Los más favorecidos ya tenían una carrera universitaria y en consecuencia guardaban la esperanza de ejercerla en esa nueva tierra. Otros traían consigo un oficio que en cierta forma los hacían personas universales para casi cualquier país. Pero existían grupos, que solo llevan una maleta llena de sueños que ofrecer. Entre ellos mismos se diferenciaban por aquellos que lograron gestionar sus papeles y los que se equivocaron de país.
Bastaba una noche de llanto en silencio para iniciar el proceso de decisión. Una decisión impulsada por el hambre, la delincuencia y el auto secuestro. Una decisión envuelta en frustración, desilusión y desesperanza.
Una mente llena de dudas y un corazón envestido con un horrible dolor eran los acompañantes de rutina. Nunca faltaron las conversaciones con algún amigo que ya estuviese fuera, para realizarle no solo preguntas de orden práctico, sino también aquellas filosóficas del sentir, del extrañar, del saber si valía la pena.
Se hacían personas calladas mientras planificaban y ejecutaban lo poco que podían. Las desesperaciones los llevaban a elegir el país por el valor del boleto o por el recibimiento de alguien cercado. Todos con la ilusión de trabajar en cualquier cosa.
En su mayoría no había un estudio de oportunidades. Un plan proyectado. Una visión a cinco años. Solo había una decisión de irse sin saber qué es lo que harían al llegar a su destino.
Con sus ojos lagrimados y bajo una presión en su pecho, les decían a sus familias que se iban. Algunos con nostalgia. Otros se escudaban en la molestia y la bravura haciendo saber que ya no se calaban este rollo. Pero en el fondo, todos sentían las mismas ganas de explotar. De llorar. De abrazar.
Pero una madre siempre entiende. Ella lo sabía desde hacía mucho, incluso antes que su hijo. Ya había llorado antes de que la decisión fuese tomada. Aquel día no hubo lágrimas, ya existían muchas noches junto a ellas, mientras imaginada que ese momento llegaría. Llegó. Su respiración dio el primer aviso.
Un abrazo y un que Dios te bendiga eran las constantes en esos días. Las preguntas de rigor fueron contestadas mientras mantenían la compostura. ¿A dónde te vas? ¿Quién te recibirá? ¿Cómo lo harás?. En medio de la conversación ya la madre sabía que su muchacho había sido obligado a madurar en tan solo días.
Otra noche de lágrimas había llegado. Otra noche de preguntas hacia Dios. Otra noche de liberación. Una noche de llorar hasta que por la nariz no se pueda respirar. Esa noche hasta la postura para dormir era distinta, pues sus cuerpos quedaron en reposo en una forma de entrega total.
Llegó el día de partir. Una familia rota y un noviazgo en suspenso. Todos llenos de miedos y dudas. Uno de los novios crea a su alrededor una barrera sentimental para intentar sufrir menos. Ya no se responden los Te Quiero. El que lo hace cree que es lo mejor, mientras el otro no logra comprenderlo e intenta hacerlo duradero.
Impotencia. Rabia. Dolor. Injusticia. Son las cosas que se sienten frente a la puerta donde solo puede entrar el titular del boleto. En la ventana, con lágrimas en sus mejillas se colocan las familias para tomar la última fotografía. Ni la peor pesadilla los había preparado para el momento de la despedida. Nadie quiere un adiós, todos desean un hasta luego.
Un camino largo y tormentoso. Los más favorecidos pasaban horas en el aeropuerto, mientras la inmensa mayoría rodaban durante días en carreteras de una nación desconocida. Del otro lado, quedaban personas ansiosas de saber si todo iba bien. De la comida. Del alcance del dinero. Del verlo en línea y del color azul en los palitos del WhatsApp. Lo cierto es que nadie sabía en qué su mente ocupar.
En la primera salida conocieron el parque. Fueron a la plaza. Escucharon otro acento. Comieron cosas nuevas. Estuvieron en el metro. Algunos incluso tuvieron la suerte de conocer la casa de un verdadero presidente. Ese día se sintieron distintos. Ese día fue especial. Para muchos, un día único por demasiado tiempo.
Pensaron que al llegar acabaría la tristeza. La angustia del otro lado de saber cómo está. La ansiedad del reencuentro. Se hicieron falsas ilusiones. Habían llegado a la conclusión que al mirar cosas nuevas y recibir aquellas remesas mejoraría la situación. Todos se engañaron. En las noches, cuando estaban solos junto a las estrellas e intentaban acercarse a Dios, volvían a llorar.
Con el tiempo, al verse obligados a transformar sus vidas mediante el aprendizaje, y a cambiar su entorno mediante el emprender, ahí, justo ahí, comprenden que la vida les impartía clases con las materias más rudas que podían cursar.
Allí, en esa aula de clases, no solo se encuentran las personas que se fueron. Ese muchacho, ese padre, esa única hija. También están aquellos que han decidido quedarse. Todos ven las mismas materias. Cada quien lo hace desde la posición de su pupitre. Todos reciben eventualmente, las notas de un postgrado que nunca planearon cursar.
Cada día aprenden alguna nueva lección de aquel programa de estudios. Cada unidad curricular contenía materias como humildad, valoración, fe, vínculos, disminución del ego, organización, paciencia y fortaleza. Aquella planificación didáctica hecha por la vida, ya nos les permitiría nunca más ser los mismos de antes, y cada cierto tiempo, la vida les enviaba un fuerte instrumento evaluativo para medir sus nuevas competencias.
En mis próximos artículos relataré como estas vivencias otorgaron a estos valientes seres humanos, el título del mejor postgrado que han podido cursar. El único postgrado en el mundo que no necesita de apostilla para hacerse valer en cualquier país.
Si mis letras pueden servir a Dios en su propósito de guiar a mis hermanos repartidos en el mundo, solo pido sabiduría y discernimiento y las entrego todas.
José Aguilar Lusinchi
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