Mosca era una chica rara, incluso para los estándares de chicos raros. La conocí en sexto grado cuando nuestros apellidos ordenados alfabéticamente nos dejaron en asientos adyacentes, y se giró para verme con una sonrisa animada de dientes separados.
—¡Hola! —me dijo.
—Hola —contesté por lo bajo.
Yo era tímida y me sentía intimidada por el primer día de escuela, pero ella no lucía nerviosa en lo más mínimo.
—Me llamo Eden, pero nadie me dice así. Me dicen Mosca, así que tú también puedes hacerlo.
—Eh, gracias. Me llamo Stephanie.
—¡Deberíamos ser amigas!
—Está bien.
Pero Mosca y yo nunca nos hicimos amigas. Me hablaba durante clase, caminaba detrás de mí por los pasillos e incluso llegaba a seguirme a casa algunos días, pero nunca sentí un «clic» con ella. Hasta donde podía ver, nadie más lo sintió tampoco.
Pero eso no impidió que sonriera. Siempre estaba sonriendo, siempre animada, siempre de buen humor. Incluso cuando estaba sentada a solas en la hora del almuerzo o cuando era elegida de último en la clase de Educación Física, siempre sonreía y siempre se veía genuina.
El resto de nosotros pensaba que era raro.
Una tarde se las ingenió para conseguir una sola invitación a mi casa, después de la escuela, cuando mi mamá la vio parada al pie de nuestra acera mientras yo me dirigía hacia la puerta.
—¿Por qué no invitas a tu amiguita? —me sugirió mientras entraba.
—Solo es Mosca. Es rara, no es mi amiga.
—Me da la impresión de que quiere serlo. ¿Le has dado la oportunidad?
Miré a la chica por la ventana, que estaba sonriendo y pasando el rato en la acera como si supiera que, si era lo suficientemente paciente, le pediría que entrara.
—¿Más o menos? —murmuré.
—Anda, Stephanie. ¡Puede que te agrade mucho!
Me quejé, pero desistí y abrí la puerta para gritarle a Mosca.
—¡Mi mamá dice que puedes entrar para cenar!
El rostro pecoso de Mosca se iluminó y no perdió tiempo en correr hacia dentro.
En la mesa, mis padres charlaron con ella cortésmente y le preguntaron en varias ocasiones si debían llamar a sus padres.
—No, está bien, en serio. ¡No les molesta! Mi mamá trabaja por las noches y mi papá pasa enfermo bastante, así que no les molesta si como en la casa de una amiga.
La cena no estuvo mal. Mosca no fue problemática. Se mantenía callada a menos que alguien más le hablara, y se ofreció a ayudar con los platos; pero luego simplemente no se iba. ¡Incluso se sentó en nuestro sofá para ver televisión con nosotros! Mi mamá trató de darle a entender sutilmente que se estaba haciendo tarde y que se tenía que ir, pero Mosca permaneció sonriente y despreocupada.
Solo logramos que se fuera cuando mi papá le dijo que la llevaría a casa para que no tuviera que caminar en la oscuridad.
—¡Oh, no se preocupen! Estoy bien caminando —dijo mientras arrojaba su mochila robusta por encima de su hombro—. Gracias por la cena. ¡Estuvo súper, súper buena!
La vimos irse hasta que desapareció a la vuelta de la esquina, y luego di un respiro de alivio.
—¿Viste? Rara.
—No seas grosera, Stephanie. Creo que solo se siente sola.
Fuera lo que fuera que Mosca sintiera, realmente no la quería cerca de mí.
Al final llegué a hacer un grupo nuevo de amigos, el cual no incluía a Mosca, y a pesar de que no nos esforzábamos por excluirla, tampoco hacíamos ningún intento por involucrarla. Mosca aún me saludaba con la mano y me extendía su tradicional saludo alegre, pero ahora parecía entender que no éramos compinches.
O al menos eso pensé.
Empezó una tarde con la extraña sensación hormigueante de ser observada durante mi ruta a casa desde la escuela. Era inicios de invierno y los días se estaban achicando, así que el sol había empezado a ponerse. Me detuve y me di la vuelta, escaneando la calle solitaria detrás de mí, pero parecía ser que me encontraba sola.
Sin embargo, en el preciso momento que retomé mi camino, la certeza punzante de que alguien me estaba observando se disparó de nuevo. Di unos cuantos pasos más y luego me giré justo a tiempo para ver un destello rosa que desapareció calle abajo.
Corrí hasta la esquina lo suficientemente rápido para ver a Mosca agachándose al costado de una casa; su chaqueta rosa resplandecía contra el revestimiento oscuro de la casa.
Cuando llegué a casa, le puse la queja a mis padres de que Mosca me había estado siguiendo, pero ellos chasquearon la lengua y me dijeron que probablemente iba en camino hacia su casa. Refunfuñé un poco más, pero al final lo dejé pasar. Después de todo, perfectamente pudieron haber tenido la razón.
El día siguiente, en la escuela, Mosca ofreció su sonrisa y saludo usual, pero pretendí que no la vi. Quería que supiera sin lugar a duda que no éramos amigas. Pareció captar el mensaje y dejó de saludarme.
Y, aun así, nunca dejó de sonreír.
El invierno llegó con fuerza ese año y la nieve cayó en sábanas gruesas y pesadas por encima de nuestro pueblo. Tuvimos unos cuantos días consecutivos de nieve y pasé afuera durante muchos de ellos, deslizándome en trineo y construyendo fuertes de nieve con los niños del vecindario.
Normalmente, habría ignorado las pisadas en la nieve alrededor de mi casa por la frecuencia con la que pasaba corriendo ahí afuera, pero cuando salí a brincos por la puerta para otro día de diversión de invierno, noté algo inusual. Tuvimos una nevada fresca por la noche y estaba emocionada por ser la primera en pisotear nuestro jardín, pero ya había huellas alrededor de nuestra puerta principal. Fruncí el ceño, preguntándome si uno de mis padres había salido cuando yo seguía dormida, pero me habían asegurado que me darían el honor de ser la primera en salir.
Dejé mi trineo junto a la puerta y seguí las huellas que iban desde el frente de mi casa, a un costado, y luego hacia la parte trasera, en donde formaban un círculo limpio bajo la ventana de nuestra sala de estar.
En el círculo, había ramas amarradas entre sí con cordel que se asemejaban a una muñeca rudimentaria.
Me estremecí a pesar de la calidez de mi chaqueta, y pateé nieve encima de esa cosa extraña antes de saltar en ella, compactando la nieve con fuerza por si acaso.
No tenía ninguna prueba, pero estaba segura de que Mosca estuvo merodeando por la casa.
No le mencioné las huellas ni las ramas a mis padres; dudaba que lo tomarían en serio si se los contaba. Seguían viendo a mosca como una chica inofensiva y solitaria que buscaba una amiga, pero yo sabía que tramaba algo, y la iba a atrapar y demostrar que no era la chica inocente que mis padres pensaban que era.
Solo necesitaba pensar en una buena trampa para Mosca.
Un golpe afuera de mi ventana me despertó a la mitad de la noche. Me enderecé enseguida y observé mi habitación, en donde mis cortinas estaban cerradas, bloqueando la noche. Contuve la respiración, mi ritmo cardíaco se empezó a acelerar, y esperé.
PUM
Me salí de la cama con sigilo y di un paso, y luego otro hacia la ventana. Había una voz, silente y apagada, y me congelé.
Hablaba consigo misma, o quizá me hablaba a mí; no estaba segura y me tenía plantada en mi sitio mientras escuchaba sus murmullos.
Al final, logré forzarme a seguir adelante. Agarré las cortinas y las recogí para poder ver afuera.
Mosca estaba sentada debajo de mi ventana con una de sus figuras de ramas en su mano. Cuando empujé las cortinas, ella alzó su mirada —pálida bajo la luz de luna aparte de sus grandes ojos negros—, y nos quedamos viendo la una a la otra por un momento tenso y largo antes de que diera un brinco y se fuera corriendo.
Después de regresar las cortinas a su lugar de un jalón, salté de vuelta de la cama y me hundí bajo mis sábanas. Fuera lo que fuera lo que mosca estuviera haciendo o la intención que tuviera, me tenía plenamente espantada.
Decidí que, si quería que se detuviera, tendría que obligarla yo misma. Se lo diría en la escuela al día siguiente, asegurándome de que todos escucharan cómo me había estado acosando y lo rara que era; eso era lo que haría. ¡La avergonzaría tanto que tendría que dejarme en paz!
Incluso con un plan en marcha, se me hizo difícil volver a dormir. Cada sonido de la intemperie me hacía preguntarme si Mosca había vuelto para sentarse debajo de mi ventana.
Pero ni siquiera llegó a la escuela al día siguiente, ni al siguiente, y nadie sabía en dónde estaba. Por más que me desagradara, aún estaba intrigada de por qué no había estado llegando a clases. Pensé que quizá tenía demasiado miedo de presentarse después de que la había cachado, o quizá solo estaba haciendo tiempo con la esperanza de que lo olvidara.
Me inquietaba tener que preguntarme en dónde estaba y qué era lo que estaba haciendo. Cuando estaba en la escuela, al menos podía mantener un ojo en ella. ¡Ahora podría estar irrumpiendo en mi hogar y haciendo Dios sabe qué con mis cosas! El simple hecho de pensarlo era suficiente para que me tuviera temblando de miedo e ira.
Todo apuntaba a que tendría que darle una probada de su propia medicina.
Después de clases, me acerqué a nuestro profesor y le dije que Mosca me había pedido que le llevara las tareas asignadas a su casa, pero que había olvidado su dirección. Nuestro maestro estuvo muy agradecido y me entregó gustoso la dirección de Mosca.
Insegura sobre lo que pretendía lograr, me apresuré a casa después de la escuela, tomé mi bicicleta y partí para encontrar a Mosca.
Vivía a solo unos cuantos kilómetros de distancia en un pequeño vecindario agradable con vallas blancas de palets y casas de dos pisos. Las luces navideñas centelleaban desde techos revestidos de nieve y ventanas esmeriladas. Revisé su dirección de nuevo y pedaleé hasta su casa, tratando de pensar en lo que le diría cuando la confrontara.
Mosca estaba parada en su jardín frontal cuando llegué. Sus manos estaban enterradas en los bolsillos de su chaqueta, y estaba observando su casa.
Me detuve con un derrape en la acera resbalosa y dejé que mi bicicleta cayera a mi lado ruidosamente.
—¡Oye! —la llamé tratando de sonar agresiva.
—Hola —contestó silenciosamente. No se giró para verme.
—¿Por qué me has estado siguiendo? —demandé, yendo al grano y pisoteando el suelo detrás de ella—. ¿Por qué estabas afuera de mi casa?
—Lo siento…
La agarré del brazo y la obligué a que me encarara con toda la furia que una niña de once años podía amasar, y luego toda mi bravuconería y valentía llegó a un final confuso.
Mosca aún estaba sonriendo, pero era una expresión forzada y apenada, y había lágrimas derramándose por sus mejillas.
—¿Mosca?
—Mosca —repitió a través de una sonrisa de dientes apretados—. Mi madre me dio ese apodo. ¿Sabes por qué?
—¿No? —inquirí con cautela.
—Comenzó a llamarme mosca porque yo solo era otra pequeña adición a la pila de mierda que era su vida, no haciendo más que zumbar y ser una peste.
Aflojé mi agarre sobre su brazo y ella se volteó de nuevo a su casa.
—Disculpa por haberte seguido y eso. Es solo que… Tu familia fue tan agradable. Tú también lo fuiste. Simplemente quería rodearme de eso. Fue divertido pretender por un tiempo.
—¿Pretender? —Había retrocedido un par de pasos involuntariamente. La manera en la que hablaba hacía que se me pusieran los pelos de punta.
—Sí. Pude pretender que éramos amigas, que le agradaba a tus padres. Incluso hice unas muñecas de ramas como si estuviéramos jugando juntas… Es estúpido, ¿eh?
—¿Por qué?
Se encogió de hombros y se pasó la manga de su chaqueta por la nariz.
—Porque tu papi no bebe mucho y se queda dormido en el piso y se orina encima. Tu mamá no sale con hombres diferentes cada noche para que le compren regalos. Te cocinan comida y te dejan traer amigos y no te pegan, ¿verdad?
—S… Sí —tartamudeé.
El olor de humo había comenzado a colmar el aire, y olfateé nerviosamente en tanto mi mirada se deslizaba hacia la casa. Una corriente delgada de gris hacía espirales desde debajo de la puerta frontal.
—No le caigo bien a mis padres. Sé que a ti tampoco te caigo bien, ni a tus amigos. No le caigo bien a nadie. Pero aun así me dejaste cenar contigo aquella vez, y fue tan… agradable.
Ahora el humo se estaba ondulando por debajo de la puerta y se presionaba contra las ventanas.
—¡Mosca, tu casa!
Ella asintió.
—Lo sé.
—¡Tenemos que llamar al novecientos once! ¡Y a tus padres!
Me estaba desesperando. Podía escuchar el crepitar de las llamas, que se hacían más fuertes y más hambrientas dentro de su hogar.
Mosca solo se quedó ahí parada, con una mirada brillante y húmeda, observando al fuego crecer.
—Mis padres están adentro.
Y en todo momento, a pesar de lo aquejada que era su expresión, nunca dejó de sonreír.
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