Hace muchos años, mi abuela Catalina Yagua se mudó a Tubarao: un caserío cerca de Santa Ana, en aquellos tiempos con 9 hijos no era fácil afrontar una vida sola, sin ningún apoyo ni una apariencia masculina en el hogar. En su afán por demostrarles a sus hijos cuánto podía lograr por sí sola, decidió hacer un corral en el cual cultivar las mejores plantas: las de mayor fuerza y belleza silvestre, en las cuales pasaba días y días regándolas, podándolas y cuidándolas con sus insecticidas.
Hace ya algunos días quise refrescar esas memorias y decidí volver al lugar más querido por mi abuela: fui a ver qué quedaba de aquello, para mi sorpresa se habían conservado ante el paso inclemente de los años, sobrevivientes de la sequía y la inhumanidad. La verdad logré toparme con pocas de ellas, sin embargo al verlas comienzo a entender lo que mi abuela sentía al ver aquellas flores con aquella paz especial, que solo te puede trasmitir esos seres vivos.
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