Pasadas estaban ya las dos y media de la madrugada. El viento caminaba suave la ciudad, como si evitara ser escuchado. En el pueblo de Rocalavera sus gentes siempre estaban a la expectativa de algún hecho fantasmagórico, y dejaban las lámparas de aceite y los faroles de sus fachadas recargados para espantar a los espantos. Allí era que las hojas no silbaban cuando les soplaban la cara, y los gatos no cantaban en los tejados, ni en las chimeneas había campo para la navidad. Allí las sombras estaban siempre atadas a sí mismas, a los lugares más lúgubres de los callejones, donde luz no había, pero brillantes ojos las encandilaban. Allí el gris era amo y señor de los colores, les dominaba con el miedo y se alimentaba de las gentes que pernoctaban; ellas dormían en el día cuando corrían las cortinas, pero en la noche deambulaban con su candil de un cuarto a otro, de un piso a otro, del piano a la guitarra, de la cocina al baño, y del balcón –desde la ventana- al pasillo.
En el pueblo de Rocalavera los rostros eran difusos. Si alguien pasaba cerca de ti, aun acercándote a un decímetro, no le veías líneas de expresión, tan solo manchas. Las manchas de la zozobra, las manchas de la deshonra, de la penuria, de la vergüenza, y de su propia sombra. Sus ojos no se leían como se lee una mirada; su boca no modulaba como lo hace un gesticulador ordinario; y sus oídos estaban cubiertos también con la misma mordaza verde y pastosa que les envolvía el resto de la cara, y que en ocasiones les ataba las manos y les seducía la mente con algunos latigazos corruptos.
Cuando ya eran casi las tres de la madrugada de esa noche, como todas las noches, cuando el viento galopaba en puntillas, como la mejor bailarina de ballet que pudo dar un país de niebla, Santiago –el único que en tanto tiempo hubiere recordado su nombre y su identidad-, se asomó por la ventana hacia las calles de su ciudad. Desde allí percibió que la tensa calma, que la profundidad de las sombras que pacían el asfalto y roían el hierro de algunos depósitos de basura, que los rostros apesadumbrados –llenos de culpa-, que las manos que se retorcían con lamento e ignominia sobre los rostros de sus vecinos –como imitando a su familia e imitándole a él mismo, antes de despertar del letargo-, tenían la peculiaridad del gris y del verde. Así que meditó un momento. Luego volvió en sí como cuando despierta uno de andar navegando una idea a ver si surfea sus olas. Sacó su brújula –una que tenía de niño; una que su madre le armó y que siempre apuntaba hacia sus ideales-, y corrió rápidamente a la plaza central, donde la flecha de su voluntad le indicaba. Subió al podio, tomó un megáfono y convocó a toda la comunidad; y cuando todos estaban presentes, como viéndose e ignorándose, como leyendo sus mentes sin saber leerlas, con ese pesimismo petulante de tener la razón al negar un hecho solo porque se ha perdido la esperanza y se teme al cambio, tomó una pluma y firmó un acta.
En ese instante, las sombras grisáceas y las verdes se desvanecieron, y la luna pareció entender que no era noche, y se fue rápidamente para que el sol les alumbrara a todos sus caras y sus miradas, y que el viento les gritara agigantadamente con sus pasos –los que antes no escuchaban-, y que las palabras asomaran –primero trémulas, espantadas, sin confianza, y luego- raudas y torrenciales de sus labios, alzando el vuelo por entre los tejados que guardaban los gatos y las chimeneas que guardaban regalos de libertad. Y Santiago levantó su puño en señal de victoria, confianza y transparencia, y todos le siguieron levantando sus puños; cada uno empuñaba un instrumento musical, o una pluma, o un elemento del Arte; y cada rostro –al que ya se le leía la identidad- se acercó al acta y firmó: Mi Voto No Se Vende, Mi Futuro No Se Vende, Mi Familia No Se Vende, Mi Ciudad No Se Vende, Ni Mi Tierra, Ni Mi Aire, Ni Mi Agua, Ninguno de Ellos Está en Venta!