Cuento | Tan valiente como pendejo

in #cervantes4 years ago

El llanto de los niños despertó a Lorenzo de su intento de descansar, y casi maldijo el día que Carlota, su mujer, le informó de su embarazo. Se levantó de su cama irritado, no había dormido bien. Tenía muchos días que no lograba conciliar el sueño.

Hacía ya dos años desde que había regresado de cumplir servicios en la frontera. El día que llegó a su casa, se encontró con una sorpresa. Carlota y él se vieron a los ojos. Lorenzo dijo:

—¿Quién coño te llenó a ti esa panza?
Carlota le respondió:
—¡Es obvio que tú! ¿Quién más iba a ser?

A Lorenzo no le cuadraban las cuentas: había durado quince meses sirviendo a más de ciento cincuenta kilómetros de Apoto, el pueblo donde había vivido toda su vida, y en todo ese tiempo no había tenido tiempo de ponerle la mano encima a su mujer. No lo hacía ni en sus sueños: ¡Carlota era tan fea como el regaño de un muerto! Fue por ello que no dudó de su palabra cuando le aseguró que era él el padre de los dos gemelos. ¿Quién más iba a tener ganas de echársele encima?

En esos dos años que pasaron, Lorenzo asumió su papel de progenitor y de madre sustituta, porque su mujer no tenía vocación para nada que no fuera ver televisión, quejarse del gobierno y chismear con sus vecinas. Era Lorenzo quien cambiaba los pañales de tela llenos de plasta a Miguel y Dariana, y quien les servía su alimento de avena en cada comida. Pero un día, unos amigos suyos lo invitaron a irse al monte: decían que allí había una bruja que sabía de cosas. Lorenzo estaba curioso, así que le dijo a su mujer:

—Carlota, no me esperes. Hazme el favor de hacer algo por tus hijos. Si llego a ver que tienen el culo sucio cuando regrese, te voy a echar un balde de agua fría del río. ¡Ya te lo advertí!

Luego de media tarde de recorrido en un jeep viejo que olía a hierba, Lorenzo llegó junto a sus amigos a la choza de la bruja. El lugar era oscuro como el silencio y pesado como el abandono. La mujer salió a recibirlos. Tenía los cabellos blancos como la inocencia, arrugas tan pronunciadas como dunas y un rostro muy hermoso. Les dijo:

—¡Vengan aquí, visitantes, hoy les leeré las cartas y no les cobraré ni medio!

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Fuente

Lorenzo y sus amigos llevaron guitarras, ron, plátanos fritos y café, y se reían entre todos con cada cosa que soltaba la bruja. A uno de ellos, la vieja le dijo:

—A ti te dará diabetes este año. Deja de comerle el dulce a tu vecina.

Y era curioso, porque aquel hombre le hacía el amor a la jovencita que vivía al frente de su casa. A otro amigo de Lorenzo le dijo:

—Deberías pagarles más a tus peones. Uno de ellos no te tiene aprecio, y tiene pensado tomar lo que es tuyo.

Ese muchacho no hizo caso a las palabras de la bruja. Un año más tarde, uno de sus trabajadores armó una treta para robarse todo un semestre de cosechas. Él se terminó suicidando.

Cuando Lorenzo se acercó a la bruja, ella le tomó las manos y lo miró. Lorenzo vio en la bruma de sus ojos viejos un remolino de malas noticias. Ella dijo:

—A ti te hicieron lo más duro, lo más deshonroso que pueden hacerle a un hombre honesto.

A Lorenzo comenzó a temblarle el corazón.

—¿Qué fue lo que me hicieron?

—Ni uno de esos muchachos salió de tu esperma. Te dijeron que dabas manzanas cuando tú eres un árbol de mangos. Y fuiste tan noble que lo creíste.

Todos en la choza se rieron. Lorenzo soltó lágrimas, pero no estaba triste. Sentía mucho alivio. La bruja tomó su baraja de cartas y las abrió como un abanico. Le dijo al pobre hombre:

—Toma dos cartas.

Lorenzo lo hizo. Salió diez de oro y uno de basto. La bruja sonrió:

—Muchacho, el sol brillará pronto para ti. Cuando seas tan valiente como lo fuiste de pendejo, encontrarás el amor en una rubia tan brillante como el oro. Y tendrás hijos que sí serán tuyos.

Un par de días después de esa revelación, Lorenzo se despertó de su intento de descansar porque los niños estaban llorando. No se había ido ni había reclamado aún, ¿quién se iría de su hogar solo por las palabras de una vieja? Esa noche meció a los bebés hasta que lograron entrar al reino de los sueños. Al terminar, fue hasta la habitación donde dormía Carlota —ya no lo hacían juntos—, y le gritó:

—¡Carlota, despierta, que quiero hablar contigo!

La fea mujer se levantó. Le preguntó:

—¿Qué te pasa, estás loco? No sé cómo se te ocurre perturbarme el sueño.

Lorenzo suspiró.

—Carlota, ¿esos bebés son míos?

La mujer se mantuvo en silencio por unos segundos. Se miró en el espejo mientras se acomodaba los rizos, y respondió:

—No sé, pueden ser tuyos o de tu compadre.

Lorenzo se llenó de alegría y de furia: la duda lo dejaba libre, pero la traición le quemaba por dentro.

—¿Mi compadre, Alberto? ¡Le dije a ese desgraciado que te cuidara mientras yo me ausentaba!

—¡No deberías odiarlo! Se tomó tu orden al pie de la letra. Me cuidó tanto, tantas veces que…

—¡Puaj, me largo!

Lorenzo tomó sus maletas y se fue. Les dijo a los bebés que iba a comprar cigarros, pero ellos aún no sabían hablar ni entendían qué era el abandono. Lorenzo se acercó a la casa de Alberto, el traidor, y sacó su revolver. Tocó la puerta principal, y allí la encontró.

—Hola, ¿quién es?

Una muchacha tan rubia como el oro lo recibió.

—Hola, soy Lorenzo.

—¡Hola, he oído mucho de ti! Soy Martha, su hija mayor.

Ese día, Lorenzo secuestró a Martha, y se la llevó lejos. Logró enamorarla, vengándose, y tuvieron diez bebés.