Pablo González era un hombre de 33 años de edad, pero sufría de retardo mental desde que estaba en el vientre de su madre, por lo que su comportamiento era el de un muchacho de 13. Su obsesión por la música fue aupada por su familia desde que tenía 8 años y el médico de confianza recomendó que era preferible a que estuviese persiguiendo carajitas en el edificio para meter las manos bajo las faldas. Su exacerbada lívido desde muy chico era un síntoma de su enfermedad, por lo que era especialmente vigilado para evitar alguna “embarazosa situación”. Siguiendo las sugerencias del doctor, los González permitieron que el muchacho convirtiera la casa en una especie de rocola comunal, pues Pablo ponía en funcionamiento el estruendoso picó desde que empezaba a cantar el primer gallo y hasta que comenzaban a salir las putas de los burdeles a las esquinas de la vecindad para cazar el “bocao de comida” del siguiente día.
Pablo, quien era dos pisos más arriba vecino de Carrasco, tenía miles y miles de long play comprados por sus padres, regalados por los amigos en sus cumpleaños y otros donados por desconocidos. En el apartamento había discos por montones, almacenados en los closet y escaparates de los cuartos, en los estantes del baño y hasta en la alacena de la cocina. Había cajones repletos de Lp en cada hueco posible, debajo de las camas, muebles y hasta en el comedor se sentaban de lado para no meter los pies bajo la mesa y aprovechar el espacio. Era un enorme archivo de música de todo tipo, clásica, baladas, merengues, boleros, criolla, rocanrol, infantiles, colecciones para todos los gustos, para complacer a toda la comunidad desde el balcón enrejado donde instaló dos enormes cornetas para compartir su selección diaria con todos.
Pero esta situación no era molesta para nadie, a los vecinos de Calle Pánamo le parecía un beneficio que Pablo mantuviese “ambientada” la vecindad con buena música, además porque así no se escuchaban las peleas entre maridos y hermanos, tampoco las apasionadas reconciliaciones, ni las malas noticias del noticiero meridiano, sólo se cantaba y bailaba y alguna que otra vez, se oía el potente grito de la negra Miranda amenazando a los muchachos para que no le ensuciaran la ropa recién lavada y puesta al sol. El chico recibía llamadas de los habitantes de la residencia, quienes solicitaban se les complaciera con alguna melodía, aunque éste daba prioridad siempre a la familia Carrasco, para evitar, por si las moscas, algún conjuro maligno de la negra.
Al que si le resultaba una real y eterna tortura el bullicio generado por Pablo, era a Don Jorge, su padre. Éste aseguraba que era mejor llevarlo a los burdeles para que drenara su profuso erotismo canalizado a través del escándalo que emitía a toda hora del día el aparato reproductor. Don Jorge, salía después del almuerzo a hacer lo que proponía para su hijo, con la excusa de que sus oídos explotarían en cualquier momento de permanecer por más tiempo dentro de la bulliciosa casa, y así pasaba las largas y calurosas tardes llenando de cariño a la que llamaban la Paraulata. Toño Carrasco nunca supo si la llamaban así por lo parlanchina que era o por el copete colorado y elevado a punta de laca y secador que siempre lucía.
La Paraulata siempre esperaba a Don Jorge, ella pensaba que algún día se decidiría a dejar a la vieja Carmen y a su muchacho mongolico, para irse a vivir con ella lejos de ese lugar. Una tarde se adelantó a la salida de Don Jorge y se apareció en el patio de la residencia, completamente ebria de ron y despecho y unas grandes ojeras de rimel negro.
Cuando Pablo culminó el set de salsa brava que habían solicitado los vecinos, comenzaron a sonar las canciones de Gardel y la Paraulata dejó de bailar. Enseguida empezó a vociferar intimidades que aunque causaron el asombro y la diversión de todos en la residencia, no fueron celebradas en ningún momento en solidaridad con doña Carmen.
“A ese yo me lo he cogido por todos lados”…”A que tu no se lo has visto desde hace años, ni te acuerdas que lo tiene negro y echao pa un lao”…”Ese si sabe complacerlo a una con todo y lo barrigón que está, lo que pasa es que a la vieja no le gusta hacerlo en el piso, saben? yo hasta me raspo las rodillas”…
Pasó media hora antes de que todos se decidieran a abrir nuevamente las ventanas y las puertas y dejar salir a jugar a los muchachos. Miranda empezó a recoger sus sábanas con la idea de asomar la nariz para averiguar porqué ya no se escuchaban los gritos de la Paraulata ni el picó de Pablo y si todo habría terminado en una trágica escena. Ninguno de la familia González dio la cara ese día después del show, fue Federico el hijo de la enfermera, el que informó que Pablo se había ofrecido a llevar a la Paraulata hasta su casa. Y fue así que todos se sentaron a esperarlo en el excepcional silencio de esa tarde y hasta la madrugada cuando varios lo vieron regresar con una gran sonrisa.
Serie Cuentos de Carrasco
Toño Carrasco es un hombre que tuvo una niñez y una pubertad feliz, vivió en una enorme vecindad donde todos sus habitantes compartían como una gran familia. Asegura que vivió su propio Macondo, con situaciones y personajes tan reales y mágicos como los descritos con todo respeto y distancia por el maestro Gabriel García Márquez. Los relatos de Carrasco que escucho con gustosa atención, que me divierten por horas y que estoy segura, le complace rememorar, son como la canción "Sasha, Sissí y el círculo de baba" de Fito Páez, como las melodías de Fiona Apple, como el escaparate de la casa de mi madre, como las letras de la "Cándida Eréndira y su Abuela Desalmada", se perciben sepia, huelen a lluvia, avena y polvo.