Bioy no era santo de mi devoción. Lo creía hijo de Borges. Chupando rueda. Escondiéndose entre las piernas del gigante.
Por esa razón me negaba a leer La invención de Morel. Había leído Diario de la guerra del cerdo, de hermoso título y poco jugo. Y tenía la desestimulante campanilla de las obras a dúo y bajo seudónimo poco feliz: Bustos Domecq, algo así como un cognac tetudo.
Como de costumbre (y como la paloma), me equivocaba. Para nada entretenido, Morel es, indudablemente, valioso en lenguaje y en ideas. Jugando entre lo inconciente y lo lógico, forcejea con el tiempo, la memoria, la individualidad. No atrapa, no. Pero sí desconcierta. Original y adelantado, si los hay.
Tal vez fue su veta tecnológica la que atrajo a Abrams. El pensamiento y la memoria vueltos mucho más que holograma. Un cine tridimensional y tangible de recuerdos humanos que se exhiben una y otra vez, reales físicamente pero tan muertos como el celuloide.
Cuando me contaron que Bioy era inspiración más o menos confesa de Lost, no lo quise creer. Tuve que poner mi mano en la llaga, y mi dedo en su costado. O al revés. Vi la foto, es decir.
Saywer lee a Bioy
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