¿Era, en efecto, tan especial?, se preguntó con dificultad, el pensamiento desenrollándose en un mar de creciente indiferencia. ¿Podía haber sido cualquier otra que lo llevara o se dejara llevar hasta un urinario hediondo de un bar de mala muerte? ¿O sólo podía haber sido ella? ¿Era ella, como había sentido al despertar, la puerta y la llave de su libertad?
No podía pensar más. Estaba cansado. Arrastró los pies en la dirección que Helena le marcaba.
El sofá era un mueble bajo, circular, con un respaldo alto también circular en el centro, lo que le daba un aspecto de fuente de plaza pública de fieltro. Media docena de hombres y mujeres se sentaban en él con los genitales expuestos, y otros tantos y tantas se afanaban sobre ellos, mordiendo, chupando y lamiendo. El olor dulzón de semen, efluvios vaginales y saliva se imponía sobre los demás. Mendizábal ocupó un lugar entre dos mujeres. Entonces advirtió que tenían los ojos vendados. De rodillas ante ellas, con los rostros hundidos en sus sexos estaban, a su derecha, un hombre canoso con reluciente traje de mariachi, el gran sombrero sobre la nuca; y a su izquierda una adolescente desnuda, como no fuese por unas pequeñas bragas negras.
Helena desató su cinturón y bajó el cierre de los pantalones; entre sus manos apareció la verga del librero, surcada de venas hinchadas. Otras manos, no sabría decir de quién, colocó una venda sobre sus ojos. La oscuridad estaba herida de puntos rojos, de fugaces manchas eléctricas.
Quizás, se dijo, mientras una boca se cerraba sobre él y una mano acariciaba sus testículos, y luego fueron sustituidas por una mano y una boca diferentes, y aún por otras, en esto consista la libertad: ser un cuerpo sin historia.
Cuando despertó, aún sin abrir los ojos, se llevó una mano a la cara para quitar la venda, pero tropezó con la delicada piel de sus párpados.
Un sentimiento de hastío, más vasto y más lento que el movimiento del mar, lo inundó. Abrió los ojos. Esperaba encontrar una escena similar a su despertar del día anterior, pero no hubo nada de eso. Hasta donde podía ver, estaba solo, caído de lado en el suelo, la espalda apoyada en el sofá circular. La sala permanecía en penumbras: la única luz provenía de la puerta abierta. Hacía un frío espantoso. Notaba sobre su cuerpo una corriente de aire acondicionado, potente e inhumana. Se incorporó con dificultad, protegiéndose los codos con las manos y pensando si no estaría en una cámara frigorífica, pero eso, por supuesto, no era posible, ni siquiera en aquel barco enloquecido. Con temblores en todo el cuerpo salió al pasillo y comenzó a subir la escalera. Al llegar arriba ya se le había pasado el frío, aunque persistía una molesta presión en los ojos, una pulsación rítmica que identificó con los latidos de su corazón.
Ascendió otro piso y se halló en la cubierta principal. No encontró a nadie en su camino. La embarcación estaba limpia, desierta, sin rastros de la fiesta de la noche anterior. En el muelle, un poco alejados, unos pescadores de orilla lanzaban sus anzuelos al mar.
Descendió por la rampa a tierra firme, que no le pareció tanto: el suelo osciló bajo sus pies con un inquietante movimiento de vaivén.
Volvió la vista a la embarcación. En la cabina superior, bajo las antenas de comunicaciones, le pareció advertir una cabeza de cabellos blancos y ojos oscuros, pero los reflejos de la luz sobre el cristal no le permitieron estar seguro de lo que veía.
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