ―María―, podía comprenderme con su pureza y bondad.
Hablé durante horas, mientras caminábamos por centésima vez el espacio de la plaza, hablé mientras tomábamos una merengada ―¿a qué abismos de degeneración estaba llegando, Dios mío?― y le agarraba la manita, aun continué con mi parloteo incansable cuando obedeciendo a un súbito impulso le propuse entrar al cine ―eran las tres de la tarde y solo había niños y algunas mamás. La portera nos miró con ganas de llamar a la policía, pero prefirió tragarse su rencor― y allí, entre olores de chicle bomba y maní, la besé, no atreviéndome a más por el momento. Exhibían una película de Spielberg.
El azar ―así lo creí en ese instante― nos condujo hasta las cercanías de su residencia.
Entramos a una casa pequeña, con jardín cubierto de maleza y botellas de refrescos y latas, una palmera erguida parecía ser el único elemento saludable en ese jardín de mugre. El interior estaba recargado de muebles y adornos de porcelana, unas cortinas bastante gruesas no dejaban penetrar la luz, por lo cual los objetos antes se adivinaban y luego se veían.
Estaba nervioso. No sabía cómo había ido a parar allí. María me hizo sentar, colocó un álbum de fotografías en mis piernas y dijo que la esperara. Comencé a pasar las páginas distraídamente, esperando a cada momento ver aparecer un padre furioso o una madre celosa, sin prestar atención a lo que mostraban. María tardaba y la casa tan silenciosa me llenaba cada vez más de inquietud.
Por fin se levantó una cortina y María apareció. La miré, asombrado. Esto iba más allá de mis sueños. Había cambiado su atuendo de flores azules por una bata de dormir semitransparente, dejando libre a mis miradas la suave curva de sus senos, el botón rosado de los pezones, el resto del cuerpo insinuado bajo la suavidad lechosa de la tela, gracioso, frágil y terriblemente deseable.
La abracé, la besé. Luego ella, sin hablar, me condujo hasta una habitación todavía, si cabe, más oscura, donde flotaban olores de pomadas y remedios, ungüentos y polvos, velas y sahumerios. Ella tomaba una actitud distante, sonriendo, dejándose tocar aquí y allá, pero no más allá, estableciendo el ritmo y los ritos del apareamiento. Caí de espaldas sobre la cama que llenaba casi todo el cuarto; un olor espeso, como de avena y tierra húmeda, se elevó a mí alrededor. Cerré los ojos, sentí un ligero roce sobre mis labios y luego la voz de la muchacha que decía “Espera”.
Aguardé unos instantes. El peso de un cuerpo sobre la cama, a mi lado, renovó el fuego interno que me incendiaba. Una mano áspera acarició mis mejillas y una voz cascada que me paralizó de terror dijo “Aquí estoy”. Abrí los ojos y miré sobre mí un rostro viejo y abotagado de sueño o algo peor, el brillo verde de los ojos, y alguno que otro rasgo recordaba a María.
“Mis hijas ―tengo tres― son muy buenas conmigo, hacen cualquier cosa por su mamá ―eructó con aliento alcohólico el engendro―-, ya no puedo salir a la calle, las varices me están matando”. Sus manos recorrían con experta agilidad mi bragueta, descorriendo cierres y hurgando entre mis ropas.
Fuente
III
Yo me aturdía en una taberna escondida, secreta, lejos de la mirada de los congéneres. Sólo el barman ―es demasiado nombre para designar a ese demonio familiar de nuestros antros, condenado al aburrimiento y a las cucarachas del mostrador― me miraba con ojos y paciencia de tortuga, esperando mi confesión; pero yo resistía. Cronista del desastre, profeta de las ruinas, no pronunciaba palabra alguna, sumergido en las últimas horas como un ahogado en las profundidades, que buscaba en el fondo del mar o el lecho del río primigenio la explicación y justificación final de su condición actual de cadáver hinchado.
Consumí varias cervezas, una detrás de la otra, pretendiendo la inconsciencia total. Las horas se alargaron, infinitas. Salí tambaleándome, caminé las calles, inquieto, tropezando con gente y maldiciendo. Algo innoble, abyecto, había sucedido. Un acto que me degradaba más allá de todo lo inimaginable. Mi humillación no conocía límites. Vociferé en la noche.
Mis piernas me condujeron hasta la casa abominable. Las hojas de la palmera tenían reflejos verdes. Las sombras de su interior se habían desbordado, cubrían todo el planeta, pero la luz en una ventana irradiaba calor, invitándome al hogar.
GRACIAS POR LA VISITA. VUELVAN CUANDO QUIERAN
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Me sorprende este relato. No lo recuerdo. De alguna forma, que mi cabeza no da ahora para dilucidar, es diferente a lo que he leído antes (de tu autoría).
Me encanta todo lo que escribes, @rjguerra. Esta no es la excepción.
A pesar de que el final cierra muy bien la historia, también deja a la imaginación (sobre todo para escenarios mórbidos), por lo que me parece que no descartaremos, tal vez, tener más de estos personajes.
¡Saludos! Como siempre, un privilegio leerte ☻♥
Tal vez no lo recuerdas porque eras muy pequeña cuando lo publiqué, @marlyncabrera. Y supongo que te sorprende el tono humorístico-sarcástico, no muy frecuente en lo que escribo. Aunque de vez en cuando levanta la cabeza.
Siempre un placer tenerte por acá de visita.
Un abrazo.