“Todo el mundo está desamparado aunque hagamos lo imposible para negarlo”. Bob Dylan
1
Poco importa si es sábado, apenas son las siete de la mañana. Víctor Manuel abre un ojo, luego el otro, parpadea, los cierra nuevamente para persuadirse de estar vivo. Quiere sacar partido a los breves minutos de aislamiento. Al mirar la almohada, la presencia a su lado le provoca arcadas. No quiere imaginar que algún día él también tendrá arrugas, un cuerpo de carnes flojas y aquel espíritu presuntuoso. Víctor Manuel se estremece. Con los ojos ligeramente abiertos, nota la luz que escapa por las rendijas y amodorra el ambiente. Los dedos de los pies coquetean con las sábanas de hilo. Permanece un largo rato con las manos cruzadas sobre el pecho, abandonadas, muy quieto. Todavía desconcentrado, huraño, aparta la cubierta con torpes contorsiones y se sienta en el borde la cama, los pies apoyados en el piso frío. Es un buen momento para acercar las pantuflas de felpa. El fresco del mosaico sube por las piernas, pasa por las caderas y llega hasta la columna vertebral, produciendo un escalofrío que espanta el efluvio tibio del lecho. Todavía escucha la voz dulce, aterciopelada y potente del intérprete, que gracias al modernísimo sistema de audio, recorrió durante la noche el flamante pent-house, casi convirtiéndolo en un estudio de grabación:
Vengo a decirte dos palabras solamente…
Son dos palabras que yo mismo no conozco…
Porque no sé si son te adoro o te desprecio…
Unas horas atrás, esas letras en estéreo lo golpearon ¿De qué año era la música? Maldición, él nació en el ´92. Ni siquiera sabe quién es el cantante. A él le gusta Bruno Mars, Daddy Yanyee, Black Eyes Peas, Katy Perry, Selena Gómez o sus compatriotas Chino y Nacho, no esa vaina vieja. Degusta la culpa. Pestañea y piensa. El martes, 4 de febrero, mientras un grupo de militares ejecutaba un intento de golpe de Estado contra el presidente de Venezuela, su madre pujaba en el hospital universitario. Aparentemente había sido un parto doloroso, tanto, que ella aún le cobraba por aquel “percance”. Desde su posición de inmigrante, enviaba cajas llenas de alimentos y medicinas hasta Caracas. Víctor Manuel se estira procurando no hacer ruido para no alertar al otro cuerpo que respira acompasado. Todo lo importuna, sin saber a ciencia cierta qué es lo que en rigor le fastidia. Le parece desagradable una noche como la de anoche, con alcohol, píldoras y sexo. Sin embargo, sin alcohol, píldoras y sexo, no vive, no respira. Tiene que embriagar el recato para ofrecerse. Le duele la cabeza, el estómago es un remolino. Todavía siente el manoseo de aquel remedo de ser humano. Vuelve a morder la culpa rechinando suavemente los dientes, pretendiendo devorarla. Necesita estar bien, pero cuerpo y espíritu pasmados, se niegan a someterse. Mira la nuca ajena. Tictac. A las ocho, aún no logra fundirse con el día. Sigue obstinadamente peleando con la luz. Siente repugnancia estoica en la conciencia, en la boca, en las manos, en los ojos. Tal vez la ducha lo vuelva limpio. En el espejo observa la sombra de ordinariez en su rostro. A él le gusta la vulgaridad. No sabe de poemas, libros y tenores; no hace preguntas sobre lo que no le interesa y solo se emociona por lo inmediato. Lo de él son las discotecas mayameras que despiertan instintos especiales, con una intensidad que jamás sintió en Caracas. Piensa en las penurias de su madre para conseguir lo básico y siente algo de culpa. Mete la cabeza bajo el chorro. El agua ayuda e inicia irremediablemente la rutina. En el momentáneo desajuste retorna a la niñez opaca, al baño con tobo. Precisa la conexión como un soporte para su nueva realidad. En el trayecto por su identidad quiere suponer un cambio. Tristemente no ve ninguno. Víctor Manuel se da cuenta que aún en Estados Unidos, sigue siendo el mismo.
Despierto del todo, gracias a la fuente intermitente de agua fría y caliente, la ve. Se fija en la pequeña araña. Ajeno a la pulcritud, el bicho teje su tela hasta colgarse de una moderna lámpara que alumbra tenuemente la lujosa sala de baño. Al muchacho le causa placer algo tan asqueroso en un ambiente tan primorosamente repulsivo. Víctor Manuel comienza a planificar el día. El brunch (le encanta la expresión inglesa) ya está comprometido. Ladea ligeramente la cabeza y mira nuevamente el pesado bulto que sigue dormido. El rictus de la boca habla de su desagrado. Se recompone al pensar en el paseo por las tiendas. Adora ir de shopping. Comprar es tan excitante como el más potente de los narcóticos ¡Estados Unidos el país del consumismo y las oportunidades! Sonríe. Más tarde, tiene una cita con el cirujano plástico. La nariz no le cuadra. Después de todo, ni siquiera conoció al padre a quien le debe tan áspero legado. ¡Caray!, el doctor David McGowan, de ascendencia irlandesa, buenmozo, talentoso y perverso (sí, se conocen bien), solo está cobrando gastos de clínica. Verlo como médico es una tortura, porque le recuerda cada encuentro sexual, precedido por el frenesí de la música y el baile en los locales nocturnos que suelen frecuentar. Tiene una erección. Procura calmarse, no quiere levantar falsas expectativas en el fardo que yace en la cama. Camina con pasos tenues por la habitación, pero es muy tarde, la silueta cobra vida, se despliega y hace una horrible mueca. El embajador le da los buenos días.
2
Vetusto como supone que fue Matusalén, quejoso, resentido, arrastrado. El tipo es un homosexual sin el coraje de salir del closet, como hacen los homosexuales que se respetan y se hacen respetar. Víctor Manuel recuerda el discurso de la maravillosa Gloria Estefan apoyando al colectivo LGBT, en Miami Beach. El sueño americano hecho realidad. Dicen que la Estefan solía actuar en las discotecas gays. El muchacho mira con rabia al embajador que niega su naturaleza. El viejo se desinhibe en la media luz de antros de ambiente de las grandes capitales del norte y de otras en el globo: Ámsterdam, Londres, París o Bogotá. Allá sí se suelta el moño ¡Qué hipócrita! Un derrape mundial en las tinieblas, como el vampiro que es, chupando la sangre de otros. Mientras tanto, su madre en Caracas, solo viaja dentro de la misma ciudad y en metro. Ayer mismo fue así y mañana también será igual. Parada en la plataforma, arrinconada, maldiciendo, berreando, sufriendo, temiendo. Su madre, con la nariz hundida en el pecho sudoroso de un gordo, el pescuezo blando, con olor a sudor, con tufo a pueblo, hasta la siguiente parada en la que bajarán unos cuántos y podrá finalmente mover la cabeza. Por eso él exprime al marico viejo como si de una teta se tratara. Si… ma-ri-co, porque para ser gay (otra palabra que le encanta), hay que patear las calles en marchas, proclamarlo, estar orgulloso.
El funcionario jura no llegar a las siete décadas. Es divertido, porque luce como de ochenta. Víctor Manuel se estremece. No quiere que le ocurra lo mismo. El tiempo hace crueldades en la gente. Observa al viejo carapacho sentado frente a él, haciendo esfuerzos para parecer masculino. Sin embargo, los gestos lo delatan. El mozo en cuya placa se lee Martínez, se acerca con cara de perro fiel. Bien amaestrado y en perfecto inglés pregunta: “¿How can I help you Sir?” Víctor Manuel no sabe si odiarlo o tenerle lástima. Debe ser cubano o puertorriqueño. El tipo con su tono tan servicial, lo exaspera. Mientras tanto, escucha al diplomático ordenando, sin siquiera preguntarle qué desea. El mozo levanta el pedido y se aleja resoplando. Al viejo se le nota relajado. Alejado de su círculo puede intentar ser él. “Hace calor”, dice el embajador y abre otro botón de su costosa guayabera. Luego, con los ojos vacuos examina el lugar. “Este lugar ofrece la oportunidad de sentirse como en el Caribe sin salir de Coral Gables”. El joven no se molesta en contestar, sentado en la preciosa terraza, observa la serenidad del paisaje, la playa limitada por la barrera de piedra y más allá, el mar abierto. Mientras, recuerda al chico astroso que alguna vez fue.
“¿Qué tal tu viaje?”, pregunta Víctor Manuel, haciendo diálogo. El equipaje académico de él es tan restringido como lo era su billetera antes de convertirse en el amante ocasional del funcionario. Creció en una barriada del oeste de Caracas donde ser “diferente” había sido un suplicio. El bulling, ahora sabe que así le llaman, lo convirtió en desertor de las aulas desde muy temprana edad. Cada vez que el viejo habla, él entiende la mitad. A veces se sorprende de haberle cobrado cierto aprecio a pesar de tanta pedantería. “Un verdadero fastidio”, contesta el embajador, en tanto mueve las manos con exagerado amaneramiento y cruza las piernas, recogiendo cuidadosamente el pantalón. “¡Pobre!”, exclama el joven, extendiendo su mano para posarla en la arrugada mano del otro. Con un movimiento brusco el hombre mayor la aparta. “¡Aquí no!”, ordena duramente. Víctor Manuel hace un mohín que pretende ser de tristeza. “Un ahijado debería ser capaz de mostrar ternura en público”, dice burlonamente. El otro mira hacia los lados, inesperadamente desencajado, temeroso del escrache al que son sometidos los enchufados venezolanos. Luego, perturbado, lo mira de frente. “Tienes que comprender. Figúrate… tengo mucho que perder”, mueve apenas la cabeza como si no lograra expresar algo en concreto. “Te entiendo, claro que te entiendo”, indica Víctor Manuel y sin querer, con el codo arroja el vaso al suelo. Antes de estallar en el piso, en miles de pedacitos, el líquido ambarino cae hacia adelante en el fino pantalón del sorprendido diplomático. “Perdona, es que me puse nervioso”, dice Víctor Manuel. “No es nada, enseguida se escurre”, indica el viejo, lentamente empujando la silla para ponerse de pie. Los mesoneros acuden presurosos y el caos alerta al resto de los comensales que miran al embajador con rabia.
El embajador había sido investido en Venezuela, en los setentas. Un funcionario anticomunista, que daría apoyo irrestricto a los gobiernos demócratas del hemisferio, algunos envueltos en guerras civiles o con subversiones marxistas-comunistas; otros, orientados hacia la meta cubano-soviética. En fin, el perfecto burócrata para la cuenca caribeña de entonces, convertida en un foco de agitación. Víctor Manuel no comprende nada y bosteza, aburridísimo. El embajador sigue vanagloriándose por su capacidad de sobrevivir hasta el régimen actual. Tras varios tragos, completamente intoxicado, se burla con desprecio de sus coterráneos. El escocés baja por el cogote flácido de un solo trago. “Mira donde he llegado. Todos son unos idiotas”. El muchacho sigue sin entender, aunque presume que habla de oficialistas y opositores venezolanos. Siente asco, vergüenza. Alienado, ni siquiera escucha el monólogo del otro, concentrado como está, en acomodar el dulce y el salado en la tostada. Lleva con enorme placer la taza de té humeante hasta la boca. Con la lengua enmarañada, el embajador sigue relatando anécdotas que incluyen feroces combates ¿El embajador alguna vez fue un macho? El hombre de rostro hinchado, con la mirada triste y vidriosa, resultado de su vida licenciosa, que lo observa sin realmente verlo, y a quién él escucha sin realmente oírlo, sufre de insuficiencia natural de testosterona ¡Qué macho ni que macho, no joda! Él desea furiosamente un helado de vainilla, con sirope de chocolate y una roja y dulce guinda, en lugar del cheese cake, pero no dice nada. No niega que ha disfrutado desorientando al pérfido. Aunque claramente la intranquilidad es pasajera y solo dura hasta que el viejo pierde la cabeza por la borrachera. Ya ni le teme al odio de los comensales. Víctor Manuel espera largarse pronto para su cita con el carismático doctor McGowan. El embajador está tan alcoholizado que será difícil llevarlo hasta el automóvil sin la ayuda del chofer. Sonríe agradecido cuando siente la mano de Peter en el hombro. Primero pasa el chofer arrastrando al embajador y, más atrás, él con cara de pocos amigos, temiendo la reacción de las otras mesas.
3
Desde la primera vez fue amor y odio. La presencia del embajador solventa la vida del otro y satisface su vergüenza. Ambos reconocen las diferencias. Jamás puede Víctor Manuel ver las cosas como las ve el embajador; con ese grado exorbitado de duplicidad, de doblez. Tampoco puede aceptar que la realidad del protector sea la suya. Sin embargo, tanto las actuaciones de aquel como las de él mismo, están hincadas en apariencias, esa parte mentirosa del entorno. Ambos viviendo vidas simuladas. Ni siquiera hay choques violentos entre ellos ¿Cómo puede haberlos? Una y otra vez, el viejo le echa en cara su falta de agudeza. Es evidente que para desafiarse hace falta un buen contrincante; uno de la misma clase, bagaje académico e impulsos semejantes. Víctor Manuel odia aquella sonrisa afable que pretende estimularlo. Él odia la condescendencia, los ratos de silencio. Odia el rostro surcado de arrugas y la mirada de sátiro. Víctor Manuel quiere para sí mismo algo del rencor que al otro le sobra. Ha entendido que solamente un envidioso ambiciona. Le queda claro que la esencia de la envidia es la única cosa que asegura un espacio más allá del linde de su vida ramplona. El muchacho comprende que, tristemente, el rencor es el poderoso desenfreno que se alimenta de la dignidad, como un monstruo de mil cabezas, sorbiendo, sorbiendo, sorbiendo, para vivir de ella.
Es noche cerrada y hay miríada de estrellas que se pierden entre los rascacielos. ¿Lo aborrece? Desesperado trata de convencerse que no. ¿Por qué va a aborrecerlo? ¿Porque es un charlatán y un corrupto que no siente caridad por nadie? Sí, lo es. Pero no, claro que no lo aborrece. ¿Porque siempre se mofa de su ignorancia frente a terceros? Sí, siempre se mofa. Pero no, claro que no lo aborrece. ¿Porque es depravado, sórdido y un homosexual guardado? Sí, lo es. Pero no, claro que no lo aborrece. Apenas a pocos metros, está el armario donde guarda un arma, a plena vista. A Víctor Manuel le tiemblan las manos. Ha llegado la hora, él quiere probar la teoría del embajador: Las cabezas se distinguen por el sonido. Las opositoras suenan menos, como un chasquido, porque son huecas ¿Será verdad que se sabe después que pasa el proyectil? ¿Cómo suena la de él que ha brincado la talanquera tanta veces? Tal vez ahora lo averigüe. ¿Y la conciencia? No tiene conciencia. ¿Que por qué lo hace? pues porque sí ¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Abre o no abre la gaveta? La abre ¿Tira o no tira? Tira ¿Suena? Sigue sin saberlo, no logra escuchar. ¿Sangra o no sangra? Sangra, por supuesto que sangra ¿Lucirá bien en naranja? Ahora lamenta no seguir enviando la caja de alimentos y medicinas a su madre ¡Dios! La boca deforme del burócrata mueve ligeramente los labios pero no dice nada. Fascinado lo ve caer. Es horroroso y, sin embargo, hay algo turbador en aquel movimiento de belfos que transmite una convincente resignación, una inevitable paciencia ante la muerte. Agudiza el oído y le parece escuchar: “¡Arrabalero!”. Hasta entonces se da cuenta que está llorando.
FIN
Foto: Getty Images