En el acceso a Plaza Venezuela vi la manifestación. La muchedumbre, la mayoría estudiantes, gritaban y forcejeaban, contra un piquete de la policía negra. Los guardias intentaban avanzar agitando sus porras y lanzando gas lacrimógeno. Entre el humo, se refugiaban tosiendo y vomitando, bajo la arcada de la universidad. Algunos, con la cabeza envuelta en franelas o trapos mojados, arrojaban molotov. En mi huida percibí el pesado rodar de las ballenas y canciones estudiantiles. Después; las detonaciones.
Los días siguientes a la violación de la autonomía universitaria están marcados por la violencia. La primera disposición de Montero con el titulo de rector fue hacer una lista del alumnado con, entre otras cosas, carrera, familiares cercanos y, por supuesto, afiliación al partido. La universidad se paró una semana entre los intentos de asalto de aquellos con el sello rojizo en sus hojas de revisión confirmados personas no gratas, las lluvias motivo de alarma en varias zonas del país, y las filas a presentarse, bajo la atenta mirada, de la policía negra. Montero, con un traje que realzaba su obesidad, en el acto de anuncio al cargo en el auditorio, entre las órdenes que impartiera, instauró un comité cuyo trabajo consistía en examinar libros, conversaciones y clases, con el fin de mejorar el proceso educacional como concluyó a una audiencia atónita, presentando al supervisor: La Tuerta Carillo.
La mayoría de los que estudiábamos en la Escuela de Letras no reconocimos en el candidato del partido al consejo universitario, fotografiado con sonrisa torcida, al estudiante retraído Elías Carrillo. Un episodio resaltó su figura y provocó las murmuraciones después de clase, me atrevería a decir, incluso entonces, con miedo. No tengo noticias más que de las cientos de personas que afirman haber estado allí. Las conjeturas sobre su ojo, en el mejor de los casos, son inabarcables. Pese a su engrandecimiento como figura pública y los homenajes en los canales televisivos, su pasado es difuminado. Se sabe nada de su adolescencia en algún pueblo de la costa mirandina y poco de su ascensión meteórica. Montero, alcalde en proceso de corrupción venido a menos, regresó del exilio, formó una camarilla entre personas de su confianza y jóvenes reclutados, e inició una cruenta cruzada entre los diligentes por su reincorporación. A los pocos meses, en las ceremonias oficiales, se podía ver a Carillo a su diestra, y, con gran sorpresa de quienes lo conocían, con un ojo ciego.
Muchos vieron en su pérdida de visión un signo depravado de la época, a consecuencia de sus acciones; el ojo se fue llenando de espuma hasta consumirlo. La naturaleza de Carrillo siempre fue la de sombra. Su figura contrastando a las fuentes de luz. En principio un haz delgado, tembloroso, poco visible, sobresaliendo de una puerta entreabierta; en cambio, al poco tiempo de su ingreso portando el brazalete rojo, el fuego del partido hizo descollar su sombra, inhumana y nauseabunda, y que quizás siempre estuvo con él y no supimos discernir, cerniéndola sobre nosotros. Su paso por los corredores, antes una brisa sutil, comenzó a levantar una polvareda en la noche del desierto. Se le veía parado ante los ventanales, con su chaqueta oficial y una mirada cada vez más agotada, envuelta en el manto raído de un viajero, sonriéndote.
La historia del incidente de la cafetería, similar a un sueño, es la siguiente: Carrillo sentado en una mesa o rodeado de chaquetas negras. Una voz, como una aldaba tocando en una casa vacía, o que me contaron que sonaba como una aldaba tocando en una casa vacía, le grita; aunque sí me lo preguntan, quizás no tocaba en una casa en absoluto vacía, sino, en apariencia vacía; lo insulta, pero solo quiere decir una cosa: cobarde. Carrillo se ríe, o permanece en silencio, peina su melena negra, y sigue conversando. La voz, que ya no repercute en la soledad, o en la aparente soledad, insiste. Entonces Carrillo dice vamos a comer a otro lado que aquí hay mucha bulla o se queda quieto. A punto de marcharse, la voz suelta algo, no recuerdo que fue, Carrillo se detiene en la puerta alargando la sombra, y lo mira a través de la bruma del ojo izquierdo, una neblina del futuro, porque Carrillo tiene los ojos negros, y dice o hace un gesto, y en este punto todos están de acuerdo, las cientos de personas que afirman haber estado allí, aunque no creo fueran tantas quizás una docena, todas retienen el aliento y sienten algo parecido al pánico, a lo mejor desesperación, y advierten su tono diferente, un mal doblaje de película, y la mandíbula destacando las muelas y sus manos y su cuerpo temblando en una suerte de magnetismo, dice: nunca me vuelvas a llamar así en tú puta vida. La voz responde, nadie sabe qué cosa, al hacerlo ya no suena como una aldaba en una casa vacía, sí al chasquido de un látigo o el crepitar del fuego. Las mejillas hundidas, las arrugas en su frente, Carrillo sonríe. Bueno, ya esta, buenos días, y se va. Alguien se ríe en la cafetería. Aquí nadie duda.
Felicitaciones ;) buenos escritos amigos @tipu curate
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