Hay otras fotografías deterioradas y con una pátina de suciedad y tiempo más acentuada. Las primeras tienen fechas de los años cuarenta. Declaro, con la nueva seguridad de la que me he investido: "Son fotos de las familias de los tripulantes". Apenas si presto atención a las imágenes más antiguas porque encuentro diversos documentos, papeles, recortes de periódicos y revistas. El primero es un documento de venta del barco.
Le doy una ojeada rápida a los encabezados y sólo capto una fecha: 1929. Comienzo a leer y ya no estoy en el muelle, sino instalado en una mesa, en una casa de paredes altas. Es una casa antigua y oscura, pero no siniestra.
(La casa. Siempre es la misma en mis sueños. En mis primeras visitas a Cumaná, antes de marcharnos del campo petrolero, llegábamos a casas como las de mis sueños. De esos viajes guardo la visión de techos altísimos de cañabrava, una habitación con ataúdes vacíos, un estanque con pequeños caimanes, el nauseabundo olor de las flores en un jardín. Tal vez por eso las casas en mis sueños siempre tienen habitaciones colosales llenas de muebles viejos, telarañas, puertas gigantescas y rincones oscuros. Pero lo más extraordinario de estas casas –que son siempre la misma, por más que la arquitectura varíe en los detalles– es la sensación de familiaridad, no en el sentido de conocimiento, sino en el de pertenencia a una familia: en ellas estoy en casa, a pesar de ser siniestras y decrépitas. Quisiera poder explicarlo mejor: en ellas siempre estoy buscando algo o esperando a alguien. Recorro las habitaciones, los pasillos, con pasos furtivos, o más bien cautelosos, como cuando no se quiere que nos escuche alguien que duerme por miedo a importunarle, no por verdadero temor, sino por consideración, respeto o un sentimiento similar)
El documento que tengo entre las manos cambia de forma mientras lo leo. A veces es un diario, otras un artículo de revista anexo al documento de venta.
(La historia que se cuenta se repite de una y otra manera, es decir: los papeles –cartas, diarios, artículos periodísticos... –, se complementan y ofrecen una visión coherente y continua. Quisiera poder escribir así esta historia. Que cada documento se expresara por sí mismo, en sus distintos registros. No es que sea algo muy novedoso. Como ya señaló Mijail Bajtín, los escritores viven fascinados con la idea de apropiarse de la multiplicidad de los discursos: las formas judiciales, comerciales, los discursos de la intimidad, los avisos publicitarios, las ofertas de trabajo, los servicios de las masajistas, astrólogos, quirománticos, las proclamas revolucionarias... Quisieran poseerlos todos porque representan la inapresable realidad hecha de palabras y las tenues pero insoslayables relaciones entre las cosas)
En los documentos se narra cómo alguien de nombre difícil de identificar compró o alquiló el barco. "¿Mario Pasanni?" –dice un profesor de literatura sentado frente a mí– "¿Será familia de Renato Pasanni, el gran poeta de Carúpano?"
Sigo leyendo y, a medida que lo hago, las imágenes se forman en mi mente como proyectadas en una pantalla de trescientos sesenta grados. Me entero de que un joven de apellido corso compra o alquila el barco porque piensa hacer una película. Es la época inicial del cine venezolano, y el joven –digamos de una vez: Pasanni– ha estado vinculado a casi todas las películas venezolanas de los años diez y veinte. Su rostro aparece en fotografías borrosas; mejor dicho, nítidas fotografías donde su rostro siempre está borroso. Su nombre es mencionado en varios libros de cine venezolano y en revistas.
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