Encontramos el cadáver en la esquina más sombría del callejón donde, ahogados en cristal, nos metimos a tirar como perros urgidos. Tenía a Carlos adentro y me hacía a él, en narcótico frenesí, cuando vi al negro sentado al final del pasillo, vagamente iluminado por una farola tan lejana como la autoridad que tampoco pudo cubrirlo cuando lo necesitó. Cinco minutos después nos deslizábamos calle abajo con los bolsillos llenos del dinero del infortunado y la imagen de su cara muerta con el hueco en medio de los ojos, como un tercer ojo diabólico, una ventana a su alma ahora ausente, chorreando gelatina y petróleo sobre sus ojos reales, bañándole los pómulos, los labios, la camisa blanca abrochada hasta el pecho. Carlos me dijo que llevaría más de media hora muerto, que no había nada que hacer por él, que mejor nos largábamos antes de que alguien, quién sabía si el mismo asesino, nos viera allí husmeando, y drogados como estábamos, ansiosos, necesitados, lo más que podíamos hacer era revisar al tipo a ver que sacábamos de aquella empresa que el tirador, como lo llamábamos entre risas, tan amablemente había dejado para nosotros, como un ángel mortífero, un impío benefactor que sin conocernos sabía de nuestra miseria, de nuestras ganas de más ciudad, de más noche.
En los bolsillos del pantalón encontramos suficiente para la droga, en el de la camisa, la foto de una mujer que asumimos sería la esposa y que tiramos casi de inmediato. Al cuello, la medallita de una virgen, se veía barata, se la dejamos y nos alejamos como quien sale del antro: alucinados y tambaleantes. Fue a partir de ese momento que empecé a sentir a nuestro perseguidor, y asumí casi de inmediato que, de seguro, sería el tirador, quien habiéndonos visto salir del callejón habría pensado que lo habíamos visto también, que conocíamos su identidad, que para nosotros tenía un rostro, un nombre, algo real y no ese estúpido y morboso apodo, pero al voltearme solo encontraba sombras y el ocasional resplandor de los faros de un carro en la distancia, una sirena, otros vagos. Carlos hacía lo suyo y con su mano en mi cintura y la promesa del placer cada vez más próximo, materializado en mi imaginación en forma de pastilla, de polvo, de escarcha inhalable, atenuaba mi paranoia, la contenía; aun así la sensación de ser perseguidos acusaba mi instinto descolocándome, forzándome a aguzar el oído en un intento por encontrar pasos que no fueran los nuestros o el accionar de un gatillo, y volteaba la cabeza luego de dar tres pasos y hurgaba en las sombras.
En algún punto, no sé en cual exactamente, no sabría distinguir, empecé a ver el ojo flotando en la noche. No el brillo metálico de un revólver, no el amarillo silencioso de un cigarro. Un ojo, sin pupila, sin cornea, como dije antes, flotando en la noche. Más que un ojo, la sensación de uno, y esta idea crispaba mis nervios aún más, si se podía, que el tirador y su secreto que ya no era secreto, al menos mientras nosotros siguiéramos respirando, y la mano de Carlos se arrastraba por mi espina, presionando las vértebras correctas, activando los nervios exactos, incendiándome las venas.
Supongo que, en parte, se debía al nervio, a la sensación de ser observados desde esquinas oscuras por ojos vacíos, por huecos en frentes que no estaban allí, y nada, seguía sin escuchar pasos tras nosotros, pero el tirador, el que sigiloso nos seguía desde que abandonáramos el cadáver, el que se escondía tras los postes, el que nos apuntaba a la nuca desde la penumbra y esperaba, paciente, la oportunidad para volarnos los sesos, él, para mí, ya no tenía pistola, ni piernas o pies, ya no tenía una cara que reconocer ni un nombre que recordar, toda su existencia, si es que existía, se simplificaba ahora en la forma de un ojo, un ojo que nos perseguía calle abajo como una sentencia de muerte lista para ser cumplida, más precisamente, ejecutada. Carlos se reía de mi miedo, de mi frente sudada, de mis ojos que según él parecían querer saltar de mi rostro, irritados, vidriosos, espabilados por los efectos del éxtasis que aún permanecía en mi sistema, manteniéndome funcional y animada, sin embargo paranoica y temblorosa. Lo cierto es que estábamos a menos de cuatro cuadras de la Bodega, como cariñosamente me gustaba llamarla, una casucha de quinta categoría, con la pintura destartalada y una puerta de madera igual de mugrienta con un bombillo prendido encima a modo de faro para los náufragos de la noche, un sitio maltrecho donde gente igual de maltrecha podía conseguir cualquier cosa (usualmente, ilegal), a cualquier hora (preferiblemente, al caer la noche).
Carlos, sobreexcitado, por la mezcla de polvo, de sexo, de la caminata con los bolsillos llenos de ese dinero rojo y ruidoso que yo escuchaba palpitar en sus jeans, me miraba por el rabillo del ojo con un deseo arrollador y rígido que cada tantos pasos me tumbaba contra una pared para besarme o morderme o decirme cosas, haciéndome olvidar por instantes la sensación de persecución que crecía con la certeza de que pronto estaríamos más drogados, más calientes y de alguna manera menos sucios al vernos libres de ese dinero, de esos billetes que no solo palpitaban sino que manchaban el pantalón de Carlos con su sola existencia.
A dos cuadras de La Bodega, cruzando una avenida, creí ver el ojo flotante y siniestro, estático al otro lado del cruce, un peatón más, un amigo, esperándonos ahora para hacer juntos el resto del camino, pero la visión se esfumó con la bocina de un camión que casi me lleva con él sin que yo llegara a presentir su cercanía y Carlos me jalaba por el codo con toda la fuerza de un ataque de rabia y las venas de la cara le palpitaban hinchadas, y un qué mierda te pasa, Mariana, le reventaba la garganta y a mí los oídos. Quizás fue cosa de los nervios, de la idea de la muerte pisándonos los talones antes, esperándonos ahora del otro lado de la calle, acompañándonos en nuestro descenso a las profundidades de la ciudad, a nuestras propias profundidades, quizás tuvo que ver con que ese ojo no solo me veía, o a Carlos, ese ojo negro, cada vez más grande, se estaba tragando todo, los edificios y los carros y las pesadillas y los secretos y los gritos de un negro en la oscuridad de un callejón cualquiera, y nos llamaba por nuestros nombres y se reía, se reía de nosotros, pero la arcada vino de golpe y me dobló allí mismo, en la cuneta donde Carlos me seguía sosteniendo como una muñeca de trapo vergonzosa y nauseabunda que escupía pedazos de salchicha, de cebolla y zanahoria. Una muñeca que saboreaba su bilis con amargura y sentía la cabeza como un bulto, una piedra, claro anuncio de la llegada de una sobriedad que venía rehuyendo toda la noche, la semana, y que no se atrevería a enfrentar ahora bajo la triste luz de un semáforo en rojo.
Vi La Bodega como un Sol en mitad de una obscuridad que ya no sentía confortable o divertida, una obscuridad que me empujaba en todas direcciones, haciendo mis piernas fallar en su función de darme soporte. En ella, había un negro en un callejón a varias cuadras hacía arriba y toda mi porquería se mostraba ante mí con la forma de un ojo horrible, huérfano y malvado, enorme y espeso, flotando en la noche, viéndonos, viéndome, esperándome para llevarme con él, para llevarme con él a la tierra de los muertos, y los ojos de un Carlos deforme me preguntaban cosas sin sentido en una lengua inventada, en cámara lenta, en blanco y negro, en gris y negro, fundido en negro, y en medio de esa triste, amarga plenitud, una abeja pasaba zumbando cerca de mi oreja y, graciosa, hacia piruetas en el aire nebuloso de un jardín pequeño y azul, y mis pies desaparecían en un charco de flores verdes, y ya no había calle, ni ojos, ni Carlos o sus preguntas, y entre las flores, un rostro conocido me miraba y yo, con el mentón pegado al pecho, la miraba de vuelta y era yo misma, sepultada entre las flores, mirándome a los ojos, una y otra vez, repetida infinitamente en esos ojos, estos ojos, los míos, los de eso que me miraba desde las flores, desde la calle repleta de Carlos y su zarandearme por el brazo y su despiértate, Mariana, despiértate! Y yo con la cabeza hecha puño, quebrándome bajo la noche, entre los gritos de Carlos, los del negro, los míos propios, los del mundo entero emergiendo en coro desde el hueco flotante y malvado, ruidoso y siniestro. Por eso, antes de quemar la droga, temblaba y sudaba y lloraba y suplicaba: clemencia… porque la noche me desfilaba por las pupilas y el ojo maligno me aplastaba contra la acera y Carlos ya no era Carlos sino el negro y sus jeans estaban sucios, y sus manos y su boca. Yo solo quería terminar de borrarme para dejar todo aquello flotar lejos, con el ojo, con mi miedo; para poder cogerme a Carlos en otro callejón, uno sin muertos, sin dinero sucio, sin tiradores fantasmas ni huecos en frentes pretendiendo ser ojos.
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