La espera de Osmundo Cardona/ Relato de un Venezolano

in #cervantes7 years ago (edited)

Marcelo Morán

Osmundo Cardona es un venezolano de setenta años, nativo de Betijoque, estado Trujillo. Reside en la parroquia Venezuela del municipio Lagunillas desde 1950. Se desempeñó como guardia nacional hasta 1961, tras enrolarse en la industria petrolera donde también fue sindicalista.

El domingo 03 de agosto de 2015 despertó a las cinco de la mañana con una preocupación. Se dirigió a la cocina y abrió la nevera. Aún soñoliento recibió en su cara el soplo helado que despiden los refrigeradores a esa hora de la mañana: Estaba vacía. Eso lo deprimió un poco, pero al mismo tiempo sintió un alivio, pues ese aire frio que despabilaba su rostro indicaba que el electrodoméstico funcionaba de maravillas.

Su vecino, Jesús Sánchez, le contó que el día anterior tuvo que vender la batería de su carro Dodge Dart, rojo, modelo 1974 para completar la reparación de una refrigeradora similar. Osmundo también había madrugado el viernes 30 de julio, para cobrar su pensión asignada por el Seguro Social. Lo acompañó en esa jornada su esposa Elizabeth, quien recibió el mismo beneficio tras soportar una cola de cuatro horas en un banco público.

Mientras preparaba el café calculó de manera mental el monto generado por las dos pensiones: “Son doscientos treinta mil. Con esos recursos hace veinte años podía comprarme en el comisariato de Lagunillas la despensa de todo un año. ¡Quién iba a imaginar que llegaríamos a esto! Mi Dios”.

A las nueve de la mañana Osmundo dejó todo en orden y minutos después se despidió de su mujer para dirigirse a Lagunillas, que se encuentra a veinte minutos de su residencia. Cuando caminaba rumbo a la parada, justo frente a la casa de su vecino Sergio González, la esposa de este, Gladys le grita:

–¡Te acordáis Osmundo de guardarme un puesto!

–Eso, si me deja la gente –respondió Osmundo sin detenerse.

Al cabo de diez minutos llegó a la parada de por puestos a la espera de un carro, pero el espacio despejado le advertía que a esa hora no había transporte. “Voy a llegar tarde”, pensó.

El lugar estaba colmado por ocho jóvenes mototaxistas que portaban chalecos de seguridad y se disputaban la llegada del primer pasajero.

–¿A dónde vais, Osmundo? ¿Te hago la carrera? –intervino el que tenía la opción, según el orden en que habían llegado.

–Gracias, muchachos. Pero aspiro y quiero llegar sano a los ochenta años.

–No seáis tacaño. En un salto te llevamos adonde queráis –insistió otro de los mototaxistas.

–Nada de eso. Ustedes son insensatos y manejan muy mal. Mejor me voy con Rustiquildo, ese si es un chofer –dijo Osmundo al abordar un por puesto desvencijado que se detuvo al ras de sus pies, como si lo hubiera invocado por arte de magia.

En el trayecto el viejo Malibú modelo 80, conducido por Rustiquildo Ortega comenzó a temblar.
Osmundo se alarmó.

–Qué le pasa a este carro, amigo? Se está desarmando solo.

–Un caucho abombado. Nada más. Qué puedo hacer, Osmundo si no se consiguen. En todo caso llegan a costar cada unos 5 millones de bolívares. Los cuatro con el repuesto llegan a 25 millones y este carro, tal como está ahorita cuesta 15 millones. Esto da risa, pero esa es la realidad.

–Es mejor que lo regaléis.

–No. Amigo. Le arruinaría la vida a otro padre de familia. Es preferible que lo conserve: total, soy el único que le conoce las mañas.

Cuando el carro de transporte giró hacia el centro comercial de Lagunillas, Osmundo miró embelesado el portal del Club Carabobo. Recordó de repente las fiestas que organizaba Maraven por los 70, 80 y 90 a la que no faltaba y donde hacia alarde de sus cualidades de bailador infatigable.

“Ahí gocé hasta más no poder. Bailé a todas las viejas de esa época con la orquesta La Billos”, dijo.

Al regresar de su evocación ya el vehículo conducido por Rustiquildo Ortega había llegado al sitio requerido.

–Me buscáis mañana a esta misma hora, Rustiquildo –dijo Osmundo.

–Tranquilo, aquí voy a estar, amigo.

Osmundo llegó a destino y se dirigió hacia una dama menuda y de complexión obesa que portaba y escribía sobre una carpeta bajo un árbol en el que se arremolinaban decenas de personas, sobre todo mujeres de distintas edades.

Osmundo dio su nombre y le asignaron el número 498 según el orden de llegada. Cinco minutos y hubiera perdido el esfuerzo de trasladarse hasta allí, pues de lunes a viernes conceden 500 números para las personas que deseen comprar en el supermercado Bicentenario, que se encuentra adyacente al local donde funcionó el antiguo comisariato de Maraven en Lagunillas.

Llegar en la raya hizo suspirar a Osmundo en ese instante. A lo largo de 24 horas tuvo que permanecer atento a los tormentosos pases de listas.

A las siete de la noche, Osmundo bajó al número 215 porque algunas personas abandonaron el lugar para hacer sus necesidades y cuando trataron de incorporarse en sus respectivos puestos notaron que habían sido reemplazados por otros con la anuencia de la dama encargada de pasar lista, dando lugar al primer zafarrancho de la noche, que terminó con la intervención de la Guardia Nacional.

Días antes, Osmundo conversó con otros vecinos que padecieron este mismo tormento y contaron sus experiencias para que él tomara previsiones en caso de que decidiera ir. Por ello había guardado en el morral dos botellas con agua de un litro y cuatro arepas aderezadas con mortadela de pollo. Hasta a la una de la madrugada de ese lunes agitado habían pasado cinco listas. Osmundo descendió al número cuarenta y ocho producto de cuatro riñas de mujeres que se disputaban los primeros puestos en la inmensa cola. Ese desorden propició casi el retiro de la mitad de los noctámbulos compradores.

Una hora antes la Guardia Nacional había disuelto la irregular concentración alrededor del local dispensador de alimentos.

–Todos corrimos y cruzamos la carretera para evitar ser detenidos, como si hacer colas fuera un delito –explicó Osmundo.

Tan pronto como se retiraron los funcionarios, los pacientes trasnochados regresaron al Bicentenario a reanudar sus puestos y a escuchar de nuevo la lista. “Otros volvieron a colgar sus hamacas”, dijo Osmundo “y otros como yo, colocamos los cartones que nos sirvieron como colchonetas en el mismo sitio.

Fue así como llegó a esa hora al puesto 15.

–Ese número me dio cierta tranquilidad. Me acosté sobre el cartón y puse como almohada el morral –comentó.

A las cuatro de la madrugada Osmundo se levantó. En medio de su somnolencia creyó escuchar la alarma de un gallo desde un árbol que parecía un sebucán por la cantidad de hamacas que colgaban de su tallo.

–Creo que sí dormí un rato, porque en los campos residenciales de PDVSA no hay criaderos de gallinas, menos de gallos. Fue un canto inventado por mi cansancio.

A las siete de la mañana pasaron la lista número seis de la extensa jornada. Osmundo mantuvo el número 15. “Pero a las ocho, vivimos una conmoción: una mujer de cuarenta años comenzó a sufrir un terrible ataque de ahogo que hizo movilizar a todos los que nos encontrábamos en la cola. Otra señora que había sido enfermera en su juventud la reconfortó con golpes precisos a la espalda. La mujer después de reaccionar del embarazoso problema fue acostada sobre un cartón por la enfermera llamada Arminda.

Luego la buena samaritana se esmeró en colocar su hamaca que acababa de descolgar para que sirviera de almohada bajo la cabeza de la desventurada mujer. De forma inesperada la dama que controlaba la lista, hizo un último llamado. "Volvimos a correr como si hubiésemos salido de un corral de chivos para escuchar otros 500 nombres que cambiaron siete veces durante esa interminable vigilia. Cuando regresamos a nuestros puestos, la enfermera soltó un grito desgarrador":

–¡Mi hamaca, mi hamaca! ¡Esa malaya se la llevó!

Todos voltearon hacia donde minutos antes descansaba la mujer que padecía trastornos respiratorios; pero solo vieron el pedazo de cartón que Osmundo había cedido. La supuesta paciente se había ido sin dejar rastro, pero llevando consigo la hamaca de la solidaria enfermera de Campo Mío. “Ni siquiera le pertenecía, la pobre la había prestado a una vecina para pasar la noche y poder hacer la comprita. En esas colas se ven tantas cosas que pareciera alejarnos cada día del país que tuvimos.”, dijo Osmundo con un gesto de compasión para concluir.

A las diez y treinta de la mañana Osmundo al fin salió después de esperar 24 horas con 30 minutos para poder entrar al establecimiento del otrora consorcio CADA, expropiado por el gobierno bolivariano en 2010 para dar paso a la red de supermercados Bicentenario.

Osmundo llevaba una bolsa blanca en cada mano. En la izquierda dos paquetes de harina PAN y en la derecha dos pollos. A pesar de las dos bolsas que se mecían a su paso y la somnolencia que acusaba, Osmundo seguía reflejando en su rostro una pasmosa preocupación: ahora no solo tendrá que esperar nueve largos días para optar como venezolano a una nueva ración de alimentos, sino soportar con una paciencia sobrenatural otras 24 horas de tortuosa vigilia.

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Que fuerte historia, lo peor es saber que le pasa a mucha gente a diario. Ahora en Bolivia lastimosamente estamos con un presidente que está siguiendo la linea de Chávez y Maduro. Espero que la gente reaccione antes de que sea tarde y que allá en Venezuela las cosas cambien y vuelva a ser el país que era antes. Un saludo enorme.

Muchas gracias hermano. Eso esperamos todos y estamos seguros de que más temprano que tarde todo esto terminará y comenzará una nueva etapa de paz y felicidad en nuestro querido país. Lo mismo para Bolivia así que mucha fe. Un abrazo grande y felicidad