Pasé la mayor parte de mi infancia acompañado por gatos, desde muy niño aprendí a apreciar el extraño andar y regresar de esos pequeños mamíferos de ojos misteriosos y orejas puntiagudas. Tal vez gracias a mi carácter silencioso y pausado he tenido la suerte de entablar relaciones bastante cercanas con algunos de ellos y sus costumbres, esa cercanía me ha permitido observarlos de cerca, siempre con la intención de conocerlos un poco mejor, hasta darme cuenta que los gatos no pertenecen completamente a este mundo. Continuamente se balancean sobre líneas perpendiculares que les permiten pasear a gusto entre dimensiones y colores sin tiempo, viviendo de tal forma, sus vidas misteriosas que sólo están medio conectadas a las nuestras.
He adquirido la costumbre de detenerme a pensar ¿A dónde van?, estando consciente que es una pregunta sin respuesta. Realmente encuentro divertido observarlos y crear conjeturas, como en este momento, que observo desde la calle 33 a un gato birmano postrado sobre el saliente de la ventana de un pequeño edificio verde y comienzo a sentir como su simple presencia hace desdoblar tan fácilmente la realidad que me rodeaba hasta hace unos instantes, sólo permanece él, en total quietud, mientras su mirada, aparentemente pérdida, parece atravesar cada rastro de materia que pueda estar delante de ella, como una constante prueba de la inconsistencia de un entorno aparentemente sólido.
Mientras comienzo a perderme en mis propios pensamientos me doy cuenta que el gato ha bajado de la ventana y le he perdido de vista. Lo imagino paseando por un pequeño cuarto dónde sus pisadas se vuelven etéreas y dibujan en el piso colores hasta desaparecer en un mar de éstos y abandonar, por unos instantes, nuestro mundo. Así continué mi camino, pensando en aquel gato birmano, hasta terminar sentado junto a una mesa en el bulevar de la ciudad dónde, mientras revolvía lentamente el azúcar de un café muy caliente, me di cuenta de un suceso muy extraño.
Mientras comenzaba a tomar mi café, levantaba la mirada para ver el paisaje urbano de las cinco y observar los rostros de las personas a mí alrededor. Me percaté de que a unas pocos metros de mí se escondía uno muy particular, justo a tres mesas de la mía se encontraba sentada una muchacha aparentemente normal, pero mientras la observaba no pude dejar de sentir que algo en su mirada no encajaba con el resto del paisaje. A pesar de que había mucho ruido junto a nuestras mesas y la cantidad de personas que se movía de un lado a otro era casi atormentante, su mirada parecía estar totalmente concentrada en algo muy importante, pero por más que yo miraba en esa dirección no encontraba que era lo que llamaba tanto su atención que incluso ignoraba el alboroto que la rodeaba. Luego de unos segundos giró su rostro hacía mí y pareció desvanecerse aquél halo de misterio que envolvía su mirada, pude notar, por la expresión que se dibujó en su cara, que el ruido comenzaba a molestarla y de un momento a otro, sin darme cuenta, desapareció.
Luego de unos largos minutos en el bulevar, esperando un viejo amigo que nunca llegó, decidí terminar mi café y regresar a casa. En el camino de vuelta, mientras pasaba nuevamente por la calle 33, dirigí una tímida mirada a aquél pequeño edificio verde con la intención de saber si aquel gato birmano había regresado de su paseo entre mundos. Pero lo que encontraron mis ojos en aquella ventana no se trataba del gato, sino que, con la misma mirada tan perdida como inteligente en su rostro, se encontraba la muchacha del bulevar, recostada, observando. Sin duda los gatos son seres misteriosos.
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