Educar la sensibilidad concede sentido ético a la formación en y para la vida, absolutamente inseparables de la convivencia humana. Este tejido de relaciones creativas nos permite mirar e incluir a nuestros pares para crear intersubjetvidad, socialidad, actitud política y, sobre todo, elevar la espiritualidad como ámbito supremo de ejercitación.
La vida, como dice Toro (1993:16) necesita tomar conciencia de sí misma, con sus pulmones y arritmias, con sus latidos, con sus respiraciones y asfixias, “ no puede leerse, no se ve bien, sino con el corazón”. Por ello, la formación es la sinergia de la razón y de lo sensible.
La médula de este planteamiento despierta ámbitos sutiles, sensibles y susceptibles de nuestro vivir y de los procesos de educabilidad. De allí, la importancia de acercarnos a los modos culturales de vida de la comunidad, sus actividades espirituales y de valorar como el colectivo puede comprometerse con la vida.
Se trata de una educación transversada por la sensibilidad, que valore la subjetividad, las experiencias, la alteridad y la otredad, donde se consideren las singularidades epistemológicas de cada contexto y cada vivencia. La Educación no puede seguir reproduciendo las estructuras sociales. Es una oportunidad para hacer cambios en las relaciones de poder, donde los actores sociopolíticos, entremezclen sus luchas, ideales y utopías, creen juntos posibilidades esperanzadoras en pro de la transformación del nosotros.
Hablamos, pues, de un nosotros comunitario liberado, que respeta su propia identidad cultural, reconoce el trabajo del otro y rescata el “nosotros estamos” para resignificar la vida cotidiana, a partir de la elaboración y ejecución de proyectos de interés social. En consecuencia, nos fundamentamos en una relación ética de igualdad, respeto y responsabilidad para compartir vivencias, ideas y sentimientos.
Esto destaca la importancia de hacer partícipe a los actores sociocomunitario para que intercambien saberes y construyan nuevos conocimientos científico-populares. Se plantea aquí una relación ontológica-epistemológica inherente a sujetos reflexivos, críticos, creativos y actuantes, con mayor compromiso hacia su propia realidad. Este aspecto implica ser parte de un juego de intercambios, de una ecología de saberes comprometida con los principios y valores que rigen la acción social.
Se trata de un ejercicio de carácter dialógico que cuestiona las relaciones de poder entre conocimientos y, en su lugar, aboga por reconocer la diversidad epistemológica del mundo y promover los valores de justicia, la democracia y la solidaridad cognitiva.
Es importante destacar que para la ecología de los saberes la formación es “interconocimiento”, por lo cual va más allá del conocimiento científico (De Sousa: 2011,49). Además, considera importante revalorizar la naturaleza de los diferentes saberes que se ofrecen; jerarquizarlos en función del contexto, tomando en cuenta categorías, universos simbólicos, diferentes culturas occidentales, entre otros. Por eso, exige vigilancia epistemológica, formularse interrogantes acerca de la relación entre los saberes, distinguir sus límites, su incompatibilidad y, sobre todo, confrontar las perspectivas de los oprimidos para convertir sus configuraciones en prácticas de conocimientos.
Así, la ecología de saberes hace frente a la lógica de la monocultura, del rigor científico. Abre la posibilidad de una ecología más amplia, donde el saber científico pueda dialogar con el saber laico, popular, el saber de las poblaciones humanas, con el saber campesino, con el saber tradicional. Por tanto, señala que no hay ignorancia, pues toda ignorancia es ignorante de un cierto saber y todo saber es la superación de una ignorancia particular, es, en definitiva, un diálogo de saberes, incluidos los científicos.
Estas líneas, pretenden dejar de optimismo, esperanza y añoranza por un mundo y una formación distinta. Al plantear una transfiguración de la vida. Un clamor que devuelva día a día las ganas de vivir, donde se reivindique la corporeidad, y todo lo sensible, donde el ser tenga “libertad de su razón” y, de esta manera, él pueda iniciar un viaje a su corazón, buscando comprenderse y reconocerse en todas las ataduras que le impiden desarrollar su “voluntad de poder” y, luego, empoderado de ésta, pueda iluminar lo escondido en su interior.
Esta reflexión genera un sentimiento de libertad para no parecernos a los árboles que echan raíces en un lugar, como un buen día dijo Simón Rodríguez, “sino al viento, al agua, al sol, a todas esas cosas que marchan sin cesar”. En el contexto de esta danza de significados, y como último movimiento hermenéutico, se expresa el sentir de un nuevo modo de pulsar la educación de la sensibilidad.
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