“No es tan fácil estar muerto”, leí casi ahogándome de sorpresa en la pantalla de mi computador. Anteriormente había escuchado el tintineo que le agregué para cuando apareciera un e-mail, abrí mi correo y antes que se desplegara quedó fija en la pantalla la frase rodeada por un rectángulo en blanco. Repasé a todas mis amistades con capacidad para realizar esa hazaña, pero no me acordé de ninguna. Parecía un bromista cualquiera. Mientras escuchaba un lejano ritmo callejero de bombos y trompetas me entretenía en dudar si apagaba el PC o empezaba a trabajar.
“¿Eres tú, Fernando?”, volvió a preguntarme mi pantalla mientras la frase anterior empezaba a irse. Cómo no había espacio para escribir y responder -además que ya se estaba dirigiendo a mí por mi nombre- abrí un programilla de texto y escribí escuetamente: “Sí”. “Qué alivio” respondió, “Al fin alguien conocido”. “Antes que me preguntes te diré que soy tu amigo Chano, aquél de las travesuras en el Puerto de San Antonio”.
Ésta si era una broma pesada. Chano, o Maximiliano había sufrido un accidente automovilístico hacía ya seis meses provocándole una parálisis total de su cuerpo. Solía visitarlo por lo menos una vez al mes. Allí lo encontraba insertado con tubos y con un respirador que sonaba como un fuelle.
Lo extrañaba, éramos “yunta” desde pequeños y su accidente casi mortal fue como si me hubieran cortado un miembro importante. Su madre le hacía guardia porfiadamente durante todo este tiempo, con su rostro lloroso y sus oraciones interminables. Yo iba a verlo más bien por ella, porque de Chano ya no se esperaba recuperación, e incluso los médicos insistían en su desconexión. El informe al pie de su cama decía que estaba clínicamente muerto. “Pero no lo está”, repetía su madre con desesperación.
“Me instalé en un ordenador de una oficina de esta Clínica” dijo la pantalla. Observé con atención y algo de miedo, enseguida miré sobre mi hombro sin percibir nada. “No sé cómo introduzco parte de mi, un tentáculo o lo que sea porque no tengo manos, entre las teclas del tablero y los conductos eléctricos funcionan. Así escribo”. “Me desprendí de mi cuerpo hace un tiempo, he dado vueltas por dónde he podido y me he encontrado con que me consideran muerto.”
Era él. Aunque no estaba dispuesto a creer lo que leía, ahí estaban sus expresiones, su ironía constante, su humor que me molestaba a veces.
Siempre fue el geniecillo del grupo. Mientras los demás nos afanábamos en sacar una carrera o profesión él se veía siempre despreocupado, sin deberes que cumplir. Se tituló en Antropología e Ingeniería Hidráulica al mismo tiempo, y últimamente consideraba pertinente estudiar Medicina. Con su aspecto gótico, abrigo negro, aro en la oreja, piercings asomándose en el vientre y la lengua y maquillaje recargado en los ojos lo veíamos llegar al café en la esquina de la Escuela hablando referente a su último graffiti. Jamás nos conversó de sus clases o su ambiente universitario, no parecía interesarle. A pesar de ser bajo y flaco, con los ojos muy juntos y la tez casi incolora era el rey de las chicas. Yo era casi el doble de su tamaño, tímido con las damas y asiduo a los rincones. Me adoptó como amigo en la niñez y lo fui siendo hasta dónde pude. Sus intereses eran demasiado diversos y yo tenía que reconocer mis limitaciones. Mi carrera de Construcción Civil era más que suficiente para mí y me daba mucho trabajo y envidiaba con todas mis entrañas su tremenda facilidad para superar sus pruebas.
Vertiginosamente aparecían las palabras en pantalla. “Puedo moverme con sólo pensarlo. Veo todo, es decir arriba, abajo y a los lados al mismo tiempo. Puedo intervenir en todo lo que sea eléctrico, o sea que es posible arrancar un vehículo, sonar un móvil, encender una luz o un ordenador y lo que provoca muchas prisas, hacer retintinear un timbre de llamada. Pero no puedo sentir, hablar, oír ni tocar. Sólo puedo experimentar sentimientos. Al parecer soy una suerte de energía que quedó entretejida en los impulsos de mi sistema nervioso. Como si sacaras una trama de lana de una matriz de clavos.”
Siempre esos análisis. Me daba la respuesta de todo y me dejaba como ingenuo frente a mis dudas. Era capaz de deducir sin moverse de su silla de café cualquier situación. Por lo general, yo lo llenaba de preguntas aunque me avergonzara porque sus respuestas eran muy útiles. Me enseñó a conquistar chicas aprovechando cualidades que no sospeché que poseía. Me resolvió desde una distancia de tres metros los problemas de cálculo de mi clase de matemáticas. Fui mejor gracias a él.
“Creo que estoy compuesto de partículas de un origen que no se conoce. Tampoco sé por qué se crearon y cómo se cohesionan, es similar al “áurea” tan famosa. Cosa que puedo visualizar en las personas vivas además. Tengo mis recuerdos ante mí en su totalidad, y lo que es más sigo almacenando vivencias. No hay fuerzas materiales ni físicas que me afecten, nada me hiere. Pero sí los sentimientos ajenos a mí. Si alguien sintiera miedo por mí saldría despedido lejos y si otra persona me amara me pegaría a ella como koala. Cuando mi madre me dedica sus oraciones caigo en una especie de tromba que me mantiene en vilo por el tiempo que duren los rezos.”
¿Desde cuándo estás así?, le pregunté. “No lo sé con exactitud, el tiempo es confuso para mí, al no tener ojos ni oídos y cerebro que procese todo se me agolpa, presente, pasado y futuro”. Estaba maravillado con sus respuestas. Escribía con rapidez casi instantánea describiendo su ámbito. Le pregunté sobre detalles de nuestra amistad y muchas otras cosas y me respondía con mucha soltura como si estuviera a punto de despertar y que todo habría de pasar para volver a ser el de antes. El hecho que fuera a ser desconectado y luego sepultado parecía desconocerlo. Nunca tuvimos inclinaciones místicas ni conflictos de índole religioso pero las dudas fundamentales de la existencia me asaltaron y osé interrogarlo al respecto.
“Eres aburrido”, me dijo, “pero te puedo decir que no he visto a ningún Dios todavía, nadie me ha llamado ni atrapado en un túnel y los parientes muertos brillan por su ausencia. Te puedo contar que he divisado espíritus de enfermos que han muerto aquí cerca o que están a punto como es mi caso, algunos se ven muy aliviados y otros no entienden qué sucede y despotrican contra los doctores que no hacen nada y que tienen tantas tareas pendientes que cumplir y etc. Hay uno que se suicidó porque su equipo perdió el Campeonato y ahora deambula triste ya que apareció un repechaje y el equipo sigue en competencia. Hay otro que murió anciano pero se ha conseguido una médium y se dirige a sus parientes para que no malgasten el dinero que les dejó. Obviamente no aprendió computación. Su aspecto es el de una luz más alta que ancha”.
Me aparté del ordenador cuando ya no hubo más texto misterioso. Me paseé por la habitación lleno de confusiones y aún sin creer del todo. No había cartelitos de propaganda, ni advertencias seudo religiosas y sobretodo, nadie me pedía dinero. Reflexioné mientras una colorida y ruidosa procesión de fieles con brillantes disfraces pasaba frente a mi ventana llevando en angarillas una imagen vestida de oro y plata y floreada en extremo. Miré sin ver sus pasos de baile y sus gestos coordinados.
Volvió a aparecer con sus frases dos días después. Me relató muchas anécdotas de los espíritus que veía, unas jocosas y otras trágicas. El Cielo y el Infierno eran tan lejanos para él como para mí y reiteraba un sólo deseo “quisiera estar vivo “.
Así se repitieron los comunicados con lapsos no más allá de dos días. Solía desaparecer luego de un adiós rápido y con una disculpa como “ahora van a usar el computador” o “viene la limpieza”.
Una vez le dije: ¿Porqué no vienes a mi casa? y me contestó “No puedo moverme de aquí, algo me impide salir, observo por las ventanas la vida exterior y no entiendo qué hago aquí”, luego prosiguió, “Por lo demás somos varios los que deambulamos en este lugar sin poder liberarnos, algunos como un auriga de coches de lujo, han cumplido más de una centuria plantados en el mismo recinto”. Me explicó también que seguían siendo los mismos, sus deseos, odios, tendencias, capacidades eran las que siempre habían tenido en vida. Incluso un retardado mental continuaba en el mismo estado, asustado y confundido. “Me sigue a todas partes y sólo se tranquiliza si yo estoy allí con él. Y la verdad es que me preocupa porque revisé su data de muerte en el computador y ya lleva tres años así”.
“Se me ocurre lo siguiente” me escribió una vez, “Buscando la manera de que intervengas en este mundo que habito, ¿porqué no rezas por mí, digamos, como para que yo aparezca en tu casa?”- Pensé que me estaba pitando, como lo había hecho muchas veces, pero le pregunté. “Este..., ¿a Dios y todo eso?, y me dijo. “Justamente, porque cuando se refieren a mí en sus oraciones, mi madre y mis tías me sacuden como felpudo”.
“Bueno, pero te recuerdo que esas actividades nunca fueron mi fuerte. Trataré de recordar las oraciones de niño” le dije un tanto sonrojado. “Sólo háblale al Cielo, no digas nada preconcebido, debes sí, poner todo tu sentimiento”. Si resulta, me haces una señal, le contesté.
Haciendo memoria del procedimiento, me arrodillé y le hablé a Dios con toda mi alma pidiéndole que Maximiliano apareciera por mi casa. Luego del rezo, esperé sentado y expectante en medio de la habitación durante un cuarto de hora. La luz del cuarto se encendió y apagó tres veces, con lo que me precipité a la pantalla del ordenador. “Estoy a tu izquierda, muchacho, por lo demás desde la última vez que te vi has engordado como una morcilla”, Me reí y abracé el aire a mi izquierda palmoteando y asestándole algunos golpes al muro y una lámpara. “Erraste por unos centímetros, socio”.
Charlamos por horas. Nos detuvimos ya de noche y aproveché de prepararme para ir a ver a mi novia y contarle toda esta aventura. “Este, antes de irte, ¿Podrías…?. Me quedé parado ante la puerta de salida y le dije:-¿Quieres volver a la Clínica? “Si”, me contestó, “debo estar cerca de mi cuerpo”. Me concentré como pude y solicité con los ojos cerrados que Chano se fuera a su lugar de estadía.
Así nos pasamos un tiempo. El cuerpo de Maximiliano aún vivo y su alma paseando entre la clínica y mi casa. Sucedió varias veces que no resultaba el viaje y Chano maldecía contra mi falta de confianza. “Tal vez Dios existe, porque te hace caso si pides con verdadera fe”.
Una vez me sorprendió con una pregunta extraña” ¿Fernando, te acuerdas de tu perro? ”. Miré asustado la pantalla, pero le respondí: “Por supuesto, se murió hace dos años”. “Bueno –prosiguió- lo veo siempre a la entrada de tu casa, en el zaguán, echado con aire satisfecho. Colijo entonces que los animales tienen alma y que se instalan dónde quieren estar. No es característica exclusivamente humana. Ojo con ellos”. Frecuentemente me dejaba cavilando y ésa vez me quedé apesadumbrado. Pensar en el alma de los pollos, las vacas y todo lo cárneo me abatió. Pero me esperaban realidades más crudas aún.
“Sucede que quieren sepultarme” me dijo una vez muy afectado. “En la clínica se quejan por los costos de mi mantención y quieren cortarme todos los suministros”. “¿Y tu madre?”, le pregunté. “Está haciendo antesala en la oficina del Director de la Clínica”. En ese momento escuché un aullido escalofriante que venía desde el fondo de la casa. “Perdona el exabrupto, al parecer hago sonidos acorde con mi estado de ánimo, recién lo descubrí” me dijo mientras yo recuperaba mis colores.
“ Mi cuerpo aún tiene posibilidades de recuperarse, pero se precisa una operación al cerebro y otra a la médula para dejar mi organismo preparado”. Me contó que una dosis de drogas diversas haría que su sistema nervioso reaccionara y tal vez despertara. Pero el costo era inalcanzable para su madre. Por primera vez se produjo un silencio incómodo. Obviamente estaba esperando que yo ofreciera mi ayuda pero mi situación no me daba oportunidad de ser generoso. Tenía un trabajo inestable en una empresa y mis ahorros eran exiguos. “Escucho tus pensamientos, Fernando, pero no te avergüences, sólo te pido que ayudes a mi madre”. Y desapareció con cierta dignidad.
Cierto día en que me alargué demasiado relatando mis penurias económicas, me interrumpió molesto diciendo “Conozco tu situación” y continuó “Y se debe a que no sabes usar las cualidades que tienes. Te falta personalidad para imponer tus opiniones y sobrepasar las ideas obtusas que reinan en tu trabajo”. Siguió una diatriba larga y severa sobre lo que debía hacer para triunfar en el plano monetario y enseguida dijo: “Algo está sucediendo, estoy viendo luces y extrañas ondas que no conocía, me mueven y tironean. Deberé apagar este aparato”. Me quedé ante la pantalla que se iba vaciando, esperando su regreso.
Pasaron tres días en que mi espera ante el ordenador me estaba enfermando. No me conformaba que nuestra conversación se quedara a medio camino. Además era posible que ya lo hubieran desahuciado.
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Mi novia me recibía en su casa cada dos tardes. Vivía en una larga y angosta casona en el barrio antiguo de Recoleta. Me recibía en el estar pequeño, con sillones extremadamente cuidados y al lado de un ventanal que daba al primer patio generalmente húmedo por la defensa inclaudicable de las plantas con poca luz. Era una rutina muy agradable. Ambos éramos un poco retraídos y cuando estábamos juntos éramos capaces de conversar por horas. Morena de evidente origen nortino, no sobresalía en los grupos y no se ocupaba en adornarse lo suficiente como para destacar lo que yo había visto en ella. Alta y hosca, costaba acercársele. No me demoré en entender que se trataba de timidez. Como experto en el tema por pertenecer a ese gremio, logré llamar su atención cuidando cada paso, puesto que desconfiaba de todo desconocido y era susceptible con las diferencias de clase social, la puntualidad y el cumplimiento de las promesas. A la fecha llevábamos seis dichosos meses de relación continua. Conmigo abandonaba las frases cortas y la mirada huidiza y adoptaba una sonrisa llana que empequeñecía sus ojos y se paseaba a zancadas por su casa conversando a gritos y risotadas. La madre viuda, instalada en la cocina vigilando la tetera o urdiendo un sempiterno tejido acomodaba algunas reflexiones a los dichos de Mariela con una semi-sonrisa llena de ternura pero suficientemente fuerte como para que la escucháramos desde el estar. Manejaba con maestría la habilidad de participar desde las sombras
Ese día, Mariela me puso con suavidad su mano gordinflona en mi cara y me preguntó porqué estaba tan preocupado
.-¿Se me nota mucho?, le dije
.- Tienes los calcetines cambiados y trajiste tu porta documentos viejo. Y acto seguido las dos damas emitieron sonoras carcajadas.
Cierto era que mis documentos más importantes se me habían quedado en el bolso en mi casa, pero de los calcetines no me había percatado y enrojecí hasta dar lástima.
.-Tendría que hablarte de lo que produce estas confusiones. Le dije luego de pensar en varias mentiras.
.-A ver. Ven, mamá.
Se sentaron ambas en sendos sillones frente a mí y les conté con locuacidad sorprendente para ser un tema de ocultismo, toda la historia de Maximiliano, el fantasma.
Cuando terminé esperaba verlas asombrarse, tratarme de loco o despedirme de sus vidas, pero se quedaron muy calmadas y como sopesando lo que pensaban decirme. La madre, con su narizota de boliviana y sus ojillos bondadosos me dijo:
.-Debes esperar, los espíritus no son dioses así que deben hacer las cosas de una en una, si no se ha comunicado es porque en algo anda. Además que les es difícil conmover a los vivos. Actúan en el ámbito espiritual solamente, es decir pueden alegrarte o entristecerte, darte energía o deprimirte. Sólo los muy poderosos pueden mover cosas o cambiar circunstancias.
Sorprendido por su familiaridad con los temas post mortem, le dije:
.- Es que él ya me pidió ayuda y no tengo los recursos que se necesitan. ¿Qué puedo hacer?
.-Pues, rezar. Me dijo la anciana sin inmutarse.
.-No lo he logrado jamás. No tengo ni la fe ni las ganas requeridas. Me falta convicción.
.-Si no consigues tu auto convencimiento frente a un altar te puedo decir que el que reza de rodillas lo hace una vez, el que canta lo hace dos veces y el que baila reza tres veces.
La mujer me sorprendía a cada minuto. Lo que acaba de entender no lograba abrirse paso en mi cerebro y sólo acerté a decir:
.-¿Có…cómo?.
.-Pues, lo mejor es bailar, si es que estás dispuesto. Me dijo con serenidad altiplánica.
Enseguida me relató su experiencia en el Norte chileno. Su marido y ella misma habían salvado circunstancias problemáticas dedicándose al baile religioso en lo que llamó “zambos caporales”, con trajes dorados y ritmos de origen quechua más toda una coreografía que recordaba la conquista española y los dioses y demonios que habitaban esa tierra antes que llegaran los colonizadores. El objetivo era ser escuchado por la divinidad a través de la “chinita” o Virgen María, también la “Ñusta” o princesa indígena o deidad altiplánica
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Doña Manuela Quispe, mi futura suegra, no insistió. Me dio tiempo a comprender. Era obvio que no estaba preparado para ir a dar saltos a la vía pública sin la suficiente conciencia.
“Nano, dichosos los ojos…” me escribió mi fantasma dos días después. “Tú no tienes ojos” le respondí alegre. “Vamos, acaso no puedo hacer un recuerdo de mi pasado humano”. Me contó que su madre había logrado una prórroga en la clínica a la espera de nuevos análisis. El administrador de la clínica, un ingeniero comercial de mente monetaria y calculadora siempre disponible, le dio fecha para dos meses más en atención a que aún había un interés rigiendo y la institución ganaría más dinero con los futuros juicios y embargos.
“Mi madre está aliviada por el momento, pero cuando pasen dos meses se encargarán de arruinarle la vida” me explicó Maximiliano. Estaba desesperado, mantenía su deseo de recuperarse pero el sufrimiento de su madre lo hacía considerar su desconexión para terminar con el calvario. “Mi caso tiene solución médica, pero convertido en menos que un vapor de tetera no puedo hacer nada, ni siquiera aterrorizar”.
Abrumado por su padecer, le relaté lo sugerido por Doña Manuela Quispe. Para mi sorpresa no le dio mucho significado.” Bailarle a una imagen debe ser lo mismo que comprarse un boleto del Kino”. Desapareció decepcionado y se fue a aullar a los pasillos del subterráneo de la clínica según me dijo. Antes de irse, observó” ¿Es Mariela la que está llegando?” “Si, le respondí, quedó en venir hoy” mientras me paraba abrir a la puerta. “Algo tiene ella, viejo, su áurea es descolorida” me escribió. “Bueno, ojala sea sólo cansancio” le respondí antes que se fuera.
Mariela entró con paso lento y tomándose la cabeza. Se derrumbó en la silla que le ofrecí y me dijo: “Vengo de la consulta del médico”. Dijo luego de una pausa inicial. “Me pidió un paquete grande de exámenes y me dio malas noticias”. Me preocupó tanto que ni siquiera le dije que Chano había vuelto. No me atrevía a apresurarla, se veía pálida y deprimida y seguramente era por lo que le había dicho el doctor. “Todo indica que tengo leucemia”. Cuando esa frase logró penetrar en mi cabeza un sonido semejante a un sollozo emergió de mi pecho y sólo acerté a decir “No puede ser, no puede ser” mientras la abrazaba.
Toda nuestra hermosa rutina se fue vaciando en una catarata de colores. Las llamadas por celular en la mañana para confirmar nuestros encuentros, el almuerzo en el precario y entretenido casino universitario, sus pruebas y sus batallas ganadas y perdidas, sus proyectos, nuestros proyectos, la diversión con poco presupuesto, todo se iba por un caudal incontenible.
De ahí en adelante todo fue ocuparse de ella. Sentí lo avasallante que era el amor que sentía y me negaba a pensar que se fuera a morir. Los exámenes revelaron la presencia de la maligna intromisión en su cuerpo y el desánimo propio de su mal fue aumentado por el desaliento de un futuro truncado. Entonces comenzó una época grisácea de visitas en la tarde, silencios sin término, hedores varios, mezcla de medicinas y vómitos, quimio calvicie en un cráneo con dos cárcavas moradas en vez de ojos. Y llanto, mucho llanto acompañado de rezos. Pasé todo el tiempo que pude a su lado hasta que fue hospitalizada. Acompañé a su madre y entregué todos los recursos anímicos y monetarios que me era posible obtener. Doña Manuela guardaba un silencio constante. Sólo mantenía la mirada hacia el suelo y se limitaba a murmurar lo necesario. El día que la llevé a su casa luego de hospitalizarla, miró hacia arriba y enfocó sus oscuros ojos en los míos, los fijó un lapso interminable de tiempo y después me pidió que me quedara a cenar.
El mutismo de la quieta cena me hizo pensar en Chano. Hacía varios días que no lo veía. Y aunque me había concentrado para tratar de traerlo no apareció nunca. Lo necesitaba para lamentarme y recibir sus frases lapidarias.
Ese día Doña Manuela se comportó como un ánima misteriosa y distante. Al terminar la cena recogí los platos y los llevé a la cocina como siempre, pero al pasar hacia el lavaplatos, el viejo armario del pasillo, el cual jamás había visto abierto, estaba con sus desaliñadas puertas de pino Oregón de par en par. No evité mirar su interior. Mientras observaba, embelesado, la mamá me quitó mi carga y la llevó a su destino.
En el interior del mueble, sobresaliendo de la penumbra, había un traje dorado con decorados sobresalientes, unas botas con cascabeles grandes y también dorados, un sombrero de cuero, casi negro por el tiempo, y cubierto de pequeñas incisiones a manera de adornos, y sobre unos delicados guantes blancos reposaba un genuino látigo de cuero.
Me imaginé al usuario de esas galas bailando en las brillantes calles nortinas mientras Doña Manuela me tomaba las manos y colocaba una tarjetita entre ellas. “Esta es la dirección de un presidente de un baile religioso que yo conozco” me dijo mirando al suelo. Luego levantó el rostro y me enfocó con la negrura de su tristeza y con su mentón firme dio media vuelta y se fue a su habitación. Entendí que me estaban enviando a bailar. No habría más palabras sobre este tema, ya me había dicho todo.
Volví a mi departamento pensando en el huracán de sentimientos que me habían invadido. Me puse entonces en la alternativa de ir a averiguar sobre el baile. Recogí un sobre del peldaño de la escalera, lo leí y todo volvió abruptamente a ponerse en su lugar. Era la invitación al funeral de Maximiliano.
Salí del trabajo hacia la despedida de Maximiliano, pero pensando en Mariela, lo cual me provocaba un molesto sentimiento de culpa indefinible. El gran portalón del cementerio apareció cuando yo trataba de desanudar mi mente con la decisión de ir en búsqueda de los bailes. Encontré al grupo reconociendo a su madre. El cortejo era escaso en personas, no más de seis. La madre de Chano caminaba apoyada por dos señoronas y de vez en cuando emitía unos gemidos largos y vibrantes que sacudían a todo el séquito.
Con un andar pesado se destacaba un tipo alto y cincuentón que por sus rasgos debía ser el lejano autor de sus días. Chano me habló en alguna ocasión de su padre y la soledad en la que dejó a su madre. Siempre se expresó de ella como “viuda”, porque al parecer jamás contaron con alguien más en su familia. Se escuchaban los pasos que hacían crujir el maicillo del suelo y una leve brisa traía el aroma de innumerables flores. Desde ahí el olor de las flores siempre lo relacioné con la muerte. El séquito se detuvo en un pasillo formado por una hilera de cruces de metal y el volumen largo y sólido que albergaba los nichos. El procedimiento se completó en su totalidad y el sarcófago quedó en su cubículo a la altura de mi vista con las coronas de flores apoyadas en la base. La madre de Chano lloró unos minutos hasta que sus amigas la convencieron de irse. El viejo alto no saludó a nadie y se fue con su paso militaroide. Abracé a la acongojada dama prometiendo visitarla y también me alejé. Llegué luego a mi hogar apesadumbrado y tratando de ordenar mi cabeza. Me senté largo rato frente al computador pero no hubo señales de ningún tipo, ni en el aire ni en el suelo. Maximiliano se había ido definitivamente. El impresionante silencio que recayó en mi sala era interrumpido por lejanos sonidos de bombos y tambores que no sabía si salían de mi cabeza o venían de alguna calle lejana.
Me costó llegar hasta la casa de Don Justino Valladares, reconocido presidente de una diablada y conocido de Doña Manuela. Su casa era pequeña, de dos pisos y exactamente igual a las demás que se perdían en hileras por los cuatro puntos cardinales. Aunque se observaba una intención de crecer más allá de las posibilidades que daba la morada original. Las ampliaciones y agregados sobresalían en todas las direcciones y mi formación de constructor me obligaba a preguntarme cómo había colgado un tercer piso sin caer a la casa vecina. Obviamente tenía un aire de mayor prosperidad que sus cofrades de esa masa urbana.
Había un enorme vehículo en el mínimo antejardín que no dejaba lugar a otra cosa y que no daba respuesta al enigma de su ingreso a ese pequeño espacio que no fuera por arte de magia. Mi modesta camioneta llamó la atención de algunos vecinos, lo que me molestó luego de estacionarla en el estrecho pasaje y dar un suspiro de cansancio. Media hora entre calles que pretendían ordenar la urbe como “2a. Transversal o 1-Norte” mezcladas con nombres arbitrarios como Carl Sagan y Armonía habían dado cuenta de mi ánimo. Golpeé con una moneda la puerta metálica con algo de inquietud, era un barrio plagado de rejas y perros lo que definía su condición de poco seguro. Salió una mujer morena y de aire adusto que luego de escucharme entró con “un momentito” para hacer aparecer a un cuarentón de amplia sonrisa.
Don Justino era un robusto dueño de un mini supermercado. Moreno, de nariz chata y con ojos de indígena actuaba constantemente como dueño de la situación y sabedor de que la vida reserva sorpresas continuamente. Me invitó a pasar al “living” en que se veían los típicos retratos de desaparecidos progenitores, adornos y juguetes con alguna especial calidad sobre muebles que apenas cabían y al lado del enorme televisor, que era el rey de la estancia, un altar doméstico de la Virgen María y con pequeñas cortinas bordadas, ante el cual tuve una cierta inquietud, porque a esa imagen me dedicaría. Y las dudas me arreciaron. La sensación de no tener idea lo que estaba haciendo me asaltó y me instaron a salir huyendo. Sin embargo, me senté en el sillón que me indicaron.
Justino me interrogó largo rato. Le intrigaba que un tipo con mi apariencia y profesión estuviera allí, solo, y con motivos idealistas solicitando ingresar al grupo de baile. Era inesperadamente muy bien situado en el tema social de su agrupación. “Aquí entra la clase media baja, la de esta población o alguna otra por aquí cerca, la de los que pueden creer con toda su alma que van a salir de sus problemas dedicándose a la “chinita”. Nunca se había acercado alguien de barrios más arriba “dijo de manera muy seria. Le repetí varias veces de la enfermedad y la muerte que parecían perseguir a los que quería. Me auscultaba de todas maneras, sin poder decidirse a insertarme en algún modelo mental.
“Pasa que por aquí aparecen tipos de personas muy diversos, señoras devotas, jóvenes hijos de danzantes, niños traídos por sus padres, miembros de otros grupos que quieren cambiarse, etc. En general, gente que ya ha tenido contacto o conocimiento con esta tradición”. Me miró con señales de duda. “Y luego, la mitad desaparece” agregó. “Venga el Sábado, practicamos en un galponcito aquí detrás, traiga un buzo y zapatillas”. Concluyó.
Ese día entré con mi bolso al hombro. Recibí una veintena de miradas silenciosa de los que estaban allí que hicieron difícil mantener mi sonrisa de cortesía. Sentí que me ruborizaba, efecto que hasta la fecha no logro dominar. Musité un débil “Buenas tardes” y me apoyé en el muro más cercano. No era, al parecer un grupo acostumbrado a los desconocidos.
Justino presidía y tenía una secretaria que dirigía la reunión. Luego de una oración que tuve que seguir con un movimiento de labios de remedo, dieron por iniciado el acto. Hubo lectura del acta seguida de solicitudes de silencio que le confirieron un tono infantil. Mi presentación fue rápida y me puse a disposición del caporal, o jefe de los danzarines. Inmediatamente me indicó los rudimentos del baile y me citó para el otro fin de semana.
La religiosidad era un tema gastado y sin sentido para mí. Estaba impulsado por la increíble fe de Doña Manuela y de Mariela que tenían un largo ejercicio en liturgias y rezos. Presentí un camino largo y dificultoso. Buscarle significado a ceremonias que siempre me parecieron aburridas y a detestables celebraciones a las que había dejado de ir de niño.
Se perdían en mi mente los días en que, tomado reciamente de la mano de mi madre, entrábamos a la Iglesia todos los domingos. Siempre había una multitud de señoras coronada de velos y cubiertas con faldas largas, que otorgaban recatadas miradas y expresiones hoscas para los niños que obligados asistíamos al templo. Mi madre, mirando una hoja amarillenta que recogía de una mesilla en la puerta, seguía la ceremonia con dolido rostro. Mi padre se instalaba, de pie y con encorbatado traje gris, cerca de la entrada. En algún momento me escapaba y me paraba a su lado copiando su modo de cruzar sus manos a la espalda sosteniendo el sombrero. El mejor momento era la limosna. Mi padre me pasaba algunas monedas y me quedaba a la espera de la viejecilla que pasaría con toda seguridad ya que no dejaba rincón del edificio por visitar, nadie se escapaba al pronunciamiento de la dádiva. Dejaba caer algunas monedas en el cepillo y siempre pasaban unas pocas a mi bolsillo.
Era un modo de hacer entretenido lo que para mí era sólo un pesado funeral todas las semanas. Jamás tuve alguna sensación de presencias divinas o iluminación de sabiduría, sólo me aburría. Mi familia, con padres aún vivos y una hermana extremadamente mística, pero para mi suerte situados en Talca, me llenaban de consejos morales en cuanto me tenían a mano. Mis viejos, luego de saber de la existencia de Mariela, esperaban de mí nietos bautizados en abundancia.
Tomé con ahínco las lecciones de baile. Un “diablo” ya cincuentón me explicaba los pasos con paciencia y me animaba a efectuarlos llevando el ritmo con las manos. Aún mantenía algo de agilidad lograda con años de fútbol, y conseguía dar cierto paso hacia atrás con coordinación. El grupo me resultó hosco. Había de niños a adultos mayores mirándome como intruso. Aunque me saludaban con cortesía y no escatimé el beso a las damas, la frialdad inicial me hizo repensar mis motivos. Sólo evocar a Mariela me recomponía mi decisión. Me afirmé en mi determinación, llegaría hasta la divinidad más alta como fuera.
Raimundo el profesor “diablo” me dio un palmazo de aprobación en mi sudada espalda y se fue a atender el supermercado de Justino. Era su mejor empleado.
Mariela languidecía. Casi constantemente durmiendo, apenas sonreía cuando le contaba de mis peripecias en el conjunto de baile. No faltaba alguna enfermera que cotejaba las máquinas que rodeaban a la enferma, la movía para masajearle la espalda y ponía notas al pie de su cama. Mariela me explicaba, muy a duras penas que estaban esperando que se fortaleciera un poco para aplicarle una quimioterapia más fuerte. Generalmente, luego de una breve conversación caía en un profundo sueño.
Pensé en el costo. Si vendía todas mis cosas alcanzaría a un porcentaje mínimo del monto necesario para el tratamiento. Recordé que Maximiliano falleció finalmente esperando juntar el dinero para su operación. Como tantas otras veces, salí de la clínica maldiciendo el país en que vivía.
Tenía razón Justino respecto de lo inusual de mi participación en el baile. Me trataban con excesivo respeto. Las mujeres no me miraban y los hombres apenas me saludaban. Noté algo de celos en algunos. Un corto autoexamen me dio por resultado que era más alto, más fornido, piel blanca y ojos claros. Mis primeras conversaciones fueron con un carpintero bonachón que llevaba a toda su familia a las sesiones. Así logré buenas migas con sus niños y su esposa, que me brindó algunos buenos consejos. Terminé llevándolos a su casa en mi camioneta bien cargada con sus bultos
Ya podía bailar con el grupo. Me formaron al final, junto a dos aprendices que iban con un buzo azul. Los diablos iban por el borde protegiendo a las “cholas”, danzarinas de coquetos movimientos, que danzaban en la parte central del conjunto. Una orquesta variopinta que caminaba detrás del grupo, hacía suficiente ruido como para despertar a todo un barrio e interpretaba con bastantes licencias ritmos nortinos.
Raimundo, mi primer profesor, era el “caporal” o el comandante. Con pitazos precisos iba indicando los inicios, los quiebres y los pasos, sumado a señales con las manos que dos danzarines replicaban para transmitirlas al final de la fila. Éramos numerosos comparados con los otros grupos de bailarines y estábamos rodeados de cierto respeto. Fue mi primera salida. Reconozco la emoción de los colores, los brillos, el ritmo y la música que daban un sello de fiesta.
Empecé a adquirir las partes de mi traje oficial de “diablo”. Botas adornadas con figuras draconianas, buzo blanco brillante, una faja compuesta de cuelgas coloreadas a modo de soldado romano, capas de diferentes colores y una careta satánica complementada con pequeñas luces. Cada elemento se adquiría a diferentes vendedores con precios bastante arbitrarios. Era un mercado muy reducido y especializado. Aunque no me permitirían ponérmelo hasta hacer la promesa a la Virgen en el mes de Noviembre, lo mantuve en su colgador luciéndolo en la sala de mi departamento.
La decisión de ir a la fiesta de La Tirana, el Vaticano del baile religioso en el país, a aprender de los demás, a visitar a “La Chinita” en su propia Iglesia, fue propuesta, analizada y decidida por Justino. La asamblea alcanzó a exponer algunas pequeñas protestas pero la unanimidad selló la discusión. De los 35 participantes, 8 eran empleados de Justino y que aportaban a su vez a 20 miembros de sus propias familias. Al fin y al cabo, el transporte correría por parte del presidente y él mismo se encargaría de cobrarlo con descuentos oportunos. Terminada la reunión, los danzantes se esparcieron con la mente puesta en el viaje.
Fue a finales de Junio, cuando preparaba el viaje a La Tirana decidido por el grupo de baile, que apareció Chano. La pantalla del PC, que dejaba encendida todas las tardes durante una hora, exhibió, con un conocido tipo de letra, un mensaje que decía"te iré a ver mañana a las 19.00 horas”. Con el laconismo de siempre el difunto Maximiliano anunciaba su reingreso a la vida. No entendía cómo y en qué forma aparecería, hasta que lo vi. En la tarde indicada, media hora antes de lo fijado, me senté frente a la puerta acompañado de dos cervezas.
Cuando tocó la puerta las cervezas estaban intactas, temblaba demasiado para abrirlas. Abrí la puerta, no sin miedo, y vi lo que parecía un simio accidentado. Un hombrecillo bajo, con una muleta, la cabeza deformada por el esfuerzo de enderezarla, una joroba prominente, el lado izquierdo caído y con el brazo en cabestrillo, un traje apestoso de vagabundo y un bolso de cuero que colgaba cruzado en su espalda. La nariz era normal pero no era la ganchuda de Chano. Era horrible. Me miró con sus ojos asimétricos y tartamudeó un “Hola, cómo estás” exponiendo una boca saliente de labios gruesos y ennegrecidos y un amasijo de dientes manchados. Era un ser extraño pero sobretodo desconocido.
.-¿Quién es Ud.? Le dije con algo de violencia.
.-Soy Maximiliano, Fernando, sé que tengo que darte amplias explicaciones…….si me permites pasar.
Le indiqué el centro de la sala y caminó rengueando, no sin sonreír al ver mi traje de baile colgado a un costado del televisor, hasta derrumbarse en el sofá.
.- Bueno, te contaré que cuando mi cuerpo estaba ya para morir, pues la operación no se realizaría, llegó a la clínica inconsciente Gerardo Huechupureo, 28 años, minusválido, golpeado por el gancho de una grúa que no alcanzó a esquivar. Sobrevivía vendiendo baratijas en las diferentes ferias del barrio Recoleta y en ese momento se alojaba en el Hogar de Cristo.
Mi visitante se agotaba con facilidad. Se detenía a ratos para beber agua de un vaso que le serví, suspiraba y proseguía su relato.
.-Gerardo también sufrió la expulsión de su alma y vagó por los pasillos mientras duraba su inconsciencia. En ese trance lo conocí. Conversamos mucho de nuestras vidas. La de él era especialmente difícil. Nació defectuoso. Una niñez tranquila mientras tuvo padres hasta que los perdió a ambos en períodos cortos. La madre, cocinando, se tropezó y se enterró un cuchillo en el corazón, culparon al padre y aún está preso. Fue despreciado y considerado una molestia por los parientes más cercanos. Pasó a un hogar de menores en el que sufrió los abusos continuos de algunos sicópatas infantiles. Eventualmente tuvo defensores que le permitieron sobrevivir para escapar y dedicarse a vagabundo. La adolescencia la pasó en los alrededores del mercado central porque podía comer restos y recibir una que otra dádiva. Así aprendió a comerciar.
Mientras bebía, el ente se masajeaba el brazo vendado y se rascaba una de sus gruesas cejas, tosía exhalando una ruidosa carraspera y seguía.
.-Una vez me dijo que no quería volver a su cuerpo. Cualquier aventura como ánima que le esperara era mejor que seguir viviendo. Aquella vez mi cuerpo falleció. Temí ser absorbido por la eternidad y transportado a algún nivel desconocido del espacio o simplemente desaparecer. Entonces aterrorizado por lo desconocido le propuse que me prestara su cuerpo. Yo trataría de introducirme en él y su espíritu continuaría buscando un mejor destino. Cómo ninguno de los dos sabía lo que vendría luego de la muerte y tampoco entendíamos el estado intermedio en el que nos encontrábamos, consentimos entonces, en tratar de hacer el cambio. Fue demasiado fácil, simplemente me recosté sobre él y quedé encajado en este corpachón. Pero dejé de percibir a Gerardo y no lo he vuelto a ver. Mi verdadero cuerpo está sepultado dónde tú sabes. El deseo de vivir en mí era muy poderoso. Además el golpe recibido no causó mayor daño.
Me relató que no le había sido difícil sobrevivir. Que su principal problema era que sus antiguas amistades lo reconocieran. Sólo su madre lo aceptó luego de múltiples demostraciones. Su antigua vida se había ido junto con su cuerpo. Alojado en su propia pieza, se inició como recadero y comprobó que bien manejado, un minusválido puede crearse un lugar. Él logró emplearse manejando la caja de un almacén y rentando su propia habitación en la casa de su madre. Ahora se preparaba para regularizar sus estudios, en circunstancias que el Gerardo original no tenía más que unos meses en educación básica.
.-Gerardo tenía buen cerebro. Incluso a mí me supera en memoria. Ha sido hasta agradable responder lo que preguntan los examinadores del Ministerio de Educación. En dos tardes salí de Educación Básica. Esta otra semana daré los exámenes de Educación Media. El problema es la movilidad y la fatiga. Ahora bien, sin entender por qué, me despego del cuerpo con suma facilidad. Generalmente despierto pegado al techo mientras mi parte orgánica duerme como oso. Así fue como pude enviarte el mensaje, lo puse a dormir siesta y me dirigí al computador del local donde trabajo.
.-¿No te parece que te estás metiendo en honduras ocultas con consecuencias desconocidas?
.-Por supuesto.
Lo invité a que me acompañara a La Tirana. Aceptó alegremente. Preparó un pequeño morral y lo encajó entre mis cosas porque el viaje iba a ser casi de inmediato.
Luego de casi dos días de viaje, el grupo de baile se instaló en un campamento populoso en el pueblo. Cada uno llevaba lo necesario para una vida muy rústica. Las carpas se alinearon al interior del pequeño sitio cedido y los víveres se juntaron para dar comida diaria solidariamente. El pueblo era pequeño y aumentaba de tamaño monstruosamente para las fiestas. Cubiertas y pisos de lona se extendían para dar lugar a un mercado del doble del tamaño del poblado original. Las construcciones eran precarias y con aspecto de no estar terminadas, sólo la iglesia, reconstruida varias veces luego del mismo número de terremotos, se destacaba con una explanada pavimentada en su frente.
Los bordes de la aldea hervían en actividad, transportes varios que iban y venían de muchos lugares, cargadores improvisados con carros manuales armados para la ocasión, displicentes carabineros cortando los pasos de los vehículos. Más hacia el centro, infaltables turistas con sus conspicuas tenidas, muchedumbres de visitantes paseando en todos los sentidos, bailarines errando con sus trajes y sobretodo, el sonido constante, inacabable de las bandas que obligaban a hablar a gritos. El cumplimiento de mandas y promesas con su sufrimiento implícito daban un aspecto medieval e incluso primitivo al gran espacio central. Damas con buzo deportivo avanzaban de rodillas desde el borde de la plaza hasta el altar, hombres de traje y corbata y también informales se arrastraban, a veces acompañados de familiares llorosos, sobre el recalentado pavimento. Los vi llegar con su ropa rasgada y sus pechos enrojecidos y a veces sangrantes a besar el manto de la imagen, luego salían confortados, seguros de que un milagro venía para ellos.
La fiesta de La Tirana empezó en el siglo XVI con el hallazgo de una cruz en un bosque de tamarugos. Sería la tumba de la Ñusta, princesa Inca que habría muerto cristianizada en el último instante. De cómo fue derivando a la celebración apoteósica que ha llegado a ser es una larga historia. Pero la Iglesia Católica lo vio como un medio de insertar la fe en los pueblos coyas, aimaras y otros de la región. El orden occidental enriquecido con la cortesía de los naturales del lugar se dejaba entrever en lo complicado de las presentaciones. Las compañías cantan y bailan las entradas, saludos, adoraciones, ofrendas, albas, auroras, buenas noches y retiradas. En cada una de ellas se aplica una coreografía, vestimenta o canto para la ocasión, manteniendo a los grupos en actividad continua durante los quince días que dura la fiesta. Yo no había faltado a ninguna.
En la madrugada de la gélida presentación al Cristo con la camanchaca en su apogeo, la segunda entrada en la plaza, la tercera en el templo con los cánticos y la adoración hasta la retirada. Era agotador. Se entendía que esta celebración la realizaran en su mayoría tipos recios de las minas y puertos de la región.
El grupo no podía bailar en la Tirana. Hacía falta un reconocimiento especial de la agrupación eclesiástica que dirigía la celebración. Sin embargo el grupo que nos acogió, “Los leones de oro de la Virgen”, nos permitió integrarnos a su grupo. No seríamos capaces de llegar hasta la furtiva cúpula directiva y que además manejaba un reglamento críptico que dificultaba el intentar danzar como conjunto individual capitalino. Con nuestra forma totalmente distinta de bailar y vestirnos, nos introdujimos en el grupo conformando una gran cofradía colorinche y muy alegre.
Llamaba a la casa de Mariela todo lo que podía. Con escasas palabras, su madre, me respondía que todo seguía estable. Distinto fue cuando llamé la última vez. Me arrojó una catarata de palabras e incluso llanto. “Tuvo una recaída, incluso ya se estaba levantando de la cama cuando le sobrevino una crisis, le hicieron un recuento de blastos con urgencia y le habían aumentado. El médico dice que la quimioterapia no está dando resultados”. Nunca me había dicho tanta palabra junta y menos con sollozos entremedio, excesivo para su adusto estilo. Terminé desolado y me dediqué a caminar por La Tirana hasta que me volví a mi carpa. Miré hacia la Iglesia con furia y pregunté:” ¿Qué quieres que haga si ya estoy aquí, qué más puedo hacer?”. Derrumbado sobre mi esterilla terminé pensando” si es que existes”. Con el resquemor de estar haciendo un intento inútil, me fui de todas maneras a ponerme mi traje para el próximo baile, que sería agotador como todos los demás.
Raimundo me notó desganado. Yo esperaba una reprimenda de sargento pero el viejo caporal simplemente me dijo que me fuera a descansar. Con un resquicio de esperanza, preferí continuar bailando. El convencimiento que había colmado mi interior se estaba vaciando. No podía evitar pensar que mi verdadero sitio estaba al lado de Mariela, tal vez para acompañarla en sus últimos momentos.
La noche en la Pampa del Tamarugal es muy fría. La “camanchaca”, viento helado y húmedo que viene de la costa, se deja caer congelando hasta los suspiros. El cielo es intensamente oscuro y las estrellas brillan entregando una luminosidad a todo el valle.
Eran varias las imágenes santificadas que se paseaban. Cada región, valle o agrupación tenían su preferida vestida con una buena cantidad de ropajes y adornos. Oficialmente era la Virgen del Carmen, pero escuché rezos e invocaciones dirigidas a la “Ñusta”. Dentro de la contrastada cultura que participaba, los rasgos indígenas Aimarás y quechuas eran predominantes. El fondo rítmico de tambores africanos guiaba las melodías tristes del norte. Despertaba al sufrido yanacona que llevamos dentro. Estaba lejos el racionalismo y la intelectualidad religiosa. Aquí la severa mirada católica se tornaba terrena, las imágenes no representaban, eran ella misma, bastaba con tocarla para ser bendecido.
Llegó el día principal de la fiesta. “El Cumpleaños de La Chinita”. En la víspera, se esperaba la medianoche para que estallara la fiesta en luces de colores. Los fuegos artificiales, las guirnaldas y challas, todo se elevaba por los aires. Los grupos bailábamos toda la noche si es que era posible, hasta que sacaban a la Chinita, la verdadera, a presidir la gran procesión. Todos esperaban al menos verla para aclamarla y rendirle honores. Iba en una angarilla sujeta por unos diez mocetones que tenían cada uno méritos como para merecer esa labor. La algarabía duraba toda la noche. Ya en la mañana se escuchaban las “Albas” o “Auroras” que eran cánticos que saludaban el inicio del día de la Virgen del Carmen. Por la tarde empezaban las despedidas. Cada grupo tenía derecho a realizarla individualmente frente a la imagen, del mismo modo que al llegar. Contaban que antes apenas duraba un día. Ahora habría que esperar una semana para poder despedirse.
Tenía tan presente a Mariela, que me dolió el alma. Después de ver en persona unos actos de fe inconmensurables y un espíritu de sacrificio que sólo los mineros pampinos son capaces de cumplir, la imagen de lo que debía hacer se me presentó con una lógica indiscutible.
Después del término de la fiesta, me levanté aún de noche. Chano dormía o al menos parecía hacerlo, tal vez su espíritu andaba sobrevolando el pueblo. Ya me contaría. El frío arreciaba. Me encaminé a la Plaza sorteando algunas compañías que aún bailaban. Me detuve en una esquina del enorme espacio y observé a unas indias Cuyacas que hacían un típico trenzado de cintas con una coreografía armoniosa. Avancé hacia un lugar vacío, calculé una ruta directa a la entrada de la Iglesia y me despojé de la camisa.
“Te la sostengo” me dijo Chano que, apoyado en su muleta, me había seguido sin que yo me percatara. Subentendió lo que iba a hacer. Apoyé mi pecho desnudo en las piedras frías e inicié mi avance reptando sobre mi tórax. Tenía que afirmar los antebrazos en el suelo y tirar de ellos para hacer adelantar el resto del cuerpo. Ya había visto como era. Los primeros tramos no hubo gran sufrimiento, pero a medida que iba avanzando el dolor iba creciendo. Chano me hablaba mientras me acompañaba cojeando en mi trayecto. “Anoche me elevé sobre la gente, recorrí todas las calles y vi la fiesta en su totalidad. Las almas que deambulaban eran tantas como gente viva. Tenían múltiples formas, desde ángeles con alas y todo hasta franciscanos con su capucha brillando como antorchas. El áurea de las personas era de un dorado refulgente cuando se notaba que creían en la imagen que pasaba por su frente. Los turistas y mirones sólo gozaban del espectáculo y sus áureas eran rosadas o rojas, señal de su diversión.
Cuando la imagen pasó frente a la iglesia, el fulgor dorado fue general, a él se agregó el de los espíritus voladores y se conformó una verdadera explosión de brillante fogosidad. Me sentí absorbido por ese incendio de luminosidad y fui atrapado en su interior.” Escuchaba el golpe y crujido rítmico de su muleta a mi costado a medida que mi progreso en la ruta me iba llenando el cuerpo de dolor. Mi vientre sangraba.
“Yo también brillaba, continuó, se percibía una fuerza poderosísima que envolvía a la muchedumbre, pasaron por mí, atravesándome, todas las súplicas y oraciones de seres sufrientes como un viento ardiente. Cada una de las almas ahí presentes las sintió, se dolió, las juzgó y respondió con sentimientos de tristeza y solidaridad. Esa respuesta se veía fluir desde la gran luz central hacia los suplicantes como una cascada de plasma luminoso que los cubrió a todos”.
Me vi obligado a descansar. Mi torso sangraba y el dolor era insoportable. Quedé un momento de costado sobre el suelo y pude ver a Chano que relataba excitado. Prosiguió diciendo “Me parece que lo que vi es Dios, lo somos todos, lo formamos y somos su producto”. Lo último lo dijo casi gritando. Me arrastré hasta los escalones y los fui subiendo sólo con los brazos, por lo que no entendí lo que Chano me dijo. Luego me transporté hasta la estatua de la Virgen, asunto bastante más sencillo al interior del recinto sagrado. Alguien me ayudó a levantarme hasta el borde del manto de la imagen. Los temblores no me dejaban realizar la ceremonia de besar los pies y el borde del manto, así que le pedí a Chano que me ayudara.
En la enfermería me atendieron con presteza. Tenía las heridas tipificadas de todos los promesantes y salí cruzado de vendas. Ciertamente salí con una esperanza viva.
No me atrevía a llamar a casa de Mariela, la posibilidad de malas noticias me detenía las manos. Estaba nervioso por el resultado porque no era la compra de un servicio o la suerte en un boleto, había ofrecido dolor. Con los movimientos restringidos por los vendajes y la cicatrización, pedí autorización para irme a casa. Percibí algunas miradas de admiración en el grupo al irme y la despedida fue más afectuosa que de costumbre. Era un gran bautizo de danzante sin lugar a dudas, así lo sentía.
Llamé desde el cercano Iquique. Doña Manuela, con un tono más alegre, me contó de las posibilidades de un trasplante de médula, del apoyo que habían recibido de la universidad y que ella misma donaría parte de su órgano por su compatibilidad. Parecía un cuadro perfecto.
Me recosté en el asiento del bus de retorno, más tranquilo que nunca en meses. Si bien mi racionalidad adquirida por mi educación hogareña y universitaria se rebelaba a concederle su parte a la espiritualidad, lo cierto que mi interior ya no sería el mismo. Tenía, fehacientemente, a quién dirigirme y con toda confianza. Le pregunté a Chano, que estaba con los ojos cerrados en el asiento lateral, si él no había experimentado algo parecido. Me contestó con una teoría propia sobre la existencia de Dios y el papel de los espíritus. Se alargó tanto en su respuesta que me dormí plácidamente.
Desperté con un ruido espantoso, un golpe feroz en mi cráneo y una oscuridad negra con la sensación de caer. Me desvanecí sin soñar. Al siguiente instante estaba al lado del camino viendo al bus humeante volcado de costado en medio de la carretera. Extrañamente veía todo a mí alrededor, no escuchaba nada pero sí sentía el sufrimiento de los demás pasajeros. Había conversado lo suficiente con Chano para saber lo que me había sucedido. Mi alma estaba fuera de mi cuerpo. Sentí a Chano llamarme y estuve casi al instante al lado de él y de mi cuerpo. Chano estaba intacto, el golpe de la armazón metálica del bus lo había recibido yo y lo protegí con eso.
Pero mi cuerpo estaba muerto y además mis restos eran irrecuperables. Me invadió una desazón mayúscula. Me iba a perder en la eternidad después de hacer un esfuerzo histórico. Me pregunté si en el Cielo tendrían algún plan para mí, o todo era caos y buena o mala suerte. Aún no veía ningún túnel ni nada me empujaba a algún abismo. Sólo las pobres almas de los fallecidos tan estupefactas como yo. El accidente había sido provocado por un animal que se atravesó en el camino, era un asno asustado que todavía corría a perderse por el campo. La noche era clara y el bus, como un paquidermo tumbado, aún tenía sus ruedas girando, mientras diferentes líquidos, vapores y humos emergían de él.
Algunos sobrevivientes ya se habían puesto de pie y otros se desplazaban a gatas o cómo podían entre los demás pasajeros y totalmente a oscuras. Varios haces de linternas se dejaban ver entre los quejidos y ayes. Cuando los más enteros habían logrado salir por las ventanas y estaban tratando de sacar a otros, llegó una caravana llena de luces y sirenas a prestar ayuda. Con presteza, subieron a las ambulancias todos los cuerpos vivos y muertos. Siguiendo mis despojos viajé lo que restaba del viaje hasta un enorme hospital que no acertaba a identificar. Allí me clasificaron y colocaron con los demás fenecidos en una sala para su identificación. Chano parecía dormir en una camilla, por lo que me esperancé que intentara comunicarse conmigo. No tardó mucho. Lo vi ante mí con su antiguo aspecto.
“Vine a hacerte una oferta” me dijo, “como es claro que tienes mucho que hacer aún en este mundo, y tu envoltura terrícola no está operacional, más bien destruida, podrías usar el cuerpo de Gerardo”. Me sorprendió, no pensaba que estuviera dispuesto a vagar nuevamente por el espacio. “Puede que sea tiempo que me vaya, tal vez me transforme en un espíritu maldito o en un ángel, anda tú a saber”. Le dije que no lo había creído capaz de renunciar a su envolvente raptada, que los efectos simples que detectan los sentidos son irremplazables, que la acción de transformar la realidad la puede realizar un ser vivo solamente, que los placeres se sienten con el cuerpo y todas las demás virtudes que provienen de estar con los pies en este mundo. Me contestó que tenía el anhelo de experimentar, de volar sobre los demás y saber todo lo que se pueda a través de su condición de espíritu. A pesar de sus explicaciones entendí que hacía un sacrificio supremo al regalarme una nueva oportunidad.
Me contó que esta situación tan extraña no es frecuente, y más, nunca vio alguna similar en todo el ámbito de las ánimas. Le dije entonces que era posible que no volviera a tener otra oportunidad de ocupar un contenedor orgánico como el que había hallado. Se quedó en silencio un momento y me dijo, “Acéptalo, hermano, tú lo necesitas más que yo ahora”
Como Chano lo había hecho, me sumí en el cuerpo de Gerardo Huechupureo con facilidad. Abrí los ojos y asumí las deformidades del nuevo organismo pensando en los siguientes movimientos que me tocaría efectuar. La indicaciones de Chano fueron valiosas, cometí pocos errores pues al parecer las diferentes partes de ese organismo tenían memoria propia, entonces pude sentarme en la camilla y llamar a una enfermera.
Yo mismo llamé a mi familia, retiré los documentos y acomodé el cuerpo. Me hice cargo hasta el funeral. Allí, mis padres y unos pocos amigos caminaban detrás del féretro seguidos por el ruidoso séquito de danzantes. Las sensaciones raras y encontradas me colmaron, veía muestras de dolor en quiénes no lo habría supuesto e indiferencia y aburrimiento de quiénes esperaba mucho más. Mariela aún no se levantaba de su cama pero su madre asistió con su indefinible expresión de siempre. Caminar me resultaba una tortura y levantar la cabeza para observar en forma sostenida no me era posible, así que ahí entendí el oscilamiento vertical de mi cráneo que alguna vez vi en otros impedidos.
Volví a la misma habitación en casa de Chano, a su mismo trabajo y a sus posibilidades de estudiar. Desde ahí traté de relacionarme con Mariela. Fui a su casa pero su madre no comprendió jamás lo que le decía, me cortaba el paso con firmeza al principio y con amenazas luego de un tiempo. Me tuve que alejar tristemente, mi inferioridad física era atrozmente marginadora y ser un desperdicio era una idea nueva y horrible que iba llenando mi cerebro. Ni siquiera sería amigo de mi más grande amor. Indagué con todo mi corazón lo bueno que podía haber en mi actual vida.
Efectivamente tenía una gran memoria. Podía recordar infinidad de detalles de las rutas diarias. Número de peldaños, agujeros en la acera, soleras altas, porteros insensibles que me echarían de los rellanos, numeración y destino de todos los microbuses y etc. Además podía presentir a personas y cualquier objeto movible a mis espaldas, debido a mi dificultad para mover la cabeza y fijar la vista. También mi mano derecha tenía una extraordinaria fuerza con el hábito de la muleta, junto con una excelente motricidad que me permitía manejar celulares y calculadoras con rapidez.
Las dificultades eran infinitas. Desde vestirme y asearme hasta sentarme y alcanzar los bordes de mesas siempre demasiado altas. La fatiga era casi constante en toda actividad. Caminar, subir escalones, andar en microbús, elevar el brazo para afirmarme, llevar bolsos y sobretodo atravesar la calle. Ahora, la memoria residente en todos mis miembros no dejaba de darme sorpresas constantemente. De algún modo superaba los obstáculos con rapidez. Lo que era irresolvible para mí segundos antes, lo zanjaba usando mis atrofiados miembros en poco rato. Así fue al amarrar los cordones de mis zapatos, no atinaba aún a pensar, cuando un pie se subió prácticamente solo hasta mi boca, mordí un extremo del cordón con los dientes y la mano hábil hizo el nudo.
Me acerqué al grupo de baile que me aceptó inmediatamente. Lo busqué luego de entender que Mariela sanaría y sería feliz sin mi concurso. Se podía llegar allí sin temor a rechazo, y me daría qué hacer. Los serví con empeño, no podía bailar ni llevar el estandarte, pero mi resistencia me facilitaba transportar termos con café o refrescos para sus salidas largas. Justino valoró lo que podía hacer y me animó a llevarle las cuentas de su supermercado. Era sencillo, y sobretodo que no podría exigir un gran salario, lo que le alegró sobremanera.
La existencia se me iba ordenando fluidamente si asumía mi condición, aunque la rebeldía me invadía al extrañar mis antiguas cualidades físicas. Lo peor era que no sabría de Mariela, porque Gerardo era especialmente dotado en el tema sexual y debía contenerme con sufrimiento. Al perder todos mis objetivos anteriores y adoptar los modestos fines de un inválido, el pensamiento de abandonar el cuerpo de Gerardo me empezó a invadir. Me acostumbré a dejarlo dormido y mover mi alma con entera libertad. Así veía a Chano quién me enseñaba nuevas capacidades de un ente espiritual. Sin embargo, la falta de sentido de mi existencia me deprimía, comparada con mi vida anterior.
Cómo llegué a comprender la razón de mi vida, la posible meta y la necesidad de no abandonar este cuerpo fue en un paradero de microbús una tarde cualquiera en que me dirigía a la sede del grupo de baile.
Aún persistían en mí reflejos de mi vida anterior que me llevaban a cometer errores. Pensaba que podía dar grandes zancadas, saltar, correr, alcanzar alturas sobre mi cabeza y otras falacias. Aquella vez, esperando un microbús, me adelanté con mayor brusquedad que lo posible según mi estado. Al introducirme en el tropel de gente que estaba subiendo al vehículo, recibí un empujón que me desestabilizó y me envió de espaldas al suelo. El choque de la joroba fue doloroso y mi cabeza perdió su solidez y se me fue hacia atrás presionando la garganta. Al siguiente instante me estaba asfixiando y sólo atinaba a manotear con el brazo hábil. Introduje como pude la mano bajo mi nuca y devolví la cabeza a su posición normal, recuperando con esa acción el aliento. Ponerme de pie ya era otra cosa. Debía volverme hasta quedar de bruces y así iniciar otro capítulo. Algunas personas empezaron a observar que no me era posible pararme y se acercaron a ayudarme. Pronto varias manos me colocaron en posición vertical, con lo que así mi muleta y me apoyé dispuesto a esperar el bus siguiente. Pero el microbús anterior no se había ido. Con la puerta abierta ese chofer me esperó con paciencia. Apoyándome en varios pasajeros subí y pasé sin pagar como lo hacía normalmente.
Me derrumbé en el asiento destinado a los minusválidos y el deseo de abandonar la lucha y escapar al espacio me hizo incluso pensar en que este cuerpo podría ser encontrado en cualquier parte sin despertar suspicacias.
Sin embargo vislumbré que un enano jorobado y hemiparésico constituía un desafío para los normales.
Constantemente era objeto de pronunciamientos por parte de los que me observaban, o me ignoraban o me ayudaban. Las burlas eran escasas, la Teletón, esfuerzo televisivo de años para financiar hospitales de discapacitados, había influenciado notablemente a los televidentes así que poco debía temer de esa lacra. Un ser como yo era un acicate para los espíritus, era capaz de sacarle algo bueno a las personas y me daba una gran cancha para manejar las situaciones. No por nada tenía trabajo y casa. Aunque las expectativas de vida eran escasas, morí de 32 y ahora tenía 43 según el carnet de Gerardo, puesto que mi frágil constitución no me protegía mucho, decidí esperar y seguir con esta bizarra existencia. Tal vez tenía las herramientas para transformar a la gente. Una gran montaña se me puso delante y decidí subirla. En eso reflexionaba cuando escuché una acompasada banda que tocaba ritmos nortinos. Me bajé a ocupar mi lugar, me estaban esperando.
Hermosa historia, eres muy grande narrando. Te quiero mucho papi.
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