Mérida ha sido llamada como la ciudad serrana, la de las nieves eternas, la de los caballeros, la turística de Venezuela, la más limpia y la ciudad estudiantil del país, pero estos calificativos han quedado en el recuerdo, porque Mérida agoniza lentamente y con ella sus habitantes.
Innumerables problemas se ciernen sobre la ciudad capital: falta de agua potable, inseguridad, basura regada por doquier, escasa comida, altos precios de los productos de primera necesidad, pocos visitantes, infinidad de negocios cerrados, escaso transporte público y extensas colas en las estaciones de gasolina, entre otros.
Pero hay un problema que resalta entre todos: el fantasma del cierre de la Universidad de Los Andes (ULA), se impone como la espada de Damocles, que pende sobre nuestras cabezas y que en cualquier momento puede caer sobre nosotros. Es un peligro latente que se vive, se siente, se respira y se transpira.
No existe un hogar merideño que no tenga entre sus miembros un universitario, porque como bien lo dijo Mariano Picón Salas, Mérida es una universidad con una ciudad por dentro. Y esa ciudad, depende, en casi todos los aspectos, del ir y venir de la casa de estudios superiores.
Hoy, los universitarios luchan por mejoras salariales, por respeto a las convenciones colectivas, por una mejor calidad de vida y por los servicios de salud. Y esto sucede porque desde el gobierno central han desconocido los beneficios contractuales, envían los recursos semanales para el pago de profesores, empleados administrativos y personal de apoyo, tanto activos como jubilados. Es decir, los universitarios semanalmente cobran como jornaleros, entiéndase trabajadores del campo.
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