01110 - El templo del Budha
Espero que la cordura de ella le impida ver lo que veo. Eso es lo bueno de los puentes, puedes tomar fotos un domingo (con las calles vacías y las plazas sin gente), pero tienes todo el día para verlas, analizarlas y armar un vínculo con tus terrores, en lugar de dejarlos pasar porque mañana hay clases, pero no, puedes quedarte, sentirte pequeño y miserable porque es un sábado y tienes toda la noche para hacerlo. Es como sábado y domingo el mismo día.
El miedo freudiano más poderoso es sentirse pequeño, pero es un miedo bueno. Dicen que las películas de terror son un método muy práctico y cómodo de cuidar la salud cardiovascular y el estrés; en términos prácticos, el salir de la sala de cine después de ver una película de terror es el equivalente sintético de ver caer diez toneladas de carne de mamut ante tus ojos y exhalar de alegría al saber que no morirás aplastado y vivirás dos semanas más sin cazar en medio del gélido norte del planeta, el cerebro produce todas esas substancias que aceleran el corazón y después lo tranquilizan, como con un suave caramelo. Claro que, como lo habíamos explicado antes con las cosas hechas en serie, las cosas hoy en día no son lo que dicen ser, sino cosas lo suficientemente similares a lo que pretenden ser. A diferencia de esos sentimientos, este no simplemente pretendía ser natural, era más que eso, esto fue un sentimiento verdaderamente natural, excitante; aunque en ese momento no lloré, recordarlo me estremece al punto del llanto, fue como tomar una soda italiana en Atlanta en 1920; como asistir al último concierto de Daft Punk, como beber una cerveza con los egipcios y luego otra con Colmillo Azul, y después otra con María Asunción Aramburuzabala Larregui; sí, y todas con sed. Sed salada. Y es como ver a un mamut caer muerto a tus pies. Todo al mismo tiempo.
Ese día no teníamos ningún plan, parecía que llovería y ninguno de los dos queríamos beber (demasiado); cargué mi cámara porque siempre la cargo, y pasamos a wal*mart a comprar burbujas porque ella quería hacer burbujas; compramos dos vodkas de coctel preparados en medias y una cerveza china de importación, seductoramente distribuida en una presentación relativamente económica si se piensa que es importada, y en una fantástica botella en forma de Budha, una escultura del capitalismo salvaje en verde oscuro, con esa sonrisa tan amplia y esa barriga tan redonda.
Como era domingo de puente, decidimos tomar fotos; fuimos a un edificio abandonado, relativamente cerca del wal*mart. Víctima de la crisis del 2008, yacía ese palacio dormido, esqueleto puro tatuado en grafitis, entre la maleza de flores y césped. Si pudiera ser más esfecífico, diría que parecía estar entre unas enormes mandíbulas de flores y césped que le devorarían en cualquier momento y ya empezaban a moverse.
Bebimos muchas fotos y capturamos algunas botellas; entre ellas, la botella del Budha. El tiempo que pasamos fotografiando la fachada fue incluso divertido. Antes de la entrada se hallaban unas torretas de hierro; tal vez solo el soporte para una fachada de cristal, tal vez la desnuda base para una fachada de cantera, tal vez solo un montón de fierros que alguien dejó tirados por ahí. La minimalista pieza de bosque que emulaba una serie de pilares antes de entrar, despertaron nuestros instintos homínidos; fotografiarnos trepando, tal vez no con la gracia de un mono, pero sí con la de un yeti (tal vez un yeti un poco ebrio), fue tan especial que decidimos llegar trepando al tercer piso, ya que el edificio ni siquiera tenía escaleras.
Trepar fue difícil, pero evidentemente hermoso; no me extrañó que ella fuera la de la idea, después de todo, ¿cada cuánto puede recordarme lo bella que es? Lo llamó la fiesta de las arañas. Fue la portada en todos los periódicos de mi mente.
Trepar no fue fácil, pero de alguna forma esa botella desprendía una buena vibra que me hacía seguir sin darle paso al miedo. Cuando pusimos un pie en el suelo, todo el edificio se estremeció; sonó como el chillido de un ser extraterrestre, con sonidos insectoides pero inteligibles. El piso no tenía aún una plataforma de concreto, era solo lámina opaca con oxidados tornillos.
—¿No hay escaleras?
—No.
—Bueno, pero alguien debió subir aquí para atornillar esto. ¿o creés que lo hayan atornillado en la factoría y lo hayan puesto con una grúa?
—Posiblemente.
—Crees que el piso nos soporte.
—Sí— miré a mi alrededor— soportó a los autores de todos estos grafitis.
Mientras caminábamos por sitios estratégicos del palacio desnudo, encontramos una que otra basura (vieja, eso sí) y mensajes escritos en las vigas -algunos fechados-, muestra de que el edificio había tenido algunos visitantes, pero tan escasos y lejanos en el tiempo uno de otro, que llegaban a parecer pocos en el enorme edificio.
Ella temía caminar por la lámina sin concreto, así que le dije que solo me siguiera. Procuré caminar por sobre los remaches. No supe en qué momento ella fue la que me empezó a guiar a mí; hubo un momento en el que los dos simplemente caminábamos.
—¿Qué dices, Budha?
—¿Mande?
—Estoy hablando con mi botella. ¿Sí, Budha?, ¿quieres ser el ídolo de este palacio? Pues no, te irás a casa conmigo.
Mientras nos acercábamos al hueco del centro para ver el jardín desde arriba, llegué a sentir tanta empatía por mi botella en forma de Budha que empecé a hablarle, creí que eso le molestaba, por eso dejé de hacerlo, pero en serio creo que, si hubiera seguido, él de verdad me hubiera contestado.
—Eres un niñote— me decía ella con una mezcla de cariño e impaciencia.
Supongo que de no haberlo visto no hubiéramos bajado; ese brillante jardín interior, dorado por el pasto seco y con un árbol moribundo que recordaba a la vieja sabana africana, pero encerrado en una muralla, un edificio que adolece de piel y es más una prisión que un marco para tan luminaria belleza. Si no lo hubiéramos visto, no hubiéramos bajado al sótano del edificio.
—¿Saltamos? Míralo, un bosque de plantas frustradas.
—¿Segura?
—Vamos, no está muy alto, seguramente caeremos bien; además el pasto está muy crecido.
—No es eso. Me preocupa que no se pueda salir del jardín.
Le señalé la muralla del jardín y le hice notar que no tenía grafitis y, por lo tanto, no tenía garantía de tener un camino de llegada (o, en nuestro caso, de salida).
Antes de bajar, encontramos un par de alas (posiblemente de paloma) con huesos de la espalda pelados. Ella la vio con asco; yo hice todo lo posible por no hacer evidente que mi rostro era de terror. Me preguntó sobre algo natural que sirviera de origen para esa postal y, aunque busqué en una lista de depredadores que hicieran eso, no logré darle otra explicación que un ritual de una mente primitiva y desubicada (y, muy posiblemente, intoxicada).
¿Necesito recordar que no tenía escaleras el edificio? Entramos por la tubería; el sótano estaba bien iluminado. En general, las tuberías expuestas dan mucha luz desde el exterior, además parece ser que el jardín interior estaba diseñado para dejar entrar luz a todo el edificio, incluyendo el sótano, aunque muy reducidamente. El sótano del edificio era, pues, un circuito con una iluminación patrocinada por las tuberías y un enorme ventanal (sin ventanas) cilíndrico al centro que permitiría ver el jardín (desde abajo, naturalmente). Era, si deseamos sentirnos más civilizados, una galería de arte urbano accidentado con iluminación natural y sin ninguna restricción de tacto con las obras (no es que quisiéramos tocarlas, pero no deja de escucharse como un privilegio).
Los baños eran naturalmente los lugares que más llamaban la atención o, mejor dicho, los lugares donde el edificio, de estar terminado, tendría sus baños. Con una especie de mimi aljibe y muchas tuberías expuestas cayendo desde el techo, es un lugar con agua y luz, es algo así como una especie de manantial romántico después de una borrachera; también era el lugar donde los más experimentados muralistas de nuestra tubería, perdón, de nuestra galería, habían decidido colocar sus obras para que relucieran más. Por instinto, empecé a fotografiar el manantial; ella comenzó a hacer burbujas…y fue imposible no enamorarse de la escena. Traté de fotografiar una historia, desde los labios rojos de ella hasta la fría muerte de las burbujas en el agua. Cuando miré el fondo del manantial, no pude evitar notar un patrón, una especie de flor minimalista, verde con negro, en un rectángulo. Fotografié el fondo con la esperanza de que, en mi casa y con calma, pudiera reconocer mejor el objeto y así descubrir si era el retrato abstracto de alguna malagradecida amante de un pintor dramático, o basura, basura revuelta con lama y plantas de la Ciénega artificial estancada.
—¿Ya viste lo que hay aquí debajo?
—Shhhh— me silenció ella y dijo en voz baja— …escucha…
Las burbujas, al reventarse, rompían una especie de película gelatinosa muy delgada en la superficie del agua, tal vez residuos de las pinturas en aerosol. El efecto sónico del fenómeno resultaba en un instrumento musical muy discreto, con un ritmo accidentado pero no aleatorio (como si fuesen pasos húmedos y lentos), y la melodía que tocaba merecía un brindis con una botella en forma de Budha.
Además de un mural de una mujer pulpo (fascinante, por cierto) , unas cuantas latas perforadas reveladoras y tres condones, no encontramos nada muy interesante. Al parecer no era un lugar tan interesante para tomar fotos, el lugar tenía más mito que mitología. Por lo menos los mitos cobran fuerza. Empezaba a oscurecer y, como es común en septiembre*, la noche llegaba rápido y le acompañaba la lluvia.
—¿Viste la pintura que estaba al fondo del pozo?
— le pregunté a ella mientras miraba por última vez el edificio antes de darle la espalda.
—¿Una roca?
—No, una composición.
—¿Algo petroglifo?
—No, una pintura, en un óleo, o una hoja de papel.
—¿Arrojada?, ¿ahí?
—Sí, mira—le mostré la cámara reproduciendo una foto en la que se veía ella soplando sus burbujas y, al fondo, en la turbulenta profundidad, el lienzo claro; la fotografía no es tan clara como para distinguir de qué se trata, pero es armónico, estético y hasta cierto punto artístico, bien podría ser la caja de una pizza curiosamente arrugada.
—¿Quieres volver para verla?
—No, tal vez empiece a llover.
Regresemos a casa rápido. Además hace rato sentí una vibra medio extraña– ella siguió caminando, pero yo no.
Me quedé viendo la entrada de la tubería unos segundos; parecía que algo se movía desde el interior del sótano; alguien, más bien. Traté de poner atención a su rostro, era una especie de flor minimalista verde.
—¿Vienes?—me llamó ella a la distancia.
Todo pasó tan rápido que tal vez no me di cuenta de que sentí miedo, o tal vez no vi nada realmente, tal vez todo lo inventé al ver lo que acabo de ver, y creo que de verdad lo vi.
Cuando ella me pidió la foto, no quise enviársela sin advertirle antes que, cuando subí el brillo en la foto del pulpo, pude ver, detrás de ella, asomándose por una esquina, una criatura reptiliana.
Le regalé la botella a mi cuñado; quiero que los proteja a él, a mi hermana y su bebé. Y es como ver a un mamut caer muerto a tus pies…pero se sigue moviendo. Sentirse pequeño porque decidiste tomar fotos un domingo de puente…
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Jajajja interesante titulo