¿Estás escuchando?
Son los torrentes de bahorrina corriendo bajo el suelo de concreto y gritando en las cloacas.
Arrastrado por la turbonada el sol tropieza con los pasillos de la ciudad y confunde las esquinas, arroja el fuego de frente a los cristales de las espiras, los destellos rebotan y el sol, cegado, rueda sobre los transeúntes con las rodillas incandescentes enmarañadas en nubarrones negros.
Un millón de habitaciones juntas hacen la ciudad, en ellas lloramos, reímos, comemos, nos vestimos, nos desvestimos, nos hacemos, nacemos y morimos. Verás, aquí no podemos siquiera tener secretos entre nosotros, el grito de uno es el grito de todos, el amor de uno es el amor de todos, somos vecinos, somos el talco y el perfume y la basura que se apila en las esquinas, digerida por las babas de las arañas y los perros y los hombres como yo. Sí, en la ciudad todos los hombres son un hombre como yo, ellos lo saben, por eso se revisten, se embuten, se lavan con jabón y lejía, se tuestan al sol y se ejercitan. Porque en el espejo encuentran a este tipo, este sujeto que se agazapa en los rincones rotos de las casas abandonadas, que se echa sobre el cartón y muere lentamente. Eso es lo que sé. Claro, este mundo no es mío, ni lo es esta ciudad, por más que todos sean mis vecinos, por más que hayamos querido y odiado como uno.
¿Lo escuchas, verdad?
El silbido del asfalto y el acero, el vapor sobre el hierro galvanizado, los semáforos pulsando en la oscuridad, el crujido del hormigón en el cuerpo de los rascacielos, que hunden sus espinas en la piel de la tierra; y el retorcer del mundo al arrancarse los puñales.
Escucho a los hombres, a las mujeres, a los niños y a los viejos, el chillido de sus burlas, el quebranto de las grietas en sus huesos y el cloqueo de las cosas que los mortifican. Van apresurados, todos, casi corriendo, hunden las zancadas y se hunden con ellas en el avispero que es esta ciudad, avispero de luces, carnaval, comparsa de máscaras.
Hace días conseguí a un perro rebuscando en la basura, en un gran cubo, de esos que esconden maravillas. Era mi cubo, al menos lo ha sido por muchos años. El perro no lo sabía. Quise espantarlo, bufé, aplaudí, grité, todo el espectáculo, y la fiera no se movió, me vio con unos ojos de hombre y se sacudió los huesos junto a los cueros colgantes, enseñando los colmillos. Supe que esos colmillos habían estado esperándome y que yo había estado buscándolos. Me acerqué, paso a paso, contemplando fijamente aquel erizo de nervios saqueados.
Cruzaba la gente por la vereda del cubo; trajes y trajes, patas, zapatos, lentes, cigarrillos, bocas que se movían diciendo cosas que resonaban al fondo, lejanas, detrás de los gruñidos del perro. Me detuve a un paso, a un sólo paso del animal, y me arrojé sobre él, con mis manos golpeé su hocico mientras le abrazaba la columna con las piernas, le hundí los dientes en un costado y arranqué un buen pedazo de carne peluda. El boquete escupió polvo y lodo rojizo. Entonces lo solté. El perro, fracturado, acomodó el cuerpo luengo sobre las patas y antes de que lo hubiese podido evitar ya había cerrado los goznes deshechos de su mandíbula en torno a una de mis piernas, y cerró más todavía, mientras se le desarmaba el cuerpo y del costado manaba el cieno que le llenaba las entrañas, mi pierna traqueteó y quedó allí, doblada, con el hueso bailando dentro de la funda de mi piel. Después de aquello el perro murió, tuve que abrirle las fauces mojadas y despegarlas a la fuerza, con la poca que me restaba.
La verdad es que no duermo. Han pasado algunos días, estoy cansado, muy cansado. La herida luce empantanada y yo también, francamente. Respiro gases, cierro los ojos, me siento untado contra el piso. Me he buscado un buen recoveco, con algunas cobijas, me cubro con ellas aún en los días calurosos, por el olor.
He cerrado los ojos un rato, al abrirlos tenía las cobijas empapadas, pero la herida no duele, ya no; por la piel agujereada entran corrientes de aire, me parece que la sangre me besa desde adentro, las costillas ceden, igual los hombros, en la cara tengo barba y pelo enredados y ojos muy grandes, empañados, entrecerrados, la nariz me gotea y la boca se me abre sin querer. Debajo de los andrajos tengo cueros crudos, un cuerpo que es una sopa de carnes reblandecidas en donde flotan huesos astillados, soy un hombre quebrado, lo sé, estoy hecho añicos.
Después de unos días lo he aceptado, sí, es gracioso, puedes reírte, esto que se acuesta y se ha dejado tragar por un rincón de la ciudad es un monigote, un monigote. Habrías tenido que ver qué piruetas hice y tuve que hacer para pelear contra el perro ¡Yo! ¡Contra un perro! Y habrías tenido que ver como hice para regresar y para recoger mis pedazos.
No puedo dormir, no he podido hasta ahora, de la pierna ha brotado una ciénaga verdosa y caliente, estoy hundido en ella hasta las caderas, las cobijas chorrean, y me inclino, me inclino entre las volutas de fosca mientras el calor me abrasa las entrañas. No puedo dormir. Es el ruido, es la ciudad, los semáforos, las palmadas, las bisagras, los autos que se estrellan, el hombre que mastica una hamburguesa del otro lado de la calle, la niña, el niño, los golpes, los zamuros que cazan desde los tejados de la iglesia, y la gente que cruza, y la gente que compra, y la gente que ríe y la gente que muere, el fuego, la tormenta, la casa, los pasos, el carnaval, la comparsa, el chirrido de las pieles de la tierra, el chirrido de los rascacielos que se inclinan para tomar el sol, el sorbido de las cloacas bajo la lluvia, el papel periódico rodando calle abajo.
No quiero dormir, sin embargo me echo sobre la ciénaga de mi herida y cierro los ojos. Por mi pierna rota se ha abierto la boca abarrotada de una alcantarilla, paso entre los barrotes como una charca, un riachuelo de formas acabadas, rocallosas, flotantes e infladas, un par de ojos, de orejas, de pelos y dientes dispersos, paso, y mientras me dejo llevar por la corriente negra de las cloacas de mi pierna, siento al fin que el ruido se mitiga y cesa la ciudad.