Y Clarence miraba su mano, la giraba, la contorneaba por entre el aire; abría y cerraba su puño buscando algún indicio de igualdad, pero todo en ella parecía diferente; parecía que cada vez que la alzaba su tono era más tenue o más rudo, que sus líneas se pronunciaban en distintas direcciones, y que sus uñas se bañaban en quitina muy temprano en la mañana y en la noche, pero en las tardes se paseaban la toalla de la desnudez, y ya no lucían tan putas; ella no lograba entender si eran realmente sus manos las que se erigían como estatuas sempiternas, y que cada miembro que agarraban era distinto -pues cada miembro existente en el planeta había pasado por sus manos-, o si realmente semejaban al camaleón del “Handjob”, y estos falos también se habían retozado por entre las manos de todo el mundo, lo que simulaba que todos los penes son iguales, y son sus manos las que cambian de agarre con su tamaño, su forma, su tez, su temperatura, y su apariencia.