Y se decidió por aquel entonces que todos los animales de la gran ciudad dirigieran la administración. Mientras los gatos tomaron la diligencia política y las normas de actuación de la población, y mandaron a fabricar bolas de estambre para toda la ciudad, los perros fueron el cuerpo policiaco que debía mantener a raya a las ratas (los antiguos partidos políticos, y algunos delincuentes untados, de verde y de rojo, con la mirada enrojecida pero disimulada) que habían regresado a las alcantarillas, huyendo de los tribunales, y las estaciones de control, y la alcaldía, y otras entidades compuestas por esta plaga en el pasado; los demás animales conservaron su esencia, como las palomas que más que mensajes de paz seguían llevando el velo de la fe y la morbosa inspiración doctrinal de sus casas de lenocinio infantil. ¿Y los humanos? Los humanos eran de nuevo animales –o al menos se habían reconocido como tal- y pacían las calles –ahora verdes, y también de los colores de las flores que allí crecían- despojándose de sus antiguas pieles de ejecutivo y de obrero, y compartiendo la elastina entre sus miradas de ganado.
El mundo por fin descansó una Era, hasta que el hombre recuperó su memoria y su inteligencia, reiniciando el conteo –que algunos llaman Big Crunch-.