…Alimenta a los gatos.
Una mañana, la joven Agatha despertó en su estudio impelida por un tamborileo cardiaco. Estaba sudada y consciente de una sensación punzante en el vientre. Se tocó y no había sangre, dejó escapar un suspiro. El apuro de las tres de la mañana hizo caldear su mente en un intento desesperado de ordenar sus ideas, ¿y para qué, si en el contrato no rezaba nada sobre vestir con recato? Habría pensado, de no ser porque mordisqueaba distraída sus uñas, dejando huellas de sudor en la alcoba por donde caminaba, y cambiando ‘recato’ por ‘gato’. Gato. Gatos.
Los gatos. Debo alimentarlos.
Doraemon fue a echarse a un rincón, persiguiendo su cola y haciendo ceremonia previa al letargo; no lucía convencido y más bien se erguió todo, articulándose retráctil, la cola orientada en punta y el mentón sobre las dos patas delanteras, y tras un apoteósico cálculo gatuno, saltó sobre la mesa en la que había un tablero de ajedrez con las piezas desordenadas como una balada sangrienta del combate de la noche anterior.
Agatha se vio asediada por el entusiasmo de un reordenamiento milimétrico, colocando pieza por pieza. Blancas de un lado y negras del otro, siendo metódica con la orientación del hocico de los caballos y la centralización de los peones en sus respectivas casillas. Tan pronto como dejó de hacerlo, Doraemon tanteó con una patita curiosa, desconfiada pero decidida, ejecutando un torpe e4, y al otro lado Mozart le respondió, con el mismo entusiasmo felino, con e5. ¡Las visitas! Pronto llegarían para el almuerzo y donde fuera que mirara Agatha tenía la mano en los labios reprimiendo un resuello. Desorden malcriado.
Caballo f3 de Doraemon, caballo c6 de Mozart. Las cortinas estaban caídas de lado, mostrando de forma erótica la desnudez de las ventanas. Lápices sin clasificar sobre un escritorio replegable tirados a los pies de un dibujo que se había maquillado sombras matizadas con ellos, y ella, de puntillas, uno por uno y haciendo floreo con las manos, los devolvió al estuche. Y las ventanas ya no estaban en ánimos pornográficos.
Alfil d3, alfil c5. ¡Los adornos!, ¿Qué impresión tendrían las visitas además de llevarse un mal momento de estornudos? Con las manos extendidas como conteniendo un precario equilibrio, pedaleó hacia la pequeña alacena de un rincón, en donde deberían ir las legumbres y los cereales de su dieta, pues había sido usurpado por los utensilios de limpieza. Sacó el plumero y, de existir algún arte marcial de la limpieza, habrían hecho películas en su honor derrotando a Chuck Norris a sacudidas. Las volutas de polvo y pelo de gato chisporroteaban en torno a la amalgama de maniobras, que iban de aquí para allá, de allá para acá, luego una rápida estocada y un revés y un derecho. Enroque corto de Doraemon, caballo f6 de Mozart. ¡Caramba, el piso estaba hecho un asco! ¿Y las servilletas? No estaban en orden alfabético, ¡y era Junio! Miércoles de lasaña.
Sonó a su espalda un traqueteo del metal contra la madera, y cuando se dio la vuelta ya era muy tarde, la puerta se estaba abriendo. Y por ella asomaron varias cabezas curiosas. Los recién llegados, con un rictus de pánico, señalaron hacia Agatha. Y ésta se miró a sí misma, buscando en su haber alguna señal de escándalo y husmeando con el olfato en busca de algún tufillo. Se miró los pies, que permanecían en puntillas, aunque éstos en ningún momento habían tocado el piso. Se subió el camisón y palpó un objeto rígido transversal a su cuerpo. Era un cuchillo. Agatha no dejaba de sangrar, y entonces comprendió la situación:
Era imposible que dos gatos estuvieran jugando al ajedrez, y que uno de ellos, Doraemon, haya hecho un sacrificio de dama en octava para luego dar un jaque mate de la coz con caballo en séptima. Doraemon me hizo una seña con la pata, como queriendo espantar una mosca, e hice que mi amo escribiera:
Una mañana, Agatha despertó impelida por un tamborileo cardiaco, estaba sudada y consciente de una sensación punzante en el…
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