El mejor día de su vida llegó cuando la prima se mudó a su casa durante las vacaciones. No podía creer que, después de vivir ocho años en una casa llena de adultos, al fin tendría una niña con quien jugar. Marcela era un par de años mayor que ella, pero desde que tenía uso de razón era su prima favorita: lo que la prima Marce decía, era ley. Ahora sólo rezaba para que no tuviese que irse de su casa jamás.
Pasaban mucho tiempo retozando. Era lo divertido de la constante ausencia de los adultos: la casa entera se convertía en su reino. Las camas eran trampolines, las poncheras eran piscinas y las reinas eran Marcela y ella. Entre tantos cuartos vacíos el espacio se quedaba corto para el tamaño de su complicidad. Su juego favorito era el de la familia. El cuarto que ahora compartía con Marcela era la casa; el de sus padres, la oficina; la cocina era la universidad. Ella se quedaba en casa o iba a clases mientras su marido Marce iba al trabajo. Atendía a los niños y esperaba que llegase su esposo de cabello rojo y rizado para preparar la cena y mandar a los infantes a dormir.
Después de la agotadora jornada de trabajo, que consumía aproximadamente unos ocho minutos, llegaba la hora de ir a la cama. Se metían debajo de la cobija de mariposas verdes y Marce le bajaba las pantaleticas de algodón, se quitaba las suyas y se acostaba sobre ella. Era el momento que más esperaba, en el que Marcela se balanceaba sobre su cuerpo como hacían en las películas del canal 61 que su mamá le encontró viendo una noche.
«Así no es, Marce, los besos no son para llenarse toda la cara de saliva. Tienes que meter la lengua».
«Tú no sabes nada, además yo soy el papá y soy mayor».
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Marcela siempre era el papá. Era esa condición cautivadora, una especie de líder nato, lo que la hacía la indicada para el papel, aunque la elección fuese inconsciente. No había intercambio de palabras, nunca se hablaba al respecto. La cobija era el espacio seguro, afuera de esa burbuja no había espacio ni siquiera para las miradas cómplices.
¿Y si las descubrían? No sabía qué podía hacer su mamá porque si Marce se metió en problemas por ver la película, se imaginó que imitarla debía ser peor. El terror se apoderaba de sus flacuchas piernitas llenas de picaduras de mosquitos y las hacía temblar cada noche de sólo pensarlo. Pero no quería deshacerse del hormigueo que sentía entre las piernas cuando Marcela se acostaba sobre ella, ni del olor extraño que le dejaba su saliva en la cara o el de su cabello recién mojado, que olía a almendras y vainilla. Cuando lograba acostarse por unos segundos sobre su pecho, se sentía acompañada por el tucún tucún de su corazón. Le gustaba creer que sonaba de una forma particular cuando se le acercaba.
La necesitaba. Buscaba cualquier excusa para jugar a la familia. «Qué aburrido, yo quiero jugar a las modelos». Y no entendía cómo hacía Marcela para no querer jugar siempre a la mamá y el papá, pero le seguía la corriente un rato. Temía que Marcela se aburriera de ella y no quisiera jugar a la familia más nunca, casi tanto como el temor que le generaba que se mudara. A veces discutía porque quería ser la mamá o uno de los hermanitos, pero ella necesitaba que fuese Marce y nadie más la que representara el papel más importante en el juego. Era alta, autoritaria, decidida, mayor. Era todo lo que creía que requería el que mandara en la familia, lo que nunca hubiese conocido si no fuera por Marcela.
¡Muy buena historia! ¡Saludos!
¡Muchísimas gracias! Un abrazo.
¡Guau! tremenda historia, quedé enganchada ya. Es arrecho lo POCO que se habla de este tipo de experiencias en voz alta o públicamente, cuando en realidad todxs las hemos tenido, esa es una vaina que me encanta de ti y de lo que haces, que no comes cuento con los estigmas y los tabúes. Súper pendiente de seguir leyendo esto.
¡Mi vida! Muchísimas gracias, hoy subo la siguiente parte, gracias de verdad por tus mensajes tan bellos. Sí bueno, sabes que parte de mi trabajo es justo ese, romper con todos los paradigmas jajajajaja. Gracias de pana.