Le sucedía a Carlos, estudiante de cuarto semestre de enfermería, que todo a su alrededor parecía perseguirle insaciablemente, como si se tratara de un asesino en serie que se abalanza sobre el pecho de su obesa víctima; se retorcía entre sus pensamientos y saltaba entre tics ante sus compañeros del salón, para quienes era un excelente distractor de la clase de la señora Marta Ríos, una médico que había abandonado su pasión por la medicina –o quizás jamás la tuvo y solo se dejó llevar por lo que otros decían que sería una carrera prominente- y que ahora trabajaba con los grilletes de la academia.
Carlos era una persona escrupulosa. Paseaba sus manos entre el agua y el jabón tanto como le era posible. Casi podría aseverarse que contaminaba su cuerpo en las salas de cirugía como excusa para ir a limpiarlas. Su obsesión no era la limpieza sino la pulcritud. Amaba las cosas bellas, de buen aroma, de aspecto armonioso, de tacto suave y liso, sin las asperezas de la vejez o los pliegues de una mala alimentación, un “des-hábito” del deporte o una “mal-función” pituitaria. De todos modos no le interesaba saber las razones por las cuales una persona era para él fascinante o grotesca, sino el hecho en sí.
Todo en su vida –social y sentimental- se reducía a la rutina, la música clásica y de salón, el vino –blanco-, y el minimalismo; sexo no tenía sino dos veces al año con mujeres hermosas que en ocasiones se dejaban llevar por sus labios encarnados y su lenguaje de bibliotecario. Quizás cinco o seis mujeres que también lo pretendían no llegaban a impactarle, y extrañamente era él quien se daba el lujo de escogerles.
Luego de que Carlos tuviera uno de sus tics en medio de la clase de la señora Ríos, y en medio de su imaginación peculiar en la que el mundo se le avecinaba con ejércitos de hombres y mujeres con caras de esclavos malolientes y repulsivos, y mirada de asesinos de la calle, de drogadictos, indigentes, borrachos, en fin, todos de lo más sucios, su compañera de clases: Lucía, le miró detenidamente y sonrió, luego viró hacia una de sus compañeras y le sacudió una idea al oído.
Ambas habían notado que Carlos mostraba interés por Lucía, pues su aspecto joven, su piel tercia y blanca, su cabello cobre y ojos verde-miel, le entretenían en las noches, cuando estudiaba a deshoras mientras tocaba su cuerpo viendo pornografía de colegialas lésbicas en internet, y desde su disco duro de 8/320GB repletas de videos profesionales y webcams de lo más finos y delicados. No coleccionaba revistas; las compraba, las leía, y una vez ensuciadas las botaba a la basura. El computador en su defecto sí podía limpiarlo con aditivos químicos y un trapo sin estropearlo.
Al terminar la clase lucía se acercó a Carlos y le dijo que quería ir a su apartamento a estudiar –evidentemente Carlos no viviría en una casa o en un habitáculo inferior a 4 o 5 pisos, exponiéndose al contacto con alimañas, vendedores ambulantes, oradores y testigos de jehová, o visitas no deseadas, por lo que vivía en un apartamento en el 7mo nivel de un edificio en el norte de la ciudad, que pagaba con la herencia de sus padres-, a eso de las ocho de la noche, y que llevaría un vino para distensionar el día de clases; él, por supuesto con un gesto morboso en su rostro, aceptó la propuesta.
Más tarde esa noche llegó Lucía, quien trajo a su compañera Sandra con ella. Ambas vestían de la mejor manera para seducir a Carlos: Falda Corta, Escote, Tensor de Senos, unos “Tic-Tac” y la botella de vino; y en su bolso una pequeña cámara para grabar la situación sexual que los 3 sabían que se desarrollaría en el transcurso de la noche. Las dos primeras horas fueron saludos cordiales, risas ficticias desde todas partes, algo de ambientación musical, fisgoneadas de notas de cuaderno, una pequeña cena de muy buen gusto –como todo meticuloso Carlos era un excelente cocinero-, y tres copas de vino, un paquete de miradas obscenas, algunos toqueteos en la mano, el hombro y el cuello, en el torso, las piernas, las mejillas, y los labios; luego algunos apretones en la parte posterior del cuello, algunos cabellos arrancados, nalgas enrojecidas con marcas de dedos oscos y también otros más tenues y delicados, sobre todo los que subían por cuellos y espaldas.
Tres horas después habían pasado del preámbulo al coito sexual entre las dos mujeres, y aquel hombre primeramente observaba, se perdía entre pensamientos, con una mirada inquietante clavada en ellas dos, y se masturbaba. Cuando finalmente él entró en acción Lucía remojó sus dedos introduciéndolos en la vulva de Sandra, le agarró del cuello y los aprisionó contra el clítoris caliente de su compañera, empujando su cabeza como si quisiera pasar a través de su garganta; en ese instante Sandra tomó su cámara y empezó a filmar lo ocurrido, y con su otra mano hurgó su nariz, tomó un moco de tonalidad un poco rucio por el polvo de la ciudad, y se lo acomodó en su vagina, justo cuando Lucía tomaba a Carlos y le conducía hacia ella para practicarle sexo oral; esto lo repitió dos veces más, al igual que su compañera. Carlos degustaba los mocos como si se tratase de la secreción vaginal de sus amantes -poco excitadas, más bien fingidas y secas-. Ellas por supuesto jamás develaron sus rostros en el video. Sacaron una edición de dos minutos (el primero con edición en el audio mientras Carlos se mostraba estúpidamente arrecho al inicio de los juegos preliminares, y el segundo con aquellas imágenes), y la circularon por redes sociales y en la universidad.
Moraleja: Ninguna. A cualquiera le puede pasar.