Lo primero que vio cuando entró a la estancia fue la puerta clausurada por cadena y candado. Había algo en esa habitación que lo atraía y lo llenaba de ansiedad. De inmediato, José Enrique le preguntó a su madre el por qué de ese bloqueo. Mariela solo le respondió que era un depósito de herramientas y se alejó con sus secretos ante la intención de su hijo de hacer más preguntas.
La ansiedad creció. José Enrique se quedó parado con sus ojos inquietos frente a la puerta de dos hojas, azul, despintada, alta y con telarañas. Y eso era lo más raro, porque toda la casa había sido aseada por una muchacha que contrataron unos días antes de su llegada.
A los Hernández les costó conseguir la casa de la tía abuela Radegunda en aquel pueblo perdido de los andes venezolanos. Mariela, que todas las vacaciones las pasó allí e incluso por cosas del destino dio a luz a su único hijo, no recordaba nada del pueblo. Cuando finalmente llegaron, ya el sol se ocultaba.
—En esta casa naciste tú —le dijo cerca del oído a su hijo tomándolo por los hombros frente a la imponente fachada.
Es una casa vieja y quejumbrosa, pero que en sus buenos años parecía un hotel cinco estrellas, con amplias habitaciones y la atención de la tía Radegunda, que preparaba un quesillo inigualable.
Mariela sabía por qué esa habitación estaba cerrada desde hace casi 9 años, la misma edad de José Enrique, su hijo, nacido en esas cuatro paredes que ahora él quiere explorar. Desde esa época triste y oscura no había querido volver, pero sintió que era hora de superar traumas. Ella estaba tranquila y orgullosa de eso, aunque le costaba hacer ver que no le daba importancia a una puerta clausurada.
Parece que la niebla vive dentro de la casa. Esa tarde cerraron puertas y ventanas, pero adentro invadía cada espacio, sobre todo alrededor de la puerta clausurada, frente a la que se quedó parado José Enrique.
Hacía lentos círculos con la punta de su dedo pulgar en la punta del dedo medio de su mano izquierda. Expectante, como si estuviera seguro que algo pasaría. Así estuvo unos minutos, absorto.
Mientras sus padres y tíos organizaban habitaciones y cocina, José Enrique aprovechó para acercarse a la puerta. Primero tocó el candado y verificó que estaba cerrado y que la cadena era fuerte. Con su pequeña mano la empujó, acercando su cara para ver por la rendija, pero no lo logró. Como si hubiera una persona del otro lado, de un solo golpe, la puerta volvió a su posición original.
Dos pasos atrás. Los círculos de los dedos se hacen más rápido.
Uno. Dos. Tres toques seguidos por una pausa muy corta. José Enrique ya no lo pensó más y corrió.
Su madre escuchó los mismos tres golpes secos a una superficie de madera en la cocina. No halló el origen pero sí descubrió a José Enrique agitado en la puerta de la cocina y ella, con la mano en la cintura, le recriminó.
—¿Qué pasó?
—La puerta —José Enrique casi no podía hablar.
—Es solo tu imaginación, hijo.
—Pero, mami —jadeó—. Ahí adentro hay alguien.
Mariela, ni flaca ni gorda y con la fortaleza aparente de la familia, estuvo a punto de doblegarse. Pestañeó rápido, se recompuso y siguió organizando víveres para una semana en los gabinetes de madera. Y recordándole lo mismo que cuando venían en el carro: “La casa de tía Radegunda es vieja, tiene sonidos y cosas raras como las casas viejas”.
El tío Jesús entró a la cocina y José Enrique le contó lo que acababa de experimentar. Flaco, alto y siempre sonriente, aunque no tiene una bonita dentadura, Jesús se lo llevó de la mano a la estancia, escuchándolo con mucha atención y guiñando el ojo a su hermana.
Frente a la puerta, el tío Jesús le demostró que no había nada de qué preocuparse. Tocó y esperó que alguien respondiera. Silencio. Empujó la puerta y miró por la rendija. Solo se veía un espejo, en cuyo reflejo podía verse un escaparate viejo con sus puertas cerradas.
Lo animó a acercarse a mirar. Lo hizo con confianza, pero a diferencia de su tío, José Enrique vio en el reflejo del espejo que una de las puertas del viejo escaparate estaba abierta. Ni él supo que su tío la vio cerrada ni su tío supo que él la vio abierta.
José Enrique despertó en el suelo. Aunque estaba oscuro y lleno de neblina e insoportablemente silencioso, no tardó descubrir dónde estaba: Al pie de la puerta clausurada.
Trató de contener la respiración, se dijo que debía ser valiente pero pronto sus dedos se rozaban haciendo círculos. El índice contra el pulgar y el pulgar contra el índice.
Una luz se colaba desde adentro por la rendija de la puerta y la curiosidad lo venció. Ya casi descifraba formas en la penumbra cuando escuchó algo. Era casi inaudible, como un crujir de la madera vieja. Afinó el oído y creyó entenderlo, pero no fue así.
—Tres.
Era un susurro de una niña, que también reía a lo lejos. Volteó lentamente, esperando ver un fantasma, pero no había nadie.
Intentó preguntar.
—¿Quién est…
Un golpe detrás de la puerta sacudió la cadena y el candado.
Su madre ya se había levantado y doblaba sábanas y cobijas cuando de un brinco José Enrique despertó.
—¿Te desperté, mi niño? —preguntó con dulzura, acercándose a la cama—. Puedes dormir un poco más, aún no hacemos el desayuno.
Se dio cuenta que estaba asustado, el tenor de su rostro cambió de dulce a recriminatorio y le pidió que disfrutara esos días fuera de la rutina. Y volvió a hablarle con ternura.
—¿Fue una pesadilla?
Él asintió con la cabeza.
—Te haré dos sándwiches de queso como te gustan para que se te pase todo.
Solo salir de la casa le cambió el semblante a José Enrique, pero su madre no lo notó. Pasearon por el pueblo durante toda la mañana. Fueron a la plaza, a una laguna cercana y finalmente al mercado. Allí su madre encontró a una vieja amiga, a la que le costó reconocer.
—Este es mi hijo, José Enrique —lo presentó Mariela, con una sonrisa fingida.
La mujer escrudiñó cada facción en la cara de José Enrique, tanto que fue incómodo para ambos. Entonces se acercó a Mariela con la actitud de quien cuenta un secreto. José Enrique no escuchaba, pero la transición de curiosidad a preocupación en el rostro de su madre lo pusieron nervioso y sus dedos comenzaron a rozarse en círculos infinitos.
Al volver a la casa la puerta azul estaba abierta. José Enrique experimentó más ansiedad, sus dedos se movían y el corazón se le salía. El tío Jesús y su padre habían conseguido la llave mientras buscaban herramientas.
Mariela entró con él agarrado de la mano derecha. Estaba el espejo, y el escaparate envejecido con sus puertas cerradas, dos camas, una poltrona de flores violetas desgastadas, una cuna y otros muebles llenos de polvo y envueltos en niebla. Fue una gran prueba para ella. Allí dio a luz a José Enrique, unas pocas horas después que Milagros, la muchacha que acompañaba a la tía Radegunda, también parió. Pero el niño no tuvo la suerte de José Enrique, y murió un par de horas después.
Aquel día fue confuso para Mariela. Su parto se adelantó varias semanas y el trabajo duró más de lo normal. Pudo escuchar al niño de Milagros llorar apenas llegó al mundo. Pero el nacimiento de José Enrique se complicaba y la matrona, cansada, ya no tenía la fuerza que necesitaba. Mariela se desmayó poco antes de nacer su primogénito.
Cuando despertó la tía Radegunda estaba sentada en una poltrona al lado de la cama. Imponente, de presencia voluminosa y rostro siempre duro, la doña sacó al bebé de la cuna y se lo puso en el pecho.
—Amamántalo —dijo con una pequeña sonrisa—. Este es tu hijo.
José Enrique despertó nuevamente en el suelo, pero esta vez del lado de adentro de la habitación clausurada. Todo estaba iluminado como si no fuera de noche. Todo muy limpio y nuevo, contrario a lo que había visto unas horas antes de dormir. Pero la neblina se mantenía.
Las camas estaban vestidas con sábanas blancas y limpias, a la poltrona se le detallaban las flores violetas sobre el fondo beige. El escaparate era nuevo, con sus puertas cerradas.
José Enrique caminó hacia la cuna, pues el móvil sobre ella era lo único que parecía funcionar. Cuando vio la forma de un bebé adentro, lo sorprendió la voz.
—Tres.
El susurro se había aclarado. Se detuvo en seco y tras él escuchó las visagras del escaparate rechinar.
—Tres.
Esta vez era la voz de una mujer.
—Tres. Volvió el que se fue.
Entonces escuchó que alguien movió el candado de la puerta, al otro lado y empujaba la puerta hacia adentro. Corrió hacia ella y la golpeó con fuerza.
Su madre ya se había levantado y doblaba sábanas y cobijas cuando de un brinco José Enrique despertó.
—¿Te desperté, mi niño? —preguntó con dulzura, acercándose a la cama—. Puedes dormir un poco más, aun no hacemos el desayuno.
Que su madre estuviera en la misma acción y le dijera exactamente lo mismo que el día anterior exaltó a José Enrique. Sus dedos ya hacían círculos infinitos. Ella lo notó.
—¿Fue una pesadilla?
Él asintió con la cabeza.
—Te haré dos sándwiches de queso como te gustan para que se te pase todo.
El día transcurrió igual al anterior. El paseo por el pueblo, la laguna en las afueras, la mujer misteriosa en el mercado, la neblina por todas partes, la puerta azul abierta al regresar a la casa. Algo había cambiado: esta vez el escaparate estaba abierto.
Intentó asomarse, pero su padre lo cerró apenas le descubrió la curiosidad. El tío Jesús tenía un sobre amarillento en sus manos.
—Correo del más allá —bromeó cuando se lo entregó a Mariela—. Es una carta para ti de la tía Radegunda.
Mariela casi se desmaya.
—Terminen lo que están haciendo y salgan pronto de esta habitación —dijo seria, arrastrando con ella a José Enrique—. Y la cierran como estaba.
Cuando ya todos dormían, Mariela decidió leer la carta. Sus lágrimas fluían como un río por sus mejillas y caían en el envejecido papel. Negaba con la cabeza y murmuraba un no tras otro sin cesar.
Creía que tenía secretos, pero los de su tía Radegunda eran más profundos y oscuros. Miró a José Enrique que dormía tranquilo en el otro extremo de la amplia habitación. Tomó una decisión: se irían justo al amanecer.
José Enrique estaba frente a la puerta, sin cadena ni candado. La abrió y todo era claro, limpio y despejado, sin neblina. La puerta del escaparate estaba abierta. Sus dedos estaban quietos.
—Tres.
Se oyó el susurro con un leve eco que venía del escaparate. José Enrique caminó hacia allá, como si alguien lo guiara
—Tres.
José Enrique se detuvo frente al armario, respiró profundo y entró.
—Tres. Ahora no lo ves.
Con esa frase despertó Mariela, exaltada. José Enrique no estaba en su cama.
Debo reconocer que al principio estaba algo monótono, pero poco a poco me entro el suspenso que querías transmitir, me agrado mucho la historia
Gracias, @austros. Sí, al principio hay muhas claves tradicionales del suspenso, pero los vi necesario para tener el final abrupto que buscaba. Excelente que te haya gustado.
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