Ornitópolis

in #entropia5 years ago (edited)


Imagen editada con GIMP2. Las hojas fueron tomadas de WIki Commons, la fotografía del ave (Toxostoma curvirostre) es propia.

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Vuela una avecilla, el Sapiorostris ("sapiorrostris"), aquella cuya casta nadie conoce (¡Hay trabajo taxonómico por hacer!). Va hasta donde andan los zanates, vigilantes temibles, sus cabezas de un lado a otro, arriba o abajo, todo a la velocidad del parpadeo. Los guardias veneran a monolitos, recorren de izquierda a derecha alrededor de rocas, el recuerdo de tiempos en que se escribía con símbolos y se cortaba con piedra.

La pequeña ave los mira; los guardias beben agua del rocío, dulce néctar con sabor a césped, un trago luego una mirada, porque las aves son seres precavidos, siempre atentos, pero en ese instante se alejan y se llaman mutuamente. Al recinto idílico llega el susurro de un eco estridente, arriba se posa un Luisito, pregonero enmascarado, aquel de vientre dorado; pronto se presentan sus camaradas, se unen al trompeteo; despliegan las efervescentes plumas y de un árbol a otro brincan. Sapiorostris les observa tras parpadeos lentos, cada tanto menos, y menos, y menos... Ha ingresado a los Abismos Oníricos.

Ahí los cielos azules y limpios, y en la tierra dos bosques, uno antiguo y otro nuevo. Resguardado como dentro de un huevo verde, así se encuentra el pueblito. Son casas de madera con barro, grueso y alto, de finísimo tallado y techos de paja dorada y tejado broncíneo. Sapiorostris se lanza rumbo a un pino, allí aterriza junto a las hojas, suaves y con resplandor vigoroso. “¡Tatatatatatarrrrrrr!” Resuenan los tambores a toda velocidad “¡Tatatatatatarrrrrrr!”. Es barrio de carpinteros, aquellos que llaman belloteros: los que miran simpático, inteligentes, amistosos y fuertes; decoran los troncos con miles de diminutas recamaras.

A nuestro protagonista le entra curiosidad, se acerca al tronco y golpea ¡Aprendió a picotear de igual modo! Su pico y cuello se tornaron tan potentes como los de los belloteros. De inmediato brama sorprendido ¡Emite eco de carpintero! Ya domina la lengua de ese pueblo y es aceptado. En los días que siguieron el héroe se adentró a diferentes partes de aquel reino, donde las otras especies eran solitarias y temibles, como el carpintero enmascarado, enorme, escandaloso y de ojo penetrante. Muchas historias tienen los carpinteros, a pesar de no existir seguridad de cómo llegaron a ser, pero en los libros de piedra se hallan los testimonios más antiguos de su llegada, datan de aquella época que llaman Oligoceno, hace unos veintiocho millones de años.

Una mañana la avecilla tuvo antojo de insectos. Se paró al extremo de una delgadísima rama, su pico apuntaba hacia todos lados, y de inmediato desapareció con gracia. Sin temor ni sorpresa iba en picada cual proyectil, de repente extiende las plumas y se convierte en aeronave de asombrosas maniobras. Aterriza en lugares bajos, donde los pastizales efervescentes, al lado de senderos de piedra. Ahí aparecen y desaparecen los semilleros de collar, las hembras de sobrio y elegante vestido, los machos con smoking impecable, de pechera que resplandece.

Los semilleros entonan alegre silbido, otros más disfrutan de las semillas que brinda la hierba. El ave que seguimos degustó de esa comida y la encontró muy deliciosa, entonces notó que su pico se tornó chato y macizo; ya con el estómago lleno se dispuso a aprender el idioma de los semilleros. Resultó que su cantó fue incluso más bello a los oídos de las hembras, que arribaban a su presencia muy enamoradas; tras un rato, la avecilla se sintió acosada, paró su canto y se dio a la huida.

Permaneció bajo fresco y sombrío techo, buscando semillas entre las ramas. Momento ¡Ahhhhh! ¡Qué sensación tan horrible! Y se repite, porque el lugar se ha llenado de sonidos rimbombantes, muchos desagradables. El Sapiorostris así como muchos otros plumíferos ya no aguantaron la tortura, por ende comenzaron su éxodo hacia mansiones guardadas. Su antiguo hogar ahora evocaba estrés y confusión, los cantos se alteraban, los pájaros se perdían y llegaban a luchar entre ellos más de lo que acostumbraran, de modo que la salud se deterioró a causa de tanta presión.

–¡Fíjate estúpido! –brama un monstruo a otro, y entrambos, su repulsiva serenata de claxon presagia la caída del reino; mientras que en las casas otros activan sus cajas estridentes y estallan cuetes sin mesura, cuyos rugidos descarriados truenan los tímpanos día y noche. Así fue que los monstruos envenenaron la tierna sonata que solía existir.

Los exiliados llegaron al Bosque Nuevo. Como si se tratara del óleo más bello en evocar el espíritu rural, las praderas eran de maíz, frijol y calabaza, también había pequeñas cipreses en cultivo (aquellas que con frecuencia se confunden con pinos), junto a jardines florales y variados árboles dispersos, a veces ordenados como muros: cazahuates, guamúchiles, guajes y tantos otros. Los pájaros encontraron allí refugio y lugar de grato reposo, tanto así que muchos permanecieron durante generaciones. Y la avecilla contempló el ir y venir de las estaciones, pronto consideró aquel sitio como el de mayor bondad que alcanzaba a recordar.

Chak, chak, chak, chak, retumba el bosque ¿Serán los carpinteros? Mientras, las ramas bailan ¡Pero no se siente brisa alguna! Y un temblor tremendo sacude la sangre; toda alma grita desesperada, el cielo gira, luego las hojas y ramas se tornan puré. Sapiorostris jadea con fuerza, descansa pero observa los retortijones de su pueblo, luego caen pequeñas gotas rojas entre soplos agonizantes, ahí acuden perros y gatos. El sobreviviente escapó y encima de un largo poste observa, día tras día, cómo el hombre asesina a todos los árboles en tanto sus bestias devoran a moribundos y cadáveres. Las plantas desaparecieron salvo unas pocas, que crecerían cual maleza. Los hombres segregaron almizcles extraños, sin medir adecuadamente, por lo que su exceso envenenó a otras bestias y bichos, pero lo más terrible fue que muchos sitios pasaron a ser páramos de gas, asfalto y calor infernal.

Crujían las hojas, la yerba y las ramas, todas muertas y con telaraña, pero todavía ofrecieron vivienda digna, junto a ocasionales rocíos matutinos o incluso charcas poco contaminadas. Por acá, por ajullá, con chasquidos y truenos, vuelan con corona de negro y blanco. El pequeño Sapiorostris oye y entiende: “¡Acá!”, “alimento/agua”, “peligro”, entre otras pocas cosas que se decía en su lenguaje, de miles de chirridos estridentes. El héroe comienza a recitar tal idioma con grata fluidez, y le adoptan los de corona rayada, chíngolos simpáticos, de esas aves que se parecen a gorriones europeos. Son nómadas que revolotean de terreno en terreno, con peculiar orquesta de trompetas que los mantiene juntos. De cuando en cuando se adentra algún perro, o los demonios del mal que maúllan y trepan, pero el abrigo de los chíngolos es de guerra y a menudo pueden pasar desapercibidos.

Sin embargo desconocían el poder del demonio supremo. Se manifestó bajo el velo de las estrellas, su primer acto fue pintar color bronce a los árboles, cada vez más intenso; los pajarillos abrieron los ojos, parecioles contemplar al sol, a la par sentían un calor extraño y en aumento. El rey demonio empezó a susurrar más fuerte, y los habitantes de las hojas y ramas tuvieron miedo; sus tentáculos se extendieron por doquier; el calor superaba al de cualquier verano, era insoportable. Ningún chillido les valió, sus plumas quedaron calcinadas y ellos asfixiados. Para cuando el mal se marchó, sólo un soldado quedó en píe, exhausto y deprimido, apenas respirando; no pudo alzar vuelo, pero en viendo hacia las nubes cayó de bruces, y exhaló un último trino.

Tras muchas lunas el viento acabó por barrer los escombros, y la lluvia preparó la tierra, con lo cual las plantas crecieron otra vez, radiantes y con vigor en apariencia inquebrantable. Pero llegaron hordas incontrolables de ganado, que dañaban el suelo con su pezuña y asesinaban a muchas plantas, por tanto muy pocas sobrevivieron y el terreno se convirtió en un alto pastizal de pocos árboles, que en ciertas temporadas se tornaba muy espeso. Se escuchó de nueva cuenta el trompeteo de los chíngolos, aunque menos que antaño, al lado de extranjeras y elegantes garzas garrapateras ¡Conquistadoras indómitas! De las aves que mejor aprovechan al ganado.

Acaeció durante una tarde luminosa, con nubes inmensas e inmaculadas, que arribó un monstruo; los soldados se amedrentaron, emitieron las alarmas y comenzaron la huida. Unos pocos se detuvieron a distancia segura, a mirar; el monstruo no se acercaba, traía consigo un artefacto nunca antes visto, pareció que observaba con aquel, lucía como un cíclope. Resonó dicha máquina, extraño chillido a los oídos plumíferos, entonces el cíclope se retiró. En lo sucesivo llegarían más entes del mismo tipo, todos en aparente misión de paz.

–Los pájaros del barrio se concentran en los terrenos baldíos y los cultivos con árboles –dice el cíclope a su gente, quienes contemplan una exquisita presentación artística, las mejores fotos de las aves locales–. Acá vemos la disminución de agroecosistemas y parches de bosque, lo que ha reducido los lugares disponibles para aves y otros animales –y pasaron fotografías del horripilante incendio, una impactante secuencia donde las obras del hombre llegaron cual ameba contra el verdor olivo.

Conmovidos cercarían amplios refugios, con bardas de árboles y arbustos en lugar de materia inerte, de modo que en esos territorios sus actos ruines jamás volverían a cercenar la belleza. En los sitios que pudieron recuperar, sembraron y cuidaron de agro-ecosistemas, donde el ganado y la milpa estuvieron bajo la sombra de los árboles frutales. Y en sus hogares colocaron ofrendas de paz, agua azucarada, semillas, frutas y agua simple, incluso casitas y árboles oriundos. Fue de tal manera que el hombre se volvió benévolo, dominó su propio vuelo.

Sapiorostris bosteza, abre los ojos en medio de veloces parpadeos y mira a la distancia ¡Otro de su misma especie! Nuestro héroe emocionado va para allá, y el nuevo amigo lo lleva hasta un auténtico agroecosistema, bello y glorioso. Ahí decidió quedarse, lleno de júbilo y gozo hasta el fin de sus días.

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Xénrroda: I
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