Y allí estaba él, con su barba inefable risándole el mentón, escalándole los labios que –y diérome vergüenza admitirlo- rayaban en la mayor de las gracias cuando buscaban seducir alguna mujer. Yo solo podía observar. Era un espectador del universo, su único espectador y su mayor fanático. Estaba obsesionado con verle a través del espejo, de la magia, del lenguaje antiguo, y del océano místico. Él a un lado del planeta viendo féminas desmerecerle, y yo contemplándole mientras se desperdiciaba.
Le veía casi siempre mientras estaba despierto, y casi siempre cuando buscaba alguna boca. Tiempo atrás creí que seducía cuerpos esperando llenarles con el suyo. Tiempo siguiente creí que seducía mentes esperando llenarles la cabeza con sus ideas, poseerles la razón y la voluntad. Y finalmente pensé que iba detrás de almas para alimentarse de su belleza y su calidez, rejuvenecer y seguir seduciéndome sin darse cuenta que yo le seguía con la mirada. Pero al parecer su fijación provenía de tener los labios con el marco de un animal extinto; parece que busca incesantemente una morfología que le encaje para nunca más desprenderse. Lo he notado por la manera en que agita sus ventosidades y sus carnes por las pieles. Las recorre todas sin mellar centímetro alguno, y siempre empieza y culmina su viaje en una dentada.
Llevo ya 4 años observándole, detallando sus ademanes, su comportamiento, su rugir, su constante cambio de presas. Intentando entenderle, ver su futuro, saber si estará en mis brazos, pero su inconstancia solo prolifera el caos, y se abren mares con coralinas costas de probabilidades que rompen mis visiones. No es un animal de costumbres. Siempre cena un plato distinto. Decidí que iré a verle. Lo dejaré todo por él. Merezco ser carne y ser presa nuevamente.
Aquel hombre barbado, de labios irrepetibles, tras unos meses sintiéndose desvalido se realizó exámenes médicos, enterándose que había contraído VIH; así que tomó un cuchillo y atravesó su corazón, justo en el momento en que entraba la muerte, vestida galantemente, dispuesta a reclamarle para la eternidad. Pero el suicidio no permite aprovechar el alma, así que la parca le convirtió en roca, se puso su traje de luto y dejó la habitación para ser de nuevo inhumana.