Generalmente, cuando se habla, por ejemplo, de disciplinas tan crípticas y tan ricas de simbolismos como era la Alquimia medieval –muchas de cuyas operaciones, fórmulas y considerandos, todavía continúan siendo un apasionante enigma a día de hoy- son numerosos los autores que coinciden en afirmar, que lo que realmente perseguían los alquimistas, no era otra cosa que intentar imitar y acelerar los procesos de transformación por los que, ajena a un concepto humano y eminentemente esclavista, como es el ‘tiempo’ –al menos, tal y como nosotros lo concebimos y bajo cuya ley nos desenvolvemos- la Naturaleza realizaba una labor de perpetua renovación.
Pienso que el Arte, al igual que ésta, también se perpetúa y se renueva a sí mismo. Y en su renovación, consciente o inconscientemente, acude a esos modelos –pues en el fondo, no es sino una ‘imitación’ de algo mucho más extenso y profundo- que sólo una Maestra, como la Naturaleza, puede proporcionar, a través de asignaturas como la observación, la paciencia o la intuición. El artista, pues, como el alquimista medieval, es simplemente un imitador, con la diferencia de que a sus imitaciones las cataloga, es decir, las proporciona un nombre, adscribiéndolas a una disciplina determinada.
Disciplina o categoría que, en el caso de la pintura, por ejemplo, comprendería toda una serie de eufemismos que, denominados como estilos, tenderían a provocar las reacciones del observador en base a unas determinadas características: impresionismo, expresionismo, romanticismo, surrealismo, cubismo y un largo etcétera que, en definitiva, no harían sino imitar todas esas cualidades artísticas que hacen que, a la postre, la Naturaleza sea esa Maestra a imitar, pues sólo en ella está contenido el don de la perfección y en ella se desarrollan todas y cada una de las imitaciones humanas.
Es posible que en base a ello, un gran observador de la Naturaleza como fue Salvador Dalí –créanlo y si no, tomen como referencia ese Cabo de Creus donde no sólo él, sino otros pintores como Pablo Picasso e incluso arquitectos de la talla de Antoni Gaudí, tomaban clases de inspiración- ya manifestaba, refiriéndose a los artistas y desde luego con la carismática prepotencia de su singular genio, que no buscaran la perfección porque nunca la alcanzarían.
Uno de los principales elementos con los que la Naturaleza hace una fascinante labor, sin duda alguna, es el Agua. No en vano, poetas de la talla de Rabindranath Tagore, afirmaban, convencidos, que no es el martillo quien pule los guijarros, sino el agua con su danza y su canción.
El Agua, y su abstracta manera de ‘comunicarse’, produce una sensación mucho más placentera, si cabe, que esas obras –abstractas o no- consideradas como maestras o en su defecto, magistrales, que son el orgullo de los museos o de las pinacotecas privadas, aunque muchos de los espectadores no entiendan, o no entendamos, realmente qué quiso transmitir o expresar el artista.
Ahora bien, con el Agua no existe tal efecto de súbita indefensión artística, puesto que su hechizo, su magnetismo, su profundidad y su misterio, resultan de una sensibilidad tan cautivadora, que es difícil sustraerse a su influjo, independientemente de que podamos o no llevar a las limitaciones del lenguaje las sensaciones que realmente nos produce.
Por eso, resulta toda una experiencia sensitiva, observar cómo varían sus formas; cómo se van interconectando cadenas de vida en movimiento, fractales naturales que semejan misteriosos y espléndidos cantos de sirena; asistir, desde una cómoda posición, a una realidad que se va desvirtuando cada vez más, haciéndonos comprender, no obstante, que nada es lo que parece, que estamos interconectados con otros estados, con otros mundos; quizás mundos dentro de mundos: universos sin límites, sin medidas, incluso paralelos, de lenguajes simbólicos, espejos que aparentemente reflejan un Caos, el cual, sin embargo, paradójicamente, queda también supeditado a sus propias leyes de la dinámica.
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