El asno relativo

in #cervantes7 years ago

Hace algunos años,
en medio de los coloquios,
necesidades y tropiezos
de la cotidianidad,
tuve un jefe cavernoso.

Que no de profundidades,
ni complejos soles,
ni vías venosas,
transportes de sangre,
vitalidades,
o latidos.

Cavernoso por las alternidades,
cavernoso por los atajos,
espíritu de cueva,
escondrijo,
sombra sin dudas
de oscuridad,
perdido de razón,
armado de cabillas.

En una jornada regular,
por no decir ladilla,
bofa,
lastre de los tiempos;
en ese trabajo laberíntico,
cuya función en la comunicación
era la del palo,
con el eufemismo del análisis
envasado,
pasado por el filtro de la distancia,
sabor a compota.

(Divago)

En la hora del burro,
sin nada que hacer
por estar todo hecho,
me pongo a escribir.

Y, reconozco,
que la oficina es un sagrado espacio
de locos trotamundos
y sueños migratorios,
donde el arte impedido
es lacra social,
y el que se atreve
es un paria
con sello gris
y mansedumbre de otoño.

Pero la inspiración
como ave rara
se posa temprana
en los segundos fríos,
y la caterva de palabras
ahogadas en la mente
(tramposa)
reclaman nacer,
rompiendo fuentes,
en el teclado.

Y el jefe de clase aparte,
sigiloso en buhardilla,
sale de su penacho escritorio,
con los mojones quemados
y el ansia burda del grito,
para sentirse macho,
meador y eficiente.

Cercado por la concentración,
sin trampa cazabobos
u alarma calibrada,
dejé que me cachara
en el acto sublime
de la inspiración.

Y de verdad les digo,
que no hubo,
de mi parte,
mala intención,
cuando al preguntarme qué hacía,
le dije con naturalidad sonriente:
Estoy escribiendo poesía.

El Qué de Saturno,
devorando infantes,
con el tonito del reclamo,
y la faz transformada como insulto.

Fue lo más sensato que salió de su boca,
frenada ante mi ceja arqueada,
estupefacto, por no esperar,
tan inocente,
trastada de leguas.

El Qué de la trama,
de no saber lo que clama
la calma en pedazos,
en tibio regazo
de la capacidad dormida.

Siendo testigo de tal inferencia,
un estertor,
una impaciencia
de su respirar airado,
pensando en la sanción
del analista malhablado,
recogió los vidrios
ante la pétrea posición
del nitarantocando.

Y entendí el final de la odisea,
harto ya de colmos y azares,
de explicaciones
floreadas;
de asomos corazones.

Me di media vuelta
y apagué todo.

Mi poesía,
mi entereza,
mi paciencia
y mi esperanza.

Y aquel compañero
que por sorteo
salió premiado con la jefatura
de la gran vaina de oficina esa,
quedó para siempre sellado
en la página insípida
de los burros enzapatados.

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