El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
La Vaquilla Roja
NO. 1481
Un sermón predicado la mañana del Domingo 29 de Junio, 1879
por Charles Haddon Spurgeon
En el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres.
"Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?" Hebreos 9: 13, 14.
Sermones
Amados hermanos en Cristo, ustedes moran en gran cercanía a Dios. Él les llama "el pueblo a él cercano." Su gracia los ha convertido a ustedes en Sus hijos e hijas, y Él es un Padre para ustedes. Su palabra es cumplida en ustedes, "Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo." Recuerden que su favorecida posición como hijos de Dios, los ha colocado bajo una peculiar disciplina, pues ahora Dios los trata como hijos, y los hijos están sujetos a las normas del hogar. El Señor será santificado en los que a Él se acercan. Un favor especial implica una norma especial. No se hicieron estrictas leyes para el comportamiento de los amalecitas, ni de los amorreos ni de los egipcios, porque ellos estaban muy alejados de Dios, y Él pasó por alto los tiempos de su ignorancia. Pero el Señor apartó a Israel para que fuese Su pueblo, y vino y habitó en medio de la congregación. La tienda sagrada en la que mostró Su presencia fue plantada en el centro del campamento, y, allí, el grandioso Rey enarboló Su estandarte de fuego y de nube. Por esto, como el Señor llevó al pueblo tan cerca de Él, lo sujetó a leyes especiales, vigentes para Su palacio más bien que para las inmediaciones de Su dominio. Ellos estaban obligados a conservarse muy puros, pues llevaban los utensilios de Jehová, y eran una nación de sacerdotes delante de Él. Tenían que ser santos espiritualmente, pero como estaban en su niñez, se les tenía que enseñar esto mediante leyes que se referían a la purificación externa. Lean las leyes establecidas en Levítico y vean cuánto cuidado requería la nación favorecida, y cuán celosamente debían cuidarse de la contaminación.
Precisamente así como los hijos de Israel en el desierto, estaban sujetos a severas regulaciones, así también quienes viven cerca de Dios, están sujetos a una santa disciplina en la casa del Señor. "Nuestro Dios es fuego consumidor." Ahora no estamos hablando de nuestra salvación, o de nuestra justificación como pecadores, sino de los tratos del Señor hacia nosotros como santos. En ese respecto debemos caminar cuidadosamente con Él, y vigilar nuestros pasos, para no ofenderle. Nuestro sincero deseo es comportarnos en Su casa, de tal manera, que siempre nos permita tener acceso confiado a Su presencia, y que no se vea compelido nunca a rechazar nuestras oraciones, porque hemos estado cayendo en pecado. El deseo de nuestro corazón y nuestro anhelo interior, es que nunca perdamos la sonrisa de nuestro Padre. Si hemos perdido comunión con Él, aunque sea por una hora, nuestro clamor debe ser, "¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios! Yo iría hasta su silla"; pues cuando tenemos comunión con el Señor somos felices, somos fuertes, y estamos llenos de aspiraciones y emociones celestiales. No hay un gozo bajo el cielo semejante al gozo de la comunión con Dios. Es incomparable e inexpresable, y por tanto, cuando perdemos la presencia de Dios, aunque sea por poco tiempo, somos como una paloma separada de su compañero, que no cesa de dolerse. Nuestro corazón y nuestra carne claman por Dios, por el Dios vivo. ¿Cuándo vendremos, y nos presentaremos delante de Dios?
Ahora, amados, he seleccionado el tema de esta mañana para que aprendamos cómo renovar nuestra comunión con Dios, siempre que la perdamos por un sentido de pecado. Si el Espíritu Santo graciosamente nos ilumina, veremos cómo la conciencia puede ser guardada limpia, para que así el corazón sea capaz de morar con Dios. Veremos nuestro riesgo de contaminación y la manera mediante la cual nuestra impureza puede ser quitada. Que nos sea otorgada la gracia para evitar las contaminaciones que obstruyen la comunión, y para buscar la purificación que limpia la inmundicia y restaura la comunión. Primero, voy a esforzarme por describir el tipo al que alude el apóstol con las palabras: "Las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos," y después, en segundo lugar, vamos a engrandecer al Antitipo, haciendo hincapié en las palabras, "¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?"
I. DESCRIBAMOS EL TIPO. En el capítulo diecinueve de Números, encontrarán el tipo; sean tan amables de abrir sus Biblias, y refrescar sus memorias.
Primero, el tipo menciona inmundicias ceremoniales, que eran los símbolos de las impurezas causadas por el pecado. Los israelitas podían volverse inmundos con suma facilidad, hasta quedar incapacitados de ir al tabernáculo de Jehová. Habían inmundicias vinculadas tanto con el nacimiento como con la muerte, con los alimentos y con las bebidas, con los vestidos y con las casas. Los estatutos eran muy detallados y abarcaban todo, hasta el punto que un hombre difícilmente podía moverse fuera de su tienda o incluso permanecer en su propia tienda, sin incurrir en impurezas, de una manera o de otra, que le dejaban incapacitado para entrar en los atrios del Señor o para ser un miembro aceptable de la congregación. En el pasaje de Números que está ahora delante de nosotros, la fuente primordial de contaminación considerada, es la muerte. "Cualquiera que tocare algún muerto a espada sobre la faz del campo, o algún cadáver, o hueso humano, o sepulcro, siete días será inmundo." Ahora, la muerte es peculiarmente el símbolo del pecado, así como el fruto del pecado. El pecado, como la muerte, desfigura la imagen de Dios en el hombre. Tan pronto como la muerte se aferra al cuerpo de un hombre, destruye la lozanía de la belleza y la dignidad de la fuerza, y ahuyenta de la divina forma humana ese misterioso algo que es el símbolo de la vida interior. Independientemente de cuán conservado pueda parecer por algún tiempo un cadáver, está estropeado; la excelencia de su vida ha partido, y, ay, en unas cuantas horas, o cuando mucho, en unos cuantos días, la imagen de Dios comienza a desvanecerse completamente. La corrupción y el gusano comienzan su obra desoladora, y el horror sigue a esa comitiva. Abraham, independientemente de cuánto haya amado a su Sara, se pone pronto ansioso y quiere enterrar a su bienamada fuera de la vista de todos. Ahora, lo que hace la muerte a la "divina forma humana," eso hace el pecado a la imagen espiritual de Dios en nosotros. La desfigura totalmente. La naturaleza humana, en su madurez, es una moneda corriente del dominio de Dios, acuñada por el grandioso Rey; pero, por el pecado, es estropeada y desfigurada, para gran deshonra del Rey, cuya imagen e inscripción lleva. Por esto, el pecado es sumamente aborrecible para Dios, y la muerte es aborrecible como tipo del pecado.
Las impurezas que adquirían los israelitas por la muerte, deben haber sido muy frecuentes. Como toda una generación murió en el desierto, la mayoría de los habitantes debe haber caído una y otra vez bajo la ley aplicable a la inmundicia, ya sea por causa de sus padres o de sus amigos. Un hombre podía excavar en el campo algunos restos humanos, o arar sobre una tumba, o encontrar un cuerpo muerto accidentalmente, y de inmediato era inmundo. ¡Cuán frecuente eran, entonces, las ocasiones de ser inmundos! Pero, ah, hermanos míos, no tan frecuentes como las ocasiones de contaminación que enfrentan nuestras conciencias, en un mundo como este, pues podemos errar y transgredir de mil maneras.
"Oh, por un albergue en algún vasto desierto,
Alguna ilimitada proximidad de sombra,
¡donde el pecado no alcanzara nunca mi alma!
Pero es en vano suspirar de esta manera, pues aun si pudiéramos escapar del tropel de gente, no por eso escaparíamos del pecado. El israelita se podía encontrar con la inmundicia, incluso en su propia tienda. Les he recordado ya que estos estatutos acerca de la muerte, nos presentan únicamente una parte de las ocasiones de contaminación que rodeaban al pueblo de Israel: eran mucho más numerosas que estas.
Un hombre podría ser inmundo incluso en su sueño; la ley le seguía la pista muy de cerca aun en sus lugares más secretos, y circundaba sus horas de mayor descuido. De la misma manera nos asedia el pecado. ¡Como un perro siguiéndonos los talones, siempre está con nosotros! Como nuestra sombra, nos persigue, vayamos donde vayamos. Sí, y cuando el sol no brilla, y las sombras se han disipado, el pecado todavía está allí. ¿Adónde huiremos de su presencia, y adónde nos ocultaremos de su poder? Queriendo nosotros hacer el bien, el mal está en nosotros. ¡Cuán humillados deberíamos sentirnos al recordar esto!
El israelita se volvía inmundo incluso al hacer el bien, pues definitivamente era una buena obra enterrar a los muertos. Un hombre era impuro si por motivos de caridad, ayudaba a enterrar al pobre, o al que había sido asesinado, o a las tristes reliquias de mortalidad que pudieran quedar al descubierto en la llanura, y sin embargo, esta era una acción encomiable. Ay, hay pecado incluso en nuestras cosas santas. La moralidad más pura, en la que ningún ojo de hombre pudiera detectar una mancha, es defectuosa a los ojos de Dios. Hermanos, el pecado mancilla nuestra piedad y contamina nuestra devoción. Ni siquiera podemos orar, sin que necesitemos pedirle a Dios que perdone nuestra oración. Nuestros actos de fe conllevan una medida de incredulidad, pues la fe no es nunca tan sólida como debería serlo. Nuestras lágrimas penitenciales tienen algún componente de impenitencia en ellas, y nuestras aspiraciones celestiales tienen una medida de carnalidad que las degrada. El mal de nuestra naturaleza se adhiere a todo lo que hacemos. ¿Quién hará limpio a lo inmundo? Nadie. De una forma o de otra, la inmundicia nos alcanzará.
Hemos sido lavados una vez con la sangre de Jesús, y estamos limpios delante del tribunal de Dios, y sin embargo, en la familia divina, necesitamos que nuestros pies sean limpiados después de caminar un rato por este mundo polvoriento, y no hay ningún discípulo que esté por encima de la necesidad de este lavamiento. A cada uno de nosotros y a todos, el Señor nos dice: "Si no te lavare, no tendrás parte conmigo."
Si un hombre tocaba a un muerto, no solamente se volvía inmundo, sino que se convertía en fuente de inmundicia. "Y todo lo que el inmundo tocare, será inmundo; y la persona que lo tocare será inmunda hasta la noche." Mientras un hombre permaneciera inmundo, no podía subir a la adoración a Dios, y estaba en peligro de ser cortado de entre la congregación, "por cuanto," dice la ley, "contaminó el tabernáculo de Jehová."
La contaminación brotaba del contaminado. ¿Acaso ustedes y yo podemos recordar, lo suficiente, cuánto mal diseminamos cuando estamos fuera de la comunión con Dios? Cualquier temperamento poco generoso proyecta su sombra en los demás. Nunca lanzamos alguna mirada, sin provocar resentimiento y malos sentimientos en los otros. Esta persona o aquella seguirá nuestro ejemplo, si somos holgazanes; y así estaríamos haciendo mucho daño, aun cuando no estemos haciendo nada. Ni siquiera podrían enterrar su talento en una servilleta, sin poner un ejemplo, para que los demás hicieran lo mismo; y si ese ejemplo fuera seguido por todos, ¡cuán terribles serían las consecuencias! Fíjense que no estoy hablando ahora de los pecadores del mundo, sino de los santos de Dios. Como las ordenanzas contenidas en el capítulo delante de nosotros eran para Israel, así estas cosas son predicadas para aquellos en quienes está el Espíritu del Señor. El anhelo ferviente de mi alma es que nuestro caminar sea digno del Señor, para agradarle en todo, y que no nos volvamos indignos de la comunión con Él.
Esta inmundicia le impedía al hombre subir para adorar a Dios, y lo separaba de esa grandiosa y permanente congregación que era llamada a morar en la casa de Dios, pues residía alrededor del lugar santo. Él era, por decirlo así, excomulgado, o suspendido, por lo menos, de su comunión: no podía traer ninguna ofrenda, no podía estar en medio de la multitud y presenciar la solemne adoración, pues era inmundo, y debía considerarse así. ¿Llegan los hijos de Dios, alguna vez, a este punto? Ah, queridos amigos, en lo relativo a nuestras conciencias, con frecuencia estamos en medio de los inmundos. No estamos contaminados como los paganos, ni condenados con el mundo, pero como hijos de Dios, sentimos que nos hemos desviado, y nuestra conciencia nos remuerde. El pecado ya ha sido quitado de nosotros, pues somos criminales ya juzgados delante de un juez, pero pesa sobre la conciencia de la misma manera que las fallas de un hijo le causan dolor.
Esta inmundicia debe ser purificada de la conciencia, y nuestro sermón entero es sobre esa materia. No hablo de quitar efectivamente el pecado delante de Dios, sino de quitar de la conciencia su contaminación, de tal manera que la comunión con Dios pueda ser posible. Recuerden la palabra del Señor, "Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír." Cuando el pecado está en su conciencia, no se necesita de ninguna ley que impida su comunión con Dios; pues no pueden acercarse naturalmente a Él, porque tienen miedo de hacerlo, y sienten una aversión a hacerlo. Mientras la sangre perdonadora no hable paz dentro de su espíritu, no pueden acercarse a Dios. El apóstol dice: "Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura." El lavamiento es el que nos permite acercarnos. Nos hacemos para atrás, temblamos, encontramos que la comunión es imposible, hasta que somos purificados.
Suficiente en cuanto a las contaminaciones descritas en el capítulo; ahora, hablaremos en lo relativo a la purificación que menciona.
La contaminación era frecuente, pero la purificación siempre estaba disponible. En un determinado momento, todo el pueblo de Israel traía una vaquilla roja para que fuera usada en la expiación. No era a costa de una persona, o de una tribu, sino que toda la congregación traía la becerra alazana, para ser sacrificada. Tenía que ser su sacrificio, y era traída por todos ellos. No era conducida, sin embargo, al lugar santo para el sacrificio, sino que era sacada fuera del campamento, y allí era degollada en presencia del sacerdote, y era quemada completamente con fuego, no como un sacrificio sobre el altar, sino como una cosa inmunda de la que había que deshacerse fuera del campamento. No se trataba de un sacrificio regular, pues, si así hubiera sido, lo habríamos encontrado descrito en Levítico; era una ordenanza enteramente única, que proclamaba un aspecto muy diferente de la verdad.
Pero regresemos al capitulo; la vaquilla roja era degollada, antes de que la inmundicia fuera cometida, de igual manera que nuestro Señor Jesucristo fue hecho maldición por el pecado, hace mucho, mucho tiempo. Antes que ustedes y yo hubiéramos vivido para cometer la inmundicia, ya había un sacrificio provisto para nosotros. Para descargo de nuestra conciencia, será bueno que veamos este sacrificio como el de un sustituto por el pecado, y que consideremos los resultados de esa expiación. El pecado en la conciencia necesita, para su remedio, el fruto de la sustitución del Redentor.
La vaquilla roja era degollada: la víctima caía bajo el hacha del carnicero. Se tomaba entonces todo: su cuero, su carne, su sangre, su estiércol, todo, pues no debía quedar ninguna traza de ella, y era quemada enteramente con fuego, conjuntamente con madera de cedro, e hisopo, y lana carmesí, que yo supongo que se había usado previamente para rociar la sangre de la vaquilla, y por tanto debía estar empapada con esa sangre. ¡Todo ese conjunto era destruido fuera del campamento! Lo mismo sucedió con nuestro Señor, que aunque Él mismo era inmaculado, fue hecho pecado por nosotros, y sufrió fuera del campamento, sintiendo la separación de Dios, mientras clamaba: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" ¡Ah, cuánto le costó a nuestro Señor ponerse en nuestro lugar y cargar con las iniquidades de los hombres!
Entonces las cenizas eran recogidas y puestas en lugar limpio, accesible para todo el campamento. Todo mundo sabía dónde estaban las cenizas, y siempre que había una inmundicia, se dirigían a ese montón de cenizas y tomaban una pequeña porción. Cuando las cenizas se agotaban, traían otra vaquilla roja, y hacían la misma operación que habían hecho antes, para que esta purificación para los inmundos siempre estuviera disponible.
Pero aunque esta vaquilla roja era degollada para todos, y la sangre era rociada hacia la parte delantera del tabernáculo de reunión, nadie derivaba ningún beneficio personal en referencia a su propia inmundicia, a menos que la utilizara personalmente. Cuando un hombre se volvía inmundo, conseguía a una persona limpia, para que fuera a nombre suyo a tomar un poco de las cenizas, y a ponerlas en un recipiente y echar sobre ellas agua corriente, y luego rociar esta agua de purificación sobre él, sobre su tienda, y sobre todos sus muebles. Mediante esa aspersión, al cabo de siete días, la persona inmunda era purificada. No había ningún otro método de purificación de su inmundicia, excepto ese.
Lo mismo sucede con nosotros. Hoy, el agua viva de las sagradas influencias del divino Espíritu, debe tomar el fruto de la sustitución de nuestro Señor, y aplicarlo a nuestras conciencias. Lo que queda de Cristo después que el fuego pasó sobre Él, incluyendo los méritos eternos, y la virtud permanente de nuestro grandioso sacrificio, debe ser rociado sobre nosotros, a través del Espíritu de nuestro Dios. Entonces estamos limpios en la conciencia, pero no antes. Nuestro Señor se levantó otra vez al tercer día, y bienaventurados aquellos que reciben la justificación del tercer día por la resurrección del Señor. Así es quitado el pecado de la conciencia; pero en tanto que estemos en este cuerpo, habrán algunos temblores, alguna medida de desasosiego, por causa del pecado alojado en nosotros; pero bendito sea Dios porque hay una purificación al cabo del séptimo día, que completará la limpieza.
Cuando irrumpa el Domingo eterno, entonces tendrá lugar la última aspersión con el hisopo, y seremos limpios, y entraremos en el reposo que queda para el pueblo de Dios, limpios por completo. Al final, vendremos delante de Dios sin mancha ni arruga, ni cosa semejante, y seremos tan capaces de tener comunión con Él, como si no hubiésemos transgredido nunca, siendo presentados sin mancha delante de Su presencia, con sumo y grande gozo.
Suficiente en lo concerniente al tipo, con el cual ya hemos mezclado algún grado de exposición.
II. ENGRANDEZCAMOS AL GRANDIOSO ANTITIPO. "Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo?" ¿Cuánto más? Él no nos da la medida, sino simplemente lo deja con un interrogante. Nunca seremos capaces de decir cuánto más, pues la diferencia entre la sangre de los toros y de los machos cabríos y la sangre de Cristo; la diferencia entre las cenizas de la vaquilla roja y los eternos méritos del Señor Jesús, debe ser una diferencia infinita. Permítanme ayudar a su juicio mientras declaramos la suma grandeza de nuestro poderoso Redentor, por quien somos reconciliados con Dios.
Primero, entonces, nuestra impureza es mucho mayor, pues la impureza de la que habla nuestro texto está en la conciencia. Ahora, yo puedo creer que el Israelita, cuando se volvía inmundo por tocar un cadáver por necesidad, o un pedazo de un hueso por accidente, no sentía nada en su conciencia, pues no había pecado en ese asunto; era sólo ceremonialmente inmundo, y eso era todo. Su incapacidad ceremonial le turbaba, pues habría estado muy contento de subir al tabernáculo del Señor y tener compañerismo con las huestes de Israel, pero no había nada en su conciencia. Si hubiera habido algo, la sangre de los toros y de los machos cabríos no le hubiera podido ayudar.
Amados, ustedes y yo sabemos lo que es, a veces, tener inmundicia sobre nuestras conciencias, y tener que lamentarnos porque nos hemos descarriado de los mandamientos del Señor. Los impíos no se afligen así: su conciencia los acusa, espasmódicamente, pero ellos nunca escuchan sus acusaciones, como para sentir su incapacidad de acercarse a Dios. Es más, pueden llegar a ponerse de rodillas con una conciencia culpable, y pretender ofrecer a Dios el sacrificio de la oración y la alabanza, mientras todavía no son perdonados, y están desunidos y son rebeldes. Ustedes y yo, si en verdad somos el pueblo del Señor, no podríamos hacer eso. La culpa en nuestra conciencia es para nosotros algo terrible. No hay dolores corporales, no hay torturas infligidas por la Inquisición que sean del todo comparables a los látigos de alambre ardiente que flagelan a la conciencia culpable.
Cuando oigan a personas que hablan acerca de las horribles figuras de la edad medieval con relación al infierno, y la fuertes metáforas usadas, algunas veces, por los ortodoxos hasta el día de hoy, recuerden que sólo son figuras y entonces, que cualquiera que haya sentido las agonías de una conciencia culpable, juzgue si las figuras podrían ser exageradas. Es algo terrible que te sientas culpable, y en la medida que seas mejor, más te afligirás al encontrarte conscientemente en el estado indebido. Yo le pregunto a cualquier hombre regenerado aquí, que en el fondo tenga ya una seguridad que su pecado ha sido perdonado delante de Dios, si puede hacer el mal sin dolerse. Siempre que transgredes, y estás consciente de ello, aunque no dudes del amor de Dios hacia ti, ¿no eres como alguien que tiene rotos todos sus huesos? Yo sé que es así, y entre mejor seas, más intenso será el terror de tu espíritu cuando la culpa esté sobre tu conciencia, en cualquier medida. Bien, ahora, lo que puede quitar la culpa de la conciencia debe ser infinitamente mayor que lo que podía quitar una simple contaminación ceremonial.
Hermanos, la culpa en la conciencia es el más eficaz impedimento para que nos acerquemos a Dios. El Señor llama a Su pueblo para que se acerque a Él, y hay un camino de acceso que siempre está abierto; pero en la medida en que estés consciente de pecado, estás renuente a usar esa vía de acceso. Podemos venir a Dios como pecadores para buscar perdón, pero no podemos venir delante del Señor como amados hijos mientras haya alguna desavenencia entre nosotros y nuestro grandioso Padre. No, debemos estar limpios, o no podríamos acercarnos a Dios. Vean cómo los sacerdotes lavaban sus pies en la fuente de bronce antes de ofrecer incienso al Señor. No podemos tener comunión con Dios mientras haya un sentido de pecado inconfesado y sin perdón, sobre nosotros. "Reconciliaos con Dios" es un texto tanto para santos como para pecadores: los hijos pueden tener desavenencias con un padre, así como los rebeldes pueden tenerlas con un rey. Debe haber unidad de corazón con Dios, o habrá un fin a la comunión, y por tanto la conciencia debe ser limpiada.
El hombre que era inmundo podría haber subido al tabernáculo si no hubiese habido ninguna ley que se lo impidiera, y es posible que hubiera podido adorar a Dios en espíritu, independientemente de su descalificación ceremonial. La contaminación no era una barrera en sí misma, excepto en tanto que era típica; pero el pecado en la conciencia es una pared natural entre Dios y el alma. No puedes entrar en una comunión amorosa con Él, hasta que la conciencia esté despejada; por tanto, los exhorto a que vuelen de inmediato a Jesús en busca de paz.
Amados, si nuestras conciencias estuvieran más plenamente desarrolladas de lo que están, tendríamos tan gran sentido de la frecuencia de nuestra inmundicia, como el israelita consciente tenía la conciencia de su riesgo de inmundicia ceremonial. Les digo solemnemente que la plática que hemos escuchado últimamente acerca de la perfección en la carne, proviene del ego y de la ignorancia de la ley. Cuando he leído expresiones que parecen afirmar que quienes las decían estaban totalmente libres de pecado de pensamiento, y de palabra, y de actos, he sentido lástima por las víctimas engañadas de la presunción, y me he estremecido ante su espíritu. Entre más rápido sea limpiada de la iglesia de Dios esta jactancia, mejor. El pueblo verdadero de Dios tiene, dentro de sí, el espíritu de la verdad, que lo convence de pecado, y no el espíritu arrogante y mentiroso que conduce a los hombres a decir que no tienen pecado. Los verdaderos santos moran en el lugar de la penitencia y de la fe constante en la sangre expiadora, y no se atreven a exaltarse como los fariseos que clamaban: "Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres." "Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque." (Eclesiastés 7: 20)
Vamos, amados, de acuerdo a mi propia experiencia, constantemente estamos siendo contaminados estando en este mundo inmundo, y subiendo y bajando por él. Así como un hombre no podía dar un paseo sin tropezarse con una tumba, ni podía encerrarse en su casa sin correr el riesgo que la muerte entrase en ella, así estamos nosotros expuestos al pecado en todas partes. Pareciera que es inevitable, mientras estemos en este cuerpo y en este mundo pecaminoso, que entremos en contacto con el pecado, de una forma u otra, y cualquier contacto con el pecado es contaminante. Nuestro Señor pudo vivir entre los pecadores y permanecer incólume, porque no había mal en Su corazón; pero en nuestro caso, el pecado que está fuera despierta los ecos internos, y así causa una medida de consentimiento y contaminación. La voluntad cede más o menos a la tentación, y cuando la voluntad no cede, la imaginación juega el papel del traidor, y los afectos parlamentan y traicionan al alma. Aunque venga acompañado de una determinación de no caer en el mal, el simple pensamiento del mal es pecado. El pecado no atraviesa la placa sensible de nuestra alma, según está expuesta en su cámara de cada día, sin dejar, aun si nosotros mismos no la vemos, alguna traza y una mancha que Dios sí ve.
Nuestros colegas son una fuente terrible de contaminación para nosotros. ¿No notaron en el capítulo que leímos (Números 19) que quien tocaba al cadáver de un hombre era inmundo por siete días? Ahora, si van a Levítico 11: 31, verán que cualquiera que tocara la carroña de una bestia inmunda era solamente inmundo hasta la noche. De esta forma, el hombre muerto era siete veces más inmundo que un animal muerto. Esa es la evaluación que hace Dios del hombre caído, no regenerado, y es una evaluación justa, pues los hombres perversos hacen muchas cosas que las bestias brutas no hacen nunca. Todos los hombres impíos nos manchan, y no estoy seguro que pueda terminar allí, pues la verdad es todavía más amplia: no me importa cómo escojan a sus amistades (y deberían ser muy selectivos al escogerlas) pero aunque sólo se asocien con santos, ellos también serán ocasión de pecado para ustedes, en un momento o en otro: habrá algo en ellos, ay, incluso acerca de su santidad, que pueda despertar su idolatría hacia ellos, o su envidia de ellos, y de una forma u otra, conducirlos a pecar. Tú no puedes estar completamente libre de inmundicia, ya que eres hombre inmundo de labios, y habitas en medio de pueblo que tiene labios inmundos, y por tanto, siempre tendrás necesidad de usar el mecanismo de purificación, que el Señor ha preparado y revelado.
Recuerda que en el tipo, el menor roce contaminaba: si únicamente levantaban un hueso, los israelitas eran inmundos; si simplemente pasaban sobre una tumba, se volvían inmundos. Hermanos míos, los mejores de ustedes difícilmente pueden leer en el periódico un relato de un crimen, sin que se les pegue alguna mancha. No pueden ver el pecado en otra persona sin estar en terrible peligro de ser, en alguna medida, afectados por ello. El pecado es de una naturaleza tan sutil y penetrante, que mucho antes que estemos conscientes, empaña nuestro brillo y carcome nuestro espíritu. Únicamente el Dios santo y puro es sin mancha; pero en cuanto a los mejores de Sus santos, ellos necesitan velar sus rostros en Su presencia y pregonar: "¡inmundo! ¡Inmundo!"
Bajo la antigua ley, los hombres podrían ser inmundos sin saberlo. Un hombre habría podido tocar un hueso sin darse cuenta, mas la ley operaba de igual manera: habría podido caminar sobre una tumba sin saberlo, pero era inmundo. Me temo que nuestro orgulloso sentido de lo que pensamos que es nuestra limpieza interior, refleja simplemente la estupidez de nuestra conciencia. Si nuestra conciencia fuera más sensible y tierna, percibiría al pecado allí donde ahora nos congratulamos porque todo es puro. Hermanos míos, esta enseñanza mía, nos coloca en un lugar muy bajo, pero entre más baja sea nuestra posición, será mejor y más segura para nosotros, y seremos más capaces de valorar la expiación por la cual nos acercamos a Dios.
Puesto que la mancha está sobre la conciencia, quitarla es una obra mucho mayor, que quitar una simple inmundicia ritual.
En segundo lugar, en este encabezado, nuestro sacrificio es más grande en Sí mismo. No voy a enfatizar cada punto de su grandeza, para no cansarlos, mas simplemente voy a notar que en la degollación de la vaquilla, la sangre era presentada y rociada hacia la parte delantera del tabernáculo siete veces, aunque no entraba efectivamente allí; y así, en la expiación por medio de la cual encontramos la paz de conciencia, hay sangre, pues "sin derramamiento de sangre no se hace remisión." Ese es un decreto establecido por el Gobierno Eterno, y la conciencia nunca alcanzará la paz hasta que entienda el misterio de la sangre. No sólo necesitamos los sufrimientos de Cristo, sino la muerte de Cristo, manifiesta en Su sangre. El sustituto debe morir. La muerte era nuestro destino, y muerte por muerte ofreció Cristo al Dios eterno. Es por un sentido de la muerte sustitutiva de nuestro Señor, que la conciencia se queda limpia de las obras muertas.
Además, la propia vaquilla era ofrecida. Después que la sangre era rociada hacia la parte delantera del tabernáculo por la mano sacerdotal, la víctima era totalmente consumida. Lean ahora nuestro texto: "Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo a Dios." Nuestro Señor Jesucristo no entregó simplemente Su muerte, sino Su persona entera, con todo lo que le competía, para ser nuestro sacrificio sustitutivo. Se ofreció a Sí mismo, Su persona, Su gloria, Su santidad, Su vida, Su propio Yo, en nuestro lugar. Pero, hermanos, si una pobre vaquilla, cuando era ofrecida y consumida, hacía que el hombre inmundo fuera limpio, ¿cuánto más seremos purificados por Jesús, puesto que Él se dio a Sí mismo, a Su glorioso Yo, en quien habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad? ¡Oh, qué sacrificio es este!
Se agrega que nuestro Señor hizo esto "mediante el Espíritu eterno". La vaquilla no era una ofrenda espiritual, sino carnal. La criatura no sabía nada de lo que se estaba haciendo, y por eso era una víctima involuntaria; pero Cristo estaba bajo los impulsos del Espíritu Santo, que había sido derramado sobre Él, y fue movido por Él para entregarse a Sí mismo como un sacrificio por el pecado. De aquí surge algo de la mayor eficacia de Su muerte, pues la disposición del sacrificio aumentó grandemente su valor.
Para darles a ustedes otra interpretación de esas palabras, y probablemente una que es mejor, había un eterno Espíritu vinculado con la humanidad de Cristo nuestro Señor, y por Él, se entregó para Dios. Él era Dios así como hombre, y esa eterna Deidad Suya, otorgó un valor infinito a los sufrimientos de Su cuerpo humano, de tal manera que se ofreció a Sí mismo como un Cristo entero, en la energía de Su eterno poder y Deidad. ¡Oh, qué sacrificio es ese en el Calvario! Es por la sangre del hombre Cristo que ustedes son salvados, y sin embargo está escrito: "La iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre." Uno que es a la vez Dios y hombre se ha entregado a Sí mismo como un sacrificio por nosotros. ¿Acaso el sacrificio no es inconcebiblemente más grande en el hecho de que contiene al tipo? ¿No debe purificar eficazmente nuestra conciencia?
Después que quemaban la vaquilla, recogían todas las cenizas. Todo lo que podía arder, había sido consumido. Nuestro Señor fue hecho un sacrificio por el pecado, y ¿qué queda de Él? No unas cuantas cenizas, sino el Cristo entero, que todavía permanece, para no morir más, sino que permanece inmutable para siempre. Pasó por los fuegos sin quemarse, y ahora vive para siempre para interceder por nosotros. Es la aplicación de Su mérito eterno la que nos purifica, y, ¿no es ese mérito eterno, inconcebiblemente mayor de lo que puedan ser jamás las cenizas de una vaquilla?
Ahora, hermanos míos, quiero que por un momento recuerden que nuestro Señor mismo era sin mancha, puro y perfecto, y sin embargo (lo digo con aliento entrecortado), Dios "por nosotros lo hizo pecado," al que no conoció pecado. Susúrrenlo con mayor asombro todavía, "Hecho por nosotros maldición," sí, una maldición, porque está escrito, "Maldito todo el que es colgado en un madero." Esa vaquilla roja, aunque sin ninguna falta, y sobre la cual no se había puesto yugo, era considerada una cosa inmunda. Sáquenla del campamento. No debe vivir; mátenla. Es una cosa inmunda; quémenla enteramente; pues Dios no puede soportarla. Contemplen, y maravíllense que el propio y adorable Hijo siempre bendito de Dios, en inconcebible condescendencia de amor inefable, tomó el lugar del pecado, el lugar del pecador, y fue contado con los inicuos. Él debe morir, clavándolo a una cruz; debe ser abandonado por los hombres, y el propio Dios le desampara. "Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándolo a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado." "Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros," no el castigo simplemente, sino la iniquidad, el pecado mismo fue puesto sobre el Siempre Bendito. Los sabios de nuestra época dicen que es imposible que el pecado sea imputado legalmente al inocente; eso es lo que dicen los filósofos, pero Dios declara que así se hizo: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado." Por tanto, fue posible; sí, así se hizo; consumado es. El sacrificio entonces es mucho mayor. "¿Cuánto más la sangre de Cristo," podemos clamar exultantes conforme pensamos en ello, "el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?"
Ahora daremos un paso al frente. Como la contaminación y el sacrificio eran mayores, así la limpieza es mucho mayor. El poder purificador de la sangre de Cristo debe ser mucho mayor que el poder limpiador del agua mezclada con las cenizas de la vaquilla. Pues, primero, el agua no podía limpiar a la conciencia de pecado, pero la aplicación de la expiación puede hacerlo, y lo hace. No voy a hablar para nada, esta mañana, acerca de doctrina, sino acerca de hechos. ¿Han sentido alguna vez la expiación de Cristo aplicada por el Espíritu Santo a sus conciencias? Entonces estoy seguro de que el cambio experimentado por su mente ha sido súbito y glorioso, como si las tinieblas de la medianoche se hubieran encendido con el brillo del mediodía.
Yo recuerdo muy bien sus efectos sobre mi alma al inicio, y cómo rompió mis ataduras e hizo que mi corazón saltara lleno de deleite. Pero lo he encontrado igualmente poderoso desde entonces, pues cuando me estoy examinando a mí mismo delante de Dios, sucede algunas veces que fijo mis ojos sobre algún mal que he cometido, y lo repaso hasta que su memoria corroe mi propia alma como un ácido cáustico, o como un gusano que carcome, o como carbones encendidos. He procurado argumentar que la falta era excusable en mí, o que hubo ciertas circunstancias que hacían casi imposible que yo pudiera hacer otra cosa, pero nunca he tenido éxito en aquietar mi conciencia de esa manera; sin embargo, pronto estoy tranquilo cuando vengo delante del Señor, y clamo: "Señor, aunque yo soy Tu propio amado hijo, soy inmundo en razón de este pecado: aplica, nuevamente, el mérito del sacrificio expiatorio de mi Señor, pues ¿no has dicho Tú: 'Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo?' Señor, oye Su alegato, y perdona mis ofensas."
Hermanos míos, la paz que viene de esta manera es muy dulce. No pueden orar aceptablemente sin esa paz, y deben dar gracias a Dios que no puedan orar, pues es algo terrible continuar con sus devociones bajo un sentido de culpa, a diferencia de cuando la conciencia está tranquila. Es un mal hijo el que puede estar feliz cuando su padre no está complacido; un verdadero hijo no puede hacer nada mientras no haya sido perdonado.
Ahora, la aspersión de las cenizas de la vaquilla sobre el inmundo no era comprensible en cuanto a sus efectos por parte del que la recibía. Me refiero a que no había una conexión obvia entre la causa y el efecto. Supongamos que un Israelita era inmundo, y fue rociado con el agua. Ahora podía subir a la casa del Señor, pero, ¿vería alguna razón del cambio? Diría: "he recibido el agua de la separación y soy limpio, pero no sé por qué la aspersión de esas cenizas me haya limpiado excepto porque Dios así lo ha establecido." Hermanos, ustedes y yo sabemos, efectivamente, cómo es que Dios nos ha limpiado, pues sabemos que Cristo ha sufrido en lugar nuestro. La sustitución explica el misterio, y por esto tiene un mayor efecto sobre la conciencia, que cualquier forma ritualística y externa que no pudiera ser explicada. La conciencia es el entendimiento ejercitado sobre los sujetos morales, y lo que convence al entendimiento que todo está bien, pronto da paz a la conciencia.
El tiempo apremia, y por tanto sólo diré que, como las cenizas de la vaquilla eran para todo el campamento, así son los méritos de Cristo para todo Su pueblo. Como fueron puestos allí donde son accesibles, así ustedes pueden venir siempre y participar del poder purificador de la preciosa expiación de Cristo. Como un simple rociamiento convertía en limpio lo inmundo, así también ustedes pueden venir y ser limpiados aunque su fe sea pequeña, y parezcan obtener poco de Cristo. Oh, hermanos, el Señor Dios de infinita misericordia les da a conocer el poder de su grandioso sacrificio para que obre paz en ustedes, no después de tres o de siete días, sin al instante; y paz no simplemente por un tiempo, sino para siempre.
Debo explicarles un enigma. Salomón, de acuerdo con la tradición judía, declaró que no entendía por qué las cenizas de la vaquilla hacían inmundo a todo mundo, excepto a aquellos que ya eran inmundos. Ustedes vieron en la lectura que el sacerdote, el hombre que degollaba a la vaquilla roja, la persona que recogía las cenizas, y el que mezclaba las cenizas con agua y las rociaba, todos se volvían inmundos por esos actos, y sin embargo, las cenizas purificaban a los inmundos. ¿Acaso no es esto análogo al enigma de la serpiente de bronce? Fue por una serpiente que el pueblo fue mordido, y fue por una serpiente de bronce que eran salvados. Es por el Ser de Cristo, considerado como inmundo, que nosotros somos limpiados, y la operación de Su sacrificio es justo como la de las cenizas, pues revela la inmundicia y la quita. Si tú estás limpio, y piensas en la muerte de Cristo, ¡qué sentido de pecado trae sobre ti! Pueden juzgar acerca del pecado por la expiación. Si son inmundos, acercarse a Cristo quita el pecado.
"Así, mientras Su muerte mi pecado exhibe
En todos sus negros matices,
Tal es el misterio de la gracia,
Que sella mi perdón también."
Si creemos que somos inmundos, una mirada a la sangre expiatoria nos lleva a ver cuán inmundos somos; y si nos juzgamos inmundos, entonces la aplicación del sacrificio expiatorio da descanso a nuestras conciencias.
Ahora, ¿de qué se trata todo esto? Esta vaquilla degollada la entiendo, puesto que admitía a los israelitas inmundos a los atrios del Señor; pero este Cristo de Dios, ofreciéndose a Sí mismo sin mancha, mediante el Espíritu eterno, ¿cuál es Su propósito? Su objetivo es un servicio más elevado: es para que podamos ser limpiados de la obras muertas para servir al Dios vivo. La obras muertas han desaparecido, Dios los absuelve, ustedes están limpios, y lo sienten. ¿Entonces, qué? ¿No aborrecerán la obras muertas en el futuro? El pecado es muerte. Luchen para evitarlo. En la medida que sean liberados del yugo del pecado, vayan y sirvan a Dios. Puesto que Él es el Dios vivo, y evidentemente odia a la muerte, y la define como inmundicia para Él, abóquense a las cosas vivas. Ofrezcan a Dios oraciones vivas, y lágrimas vivas, ámenle con un amor vivo, confíen en Él con una fe viva, sírvanle con una obediencia viva.
Estén todos vivos con Su vida; no sólo tengan vida, sin ténganla más abundantemente. Él le ha limpiado de la contaminación de la muerte; vivan ahora en la belleza y la gloria y la excelencia de la vida divina, y pídanle al Espíritu Santo que los reviva para que puedan permanecer en plena comunión con Dios. Si una persona inmunda fuera limpiada, y hubiera dicho entonces: "no voy a adorar al Señor, ni tampoco le serviré," ¡lo consideraríamos un ser perverso! Y si cualquier persona aquí presente dijera: "mi pecado ha sido perdonado y yo lo sé, pero no haré nada para Dios," muy bien podríamos exclamar: "¡Ah, hombre desgraciado!" Cuán hipócrita y engañadora debe ser esa persona. Cuando el perdón se recibe de las manos del Señor, el alma tiene que sentir un amor a Dios que se eleva dentro de sí. Al que se le ha perdonado mucho, tiene que amar mucho, y tiene que hacer mucho por Él, por quien obtuvo ese perdón. Que le Señor los bendiga por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Porción de la Escritura leída antes del sermón: Números 19.
Nota del traductor: La expresiones la vaquilla roja y lana carmesí están tomadas de la Versión Reina Valera Actualizada.