El resplandor del mediodía entra arrasador por la ventana. Traigo terciada a la piel la fiebre pegajosa, el sopor y las ganas de echarme sobre la parrilla encendida del piso. El salón también brilla, como hirviendo, y debajo del hervor están los recién llegados, sentados en hileras e hileras de pupitres, y yo, sentando en el piso con los rezagados. Los profesores, que el sol nos aleja, yacen allí, acomodados en sillas en torno a un escritorio pequeño. Tienen algún rato conversando y sus voces son tupidas burbujas que estallan en el vapor. Apenas entendemos algo. Sólo sonreímos y esperamos.
Luego de instantes de estupor, silencio, y mucho decir, los profesores se retiran. Caminan en fila y van desapareciendo, uno a uno, tras la puerta. Los estudiantes salen atropellados, un amasijo de ropa, caras, manos y pies que se retuercen y avanzan, con los rostros cruzados por la sorpresa. Me levanto y los sigo, batido por los empujones.
Andamos con las sombras a cuestas, por los pasillos. En ocasiones lucen más grandes que nosotros mismos y parecieran dar zancadas en vez de imitar nuestros pasos.
El piso se mueve bajo los pies y me zarandea mientras busco. La muchedumbre brota por todos lados, se dispersa, se reúne y se esfuma tras alguna de las puertas que se enclavan en las paredes a ambos lados del pasillo. De cuando en cuando respiramos ese aire ya tibio y medio venenoso de tanto uso.
Saco un folio del morral mientras tropiezo con la puerta del aula que será la mía por la próxima hora y media. Contemplo el número sobre el dintel.
-Es el número.- Veo la página que lo dice- Es el número y es el aula.
Tiendo la mano, giro la manilla y cruzo. El salón es estrecho, aprieta una veintena de pupitres desocupados frente a un escritorio y un pizarrón verduzco. Me siento justo en el medio, rodeado de las caras y respiraciones entrecortadas que van llegando, sacudidas de ruido y tarea. Todavía miro el folio, taladro las páginas con las pupilas, buscando algo que puedan decirme para pasar la espera. Por las ventanas el día se cocina a fuego lento, el sol se empieza a retirar. Pero con lo que quema basta para tener que escurrirse el sudor con las manos.
Bajo el aire tenso se abre la puerta. Hay quien contiene la respiración, retumba el desorden del pasillo y de improviso se vuelve a hacer el silencio. El profesor es un hombre cadencioso. Entra como bailando una danza muy lenta, toma asiento, aprieta los dedos en torno al escritorio, pasa el índice por las páginas de los libros que ha traído bajo el brazo y parpadea. Nos ve desde lejos, sonríe con desgano, hace las introducciones y pasea con los ojos por los confines del salón. Discreto, se detiene, toma aliento, prosigue. La hora se estira, casi interminable, da rodeos, curvas, escoge retornos e intersecciones, sin atajos llega hasta el final, y termina, anudada, a la espera de las ocasiones por venir.
Al salir nos perdemos en la multitud. Vamos susurrando el número de aula hasta que damos con él. Un profesor distinto nos espera ya en su escritorio. Preparado. Impredecible. A duras penas aguarda a que tomemos asiento y desata su discurso. Endiabladas, las palabras se suceden, y tiemblan en las paredes y las agitan como si el propio concreto nos hablara. Hasta que se interrumpe. Por las ventanas vemos acercarse una noche morada y azul.
Más allá del salón las tinieblas se arrojan sobre el mundo. Donde estuvo el calor y la fiebre del día quedan escalofríos. Entre las formas que estiran zancadas y las otras que conversan, se acerca una, aparece ante la luz de los bombillos que titilan en el pasillo.
-Vamos. Es hora de irnos- dice mi hermano.
Ansioso, camina a mi lado, mientras el profundo azul de la noche mana de la tierra. Con cada paso vamos dejando atrás el rumor de las pisadas, el estruendo de las conversaciones dejadas a medias, las figuras difusas de los estudiantes y sus diatribas, borroneadas por la distancia. Abandonamos el laberinto de paredes y ventanas de la facultad para internarnos en un camino de plazas dormidas y formas nebulosas.
Empiezo a olvidar las lecciones. Aunque quisiera no podría decirlas todas. Porque pienso en las que están por venir. Vagando a oscuras por este trecho de jardines somnolientos y senderos con techos de piedra, tanteando este rumbo que ya otros ensayaron. Imagino la canción de sus susurros y sus risas, mientras paso al lado de otros tantos edificios y personas que se alzan y caminan junto a mí.
Cuando un texto es malo, hay muchas cosas que se pueden y se deben señalar. Cuando un texto es bueno, lo mejor es no decir nada. Este texto es bueno. No digo nada.
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