Y volteé, seguías allí, una bestia discreta con modales de primera, servías café y sonreías, mirabas a la multitud, una multitud de idiotas distribuidos en perfecto orden alfabético, que con sus ojos atentos y sus bocas bien abiertas, malgastaban su preciosa saliva diciendo palabras repetitivas que según prometían varios carteles, una serie de libros con portadas en rojo y un hombre maduro con apariencia demasiado feliz, le harían ser parte de un futuro mejor, todos miraban atentamente a este rey gritando palabras trilladas y sonriendo demasiado, bien podía ser un idiota más distribuido en una silla. No era nadie. Bueno, tal vez si, alguien que sabía engañar.
Todas estas personas venían dispuestas a olvidar algo, a rehacerse, a rescatar algo que simplemente no podía ser rescatado leyendo un pedazo de papel y repitiendo estúpidos mantras por horas. Yo era la idiota de la cuarta fila y tú eras el chico cuerdo que servía el café, no te conocía, pero por alguna razón solo al ver tus ojos, tus manías, tu forma de moverte, sabía que pensabas igual que yo y que probablemente mientras echabas azúcar a una taza de café, te reías por dentro de todas esas frases inconclusas que prometen futuros y de lo simple que el hombre de las postales hacía ver todo. Sabías que la vida no es más que eso que se te va, llorando y fumando cigarrillos mientras esperas una llamada, una palabra o una simple mirada que logre responder alguna de tus dudas.
Sentada allí, en el puesto numero 5, fila 4, me sentía un producto más en masa, que es vendido, rehusado y exportado a distintos países con diferentes etiquetas. La mía, era una blanca, pegada justo en el espacio del corazón que garateaba mi nombre en marcador negro, la tuya un carnet largo y forrado en plástico, lleno de colores.
Éramos parecidos y no precisamente por compartir y odiar esta ridícula situación, sino por formar parte de ella voluntariamente, porque a pesar de ser el chico del café, el peón obligado a servir a una manada de hombres con problemas de autoestima, tú te quedabas allí, oyendo las palabras inconclusas, el silencio, viendo las caras tristes de las personas, las caras de satisfacción, las caras llenas de sueños por cumplir, las caras que solo creían porque se les habían agotado las otras opciones y luego te mirabas a ti, me mirabas a mí y sonreías, pero no te reías por dentro, porque sabías que éramos seres desequilibrados, porque seamos realistas, ¿tú y yo?, ¿qué hacíamos allá? Sí, creíamos que todo era estúpido, nos reíamos, volteábamos los ojos, nos creíamos tan especiales, tan inteligentes, ellos se lo tragan todo, nosotros en cambio, entendemos mucho más, y pensamos en lo que dijo el tipo calvo mientras fumamos nuestro cigarrillo y llegamos a la conclusión que todo es falso, nada cambia, todo es igual, todo está mal y todo es perfecto al mismo tiempo.
Por fin te vi de cerca. Me serviste el café. Lo pedí sin azúcar, la verdad, me gusta el café con azúcar, no sé porque lo hice, tal vez no quería estar tanto tiempo cerca de ti y descubrir que probablemente fueras un idiota más distribuido entre los otros, pero sin número ni fila, quería pedirte el café con azúcar y crema, tal vez decirte una frase graciosa que rompiera la distancia entre nosotros dos, nada inteligente ni rebuscado, tan solo una frase que te hiciera reír y así hubiera podido ver tu sonrisa, tal vez tú me hubieras respondido algo igualmente agradable y en la hora libre que dan en estas charlas innecesarias, hubiéramos fumado un cigarrillo juntos, hablado por un rato y sin conocernos mucho escaparíamos a un lugar lejano o cercano, un viaje a Vienna o una habitación llena de licor serían una buena decisión. No importa a donde, nos habríamos largado y las reuniones de autoayuda extrañarían nuestra presencia invisible y nuestros ojos torcidos.
Pero no fue así , no hice nada de eso, me diste el café, te dije gracias y ni a los ojos te miré. Luego de un rato me di cuenta, que a mí, fue a la última persona que le serviste el café, al parecerme curioso esto, decidí salir, la verdad ya no soportaba ni un segundo más allá adentro, estabas parado junto al carrito de café, te vi, tenías los ojos de un verde tan claro que parecía amarillo, y una expresión muy seria. Sin más te pregunte: ¿por qué yo había sido la última?, la verdad ese especial detalle subió mi ego un poco, me miraste y buscaste mis ojos, no respondiste, permaneciste en silencio, yo no insistí más y salí de la sala de conferencias en dirección a mi casa. Llegué como de costumbre a una casa vacía, me acosté en mi cama y escribí esta nota, una nota para un desconocido de ojos amarillos que enveneno mi café.
Hermosa historia
¡muchas gracias!