La muerte de Miroslava

in #drugwar7 years ago (edited)

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Estoy en Monterrey terminando de mudar la casa que compré hace más de una decada. Se encuentra en un fraccionamiento lindo y discreto, cercano al acceso del cañón de La Huasteca, que concentra en última instancia la mayoría de los afluentes primarios del poderoso y en ocasiones destructor Río Santa Catarina.
Por años he posteado los paseos por el río, que en ocasiones está vivo y corriente, las escaladas, las salidas a la bici y muchos momentos de auténtica felicidad. Nuestra tribu es muy adepta a esa combinación de gran esfuerzo de ejercicio y luego gran esfuerzo de pachanga.
Era tan buena la fiesta que mis amigos invitaban a sus amigos a que conocieran esta experiencia de desmadre gastrodélico.
María llegó ese sábado desde temprano invitada por una amiga. Algo cociné para mucha gente. No recuerdo bien qué. Quizás camarones y callos, tortilla de harina paceña. Eran tiempos de alta tensión de trabajo también y a mi me relaja mucho cocinar para mis amigos.
Y ahí cocinando, con vino (ellas y yo) y mariguana (yo), sobre el caldero donde se forjan las verdaderas amistades, me platicaba María que estaba deprimida, que tenía ya tiempo así.

Una chava divorciada, algunos años ya viviendo sola en esta ciudad cuya cultura puede ser muy agresiva para una mujer en esas condiciones, buscando alguna fórmula de paz en la vida que no pasara por la idea del marido-como-realización.
Su matrimonio no terminó cuando descubrió y perdonó la homosexualidad de su esposo, sino cuando intentó exigir el mismo grado de libertad sexual que él se permitía. Eso rompió las cosas. El marido la quería casta y pura mientras él andaba de puto. Al final ella persistió en su divorcio porque sentía que se iba a morir, a sabiendas de que le arrebataría la custodia de los hijos, se negaría a darle una pensión, y no recibiría nada de lo que habían construido juntos. Quién dijo que no hay jotitas poderosas y machistas. Y luego porqué odia uno al clóset.
Mi amiga pensó que acercar a María a nuestra tribu de freakys tragones le ayudaría a obtener otra perspectiva de las cosas y creo que lo logramos.
Pisteamos, fumamos y fuimos al río en La Huasteca. Recuerdo que yo estaba de muy mal humor. Irritable, crudo, creo que intentando dejar de fumar tabaco y que mi amigo y socio Américo me dijo tírate en el arroyo, refréscate en el agüita pirri, y se dedicó a servirle cubas a María todo el día.
Así lo hice y el agua fresca convirtió el cotorreo de María y todo el grupo en un murmullo lejano. Efectivamente, el agua me sanó.
Salimos de ahí. La pachanga siguió en mi casa y terminó, como casi siempre, hasta el domingo muy noche. Si mal no recuerdo, ese fué el fin de semana del 13 de Agosto del 2011.
El jueves 25 de Agosto yo cocinaba en mi oficina un spaghetti bolognese a manita, como Dios manda. Me contaminó la atmósfera un fuerte olor a plástico quemado. Supuse que había tirado la tapa de la pimienta a la olla o quizás directo a la hornilla. Revisé, probé: todo me sabía a plástico quemado.
Abrí la puerta de la oficina para ver si venía de afuera. Se veía un incendio importante a cosa de cuadra y media y me golpeó una segunda oleada de aire fétido y caliente. Era el Casino Royale en llamas.
Entré, le comenté a Américo que ya estaba verificando en twitter, reconociendo la situación. Apagamos, cerramos y salimos en chinga. En mi retrovisor ví las tanquetas cerrando calle tras calle sobre Avenida San Jerónimo.
Mi amiga me habló llorando esa misma noche o la siguiente. María estaba en el Casino Royale, como casi diario a esa hora, con sus dos hermanas. Las tres murieron. Miriam, Martha y María.
Mi amiga las iba a acompañar, pero ese día no pudo. Se salvó por una arbitrariedad del tráfico.
No escribí ningún detalle al respecto hasta hoy porque respeto el amor de mi amiga por María. Y todo esto acababa de pasar.
Pero si he mencionado el incidente por la manera en la que me afectó a mi.
Yo no soy una persona religiosa y evito en lo posible los rituales simbólicos, pero sólo se puede evitar lo que hacemos conscientemente.
En el corazón de mi cultura y de mi familia el departir conmigo en mi mesa o en mi cocina bebiendo es entrar en mi hogar. El “soltarte” y hablar de cosas personales en ese lugar con desconocidos que te sirven tragos es un ritual, un pase mágico y una iniciación. Si confluimos, si vibramos, ya eres nuestro. Estás dentro de la casa.
Si lastimas a quien ya pasó por ese umbral de mi casa, te estás metiendo con algo mío.
Yo no soy de las personas que puede pasar por esa experiencia con alguien y luego de mirar su esquela decir: “qué mala onda” y a darle por la vida. No puedo.
Sé que puede sonar cursi o tonto, cuasi-religioso si quieren, pero todavía no conozco ni a una persona que haya pasado por esa experiencia y no continúe vinculada con nosotros, con nuestro clan hasta el momento. Se alejan, nos dejamos de hablar, quizás nos olvidemos algún día, pero dudo que no nos volvamos a ver o mínimo a chatear. Partimos el pan y bebemos el vino y, aunque sea una vez, es para siempre.
Antes de que mi mamá me hablara la semana pasada yo ya lo sabía. Leí muy por encimita en facebook sobre una periodista asesinada en Chihuahua de nombre Miroslava. Luego en otro rápido post, alguien mencionaba graduada de la Autónoma de Baja California Sur. Luego vi su foto y algo se agitaba en mi memoria. La había visto yo, hace muchos años en La Paz. Algo tenía que ver con mis papás. Algo de la Universidad. Algo.
Luego de hablar con mi madre la recuerdo un poco mejor, pero solo flashes. Ella si se acuerda: una alumna brillante y brava. La mataron a ocho tiros.
Mi mamá y otras maestras de Miroslava, amigas todas, están enojadas y tristes. Les arrebataron algo que ellas, en ese otro ritual iniciático que es la educación, también hicieron suyo: una alumna. Les mataron a una de las suyas.
Es un lugar común hablar de cómo hemos normalizado la violencia extrema del narcoestado. Pero ninguno de nosotros puede normalizar la muerte de los suyos, mucho menos el arrebato violento de vidas que dan significado a la propia.
Creo que también podemos hacer un alto, levantar la cabeza y reconocer que aquí a tu amigo de al lado le mataron a uno de los suyos. Es bien improbable, a estas alturas, encontrar a alguien al que no le hayan matado, secuestrado o mutilado a alguien.
Yo creo que este es el único tema que importa en México. Que en la medida en la que no reconozcamos que este es el precio de la guerra, tampoco reconoceremos el suicidio colectivo que representa. Porque además, efectivamente, la pagamos entre todos.
Por eso he sido siempre, pero en particular desde María, muy terco al respecto: la guerra contra las drogas se tiene que terminar y no sólo aquí, se tiene que terminar para siempre en todo el mundo.
Es una exigencia radical, absoluta, indiscutible: la guerra contra las drogas es el cuarto reich y hay que exterminarla. Así se caigan todos los imperios, así se tambaleen sus instituciones, así grupos de poder sean exhibidos o destronados, así se “desestabilice el órden” (¿Cual?), esa guerra tiene que terminar. La tenemos que parar.
Empecemos otra vez. Todas las veces que sean necesarias. Hablemos de nuestros muertos: de quienes nos los arrebataron y de cómo nadie hizo nada. Hablemos de nuestros secuestrados mutilados, de cómo sus captores fueron protegidos por la policía. Hablemos de García Luna, tan convenientemente olvidado, que dejó escapar a una cruel secuestradora al intentar hacer quedar bien a Felipe Calderón, ahora tan preocupado por lavar sus limpias manos, a través de una falsificación noticiosa.
Hablemos del silencio mortal de Peña Nieto, que ya no habla de la guerra, pero que sigue matando igual a tantos mexicanos.
Hagámoslo siempre. Todos los días.
A mi no me importa quien carajo gane las elecciones.

Lo que me importa es que termine con la guerra contra las drogas y me importa porque ya no quiero que me maten a los míos y menos que, como hasta el día de hoy, no tenga yo ni la más mínima esperanza de justicia.

A Miriam, Martha y María Inés.
A Miroslava.