Y el hombre bebió su última cerveza, y deslizó la lata sobre la mesa. Su mirada estaba perdida; casi invisible transitaba ante la gente, que no se percataba de sus pasos pues su alma ya había sido consumida por la desesperanza. Volvió a su casa, una cabaña rústica compuesta de algunas ramas cortas y bagazos de palma, y troncos poco firmes las sostenían; vivía en una pequeña despensa de gente pobre en la orilla del mar de Cartagena, al costado de los menos pobres. Entró en su habitación -que no era más que la misma sala y el mismo comedor, solo el baño y la cocina lucían distinguidas {por sus ollas que no eran de barro, eran más bien de aluminio}-. Se sentó en su colchón, donde dormitaban sus dos hijos de cinco y nueve años, y su esposa embarazada. Les miró detenidamente, con aquella mirada comprometida ya bajo juramento, tomó una bolsa y una cabuya, y les asesinó. El hombre no murió después de eso, pues ya estaba muerta su voluntad, su cuerpo vagó hasta el mar y fue dentellado contra las rocas alejadas de los muelles.
Nadie se percató de sus muertes pues el olor a moribundo y el olor a muerto son similares, y allí todos olían igual salvo los niños, pero a los niños nadie les creía cuando llegaban de trabajar en las noches y aseguraban la fetidez proveniente de algunas de aquellas chozas. El gobierno de su ciudad y su séquito mediático tampoco reconocía entre sus estadísticas estas bajas ya que no representaban pérdidas; además este gobierno estaba ya enfermo de otra enfermedad que no era la muerte, era la avaricia, por ende eran ciegos, y su olfato solo olía metales preciosos y contratos; sus manos eran débiles, estaban acostumbradas a levantar papeles blancos para firmarlos y verdes para cambiar por los blancos, pero a sus negros jamás les tuvieron en cuenta porque Cartagena ya no es Palenque, es ahora una burguesía.