Caracas, 2:00 a.m. En la parada de autobuses me acompañaba el frío de la madrugada y los mariachis que andaban de guardia por Altamira (no sabía que aún quedaban algunos en esta ciudad). Esperábamos una Encava beige oxidada, la del farol roto, la de los cauchos cojos, la que tenía a María Lionza rotulada en el vidrio de atrás, la que me rescataba cuando me quedaba hasta tarde en casa del gordo y no quería gastar plata en un taxi que me llevara a la mía.
“¿Tú estás loco?¿Te vas a ir a esta hora en camionetica?”. Y la respuesta siempre era la misma: “Tranquilo. Yo me conozco a los malandros de la zona”. Mentira. Cuando eres más pichirre que valiente dices esas cosas y te aventuras a usar transporte público, de madrugada, en una de las ciudades más peligrosas de América Latina. Aunque en realidad para el crimen todas las horas son hermanas morochas en Venezuela.
El autobús no aparecía y ya eran las 2:30 am. Lo charros agarraron sus sombreros desteñidos, sus guitarras desafinadas y se fueron caminando. Ya los estaban esperando en la fiesta en la que los contrataron. Me quedé solo en la parada. En ese momento mi única escolta era una borrachera bella, la tercera de toda mi vida. Soy de los que se bebe media cerveza y ya está pidiendo que pongan un karaoke de Olga Tañón. Pero esa madrugada estaba menos festivo. La calle era un desierto de asfalto, el viento era el único peatón. Caracas y yo no teníamos tema de conversación, estábamos en silencio absoluto.
Esta ciudad se acuesta temprano desde hace rato. Sus párpados son esas Santamarías que se bajan a las 7 de la noche, a más tardar. Si se te ocurre caminar la capital de la incertidumbre luego de esa hora, lo ideal es camuflarse en la oscuridad, sin que la luz de algún poste delator te alcance.
Me volví una sombra borracha mientras seguía mi espera en la parada de autobuses. Pasé desapercibido frente a los fantasmas que murmuraban en las esquinas, las hadas que se electrocutaban con las cercas de los edificios y los duendes que se resbalaban en las alcantarillas sin tapa. Les juro que fue media cerveza nada más.
Al final de la avenida veía una luz que se acercaba a una velocidad 50 mentadas de madre por hora. “Coño de la madre, coño de la madre, coño de la madre. Un motorizado”. Se me quitó la pea del susto. Respiré profundo. Él bajaba la velocidad a medida que se aproximaba. Yo hice inventario mental de lo que cargaba encima para saber por cuál cosa le iba a canjear mi vida.
–¿Tienes un yesquero, mano?
–¿Cómo? Ah, estemmm. Te lo debo, pana– le dije.
–¿Tas esperando la camioneta?
–Sí, mano– le contesté metido en personaje.
–Por allá atrás viene, se quedó accidentada en Chacaito. Un peo lo de los repuestos, mano. Cada vez pasan menos unidades a esta hora, mano.
–Qué vaina, mano. Gracias por avisar.
–Plomo, mano. Mosca por ahí.
El motorizado siguió su camino y yo recuperé mi color. Como él lo predijo, una cafetera con ruedas se aproximaría a la parada cuando el reloj marcara las 3 de la mañana. La hora del Diablo.
“Pasaje al subir”. En el autobús había tres mesoneros que terminaron su turno, dos borrachos de plaza, una china y un par de putas que iban comenzar la faena. Me senté del lado de ellas, por empatía. Entre el frío que quemaba y el vallenato a full volumen, no me quedó otra opción que filosofar a través de la ventana sobre la que recosté la cabeza.
El Ávila no se ve a esa hora. Todo es suposición, una hipótesis de ciudad. Caracas en la madrugada es una gran masa negra, un camino oscuro en el que debes adivinar tus propios pasos, un vórtice de la muerte, un acto de fe.
Los mesoneros, las putas, los borrachos, la china. Viajaba con una tripulación de gente que no tenía nada qué perder. Mis vecinos inciertos, testigos de la magia negra de la ciudad, mis cómplices en la aventura de usar transporte público a la hora que deberías estar revolcándote con el insomnio.
Kioskos oxidados, aceras deformes, perros y vagabundos sin raza, colas en los moteles y a las afueras de los mercados cerrados. Todo se descubría de chispazo en chispazo, cuando a los postes les daba la gana de encender.
-No me gusta que me hablen mientras estoy tirando.
-Sí, qué fastidio cuando te preguntan el nombre.
Dijeron las putas y se bajaron en Los Ruices. Los borrachos de plaza balbucearon un piropo verde y me miraron a mí en búsqueda de complicidad. Me volví a meter en personaje. “Yo le cambio una de 40 por esas dos de 20, compadre”. La china se rió de ese chiste añejo. Todo un fenómeno natural: una china riéndose. Eso si es difícil de conseguir. Una carcajada exótica. La madrugada caraqueña y sus enigmas.
“En la parada, por favor”. Me bajé rápido. Miré de un lado a otro. Antes de abrir la primera de las cuatro rejas que debo pasar para entrar al apartamento, cambié la ruta: subí la cabeza para estirarme y me encontré con una sorpresa. No sabía que en Caracas todavía se podían ver las estrellas. El cielo estaba salpicado de pupilas blancas. Los que quedamos aquí no estamos tan solos después de todo.
Wao!! esto definitivamente me encanto <3