El café / @reycard
–Al final de nuestras vidas, cuando ya estemos viejos, lo que me hará falta será un hombre como tú, con el que sentarme a conversar por ratos largos sin que me aburra. Porque, a fin de cuentas, si te pones a ver, con el tiempo, solo nos quedarán las palabras. –Ella había lanzado aquellas frases como un dardo certero, paradójicamente sin un aparente y definido objetivo. Por un momento pensé que lo había leído en alguna parte, en uno de esos mensajes que envían los más ociosos por redes sociales o por mensajería telefónica; se lo dije y ella se echó a reír con una sonrisa plena de dientes grandes que selló con un “Debí sonar de lo más cursi, hasta ridícula”. Tenía cierta habilidad para las frases, que salían de su boca como el depurados aforismos que a otros más preocupados por los formalismos les hubiese costado más de una noche de desvelos y trabajo.
Una brisa marina arrastraba algunas pocas hojas secas por el piso recién pulido del café, y revolvía sus cabellos, tapándole la cara. Ella los apartaba para dejar ver sus ojos y la frente con su piel que dibujaba ya algunas líneas de expresión. Las plantas del jardín se agitaban en un vaivén placentero a la vista y a nuestros cuerpos sudorosos. Nosotros, fieles a la costumbre de aquellos encuentros, bebíamos moca (la tercera taza), frío ya por la brisa incesante que se empeñaba en penetrar en cada rincón de la casa colonial donde funcionaba el café.
En otras circunstancias, algunos años antes, sus palabras me hubiesen emocionado hasta la excitación, acelerando mis latidos hasta quedarme casi sin poder respirar; habría perdido el dominio de mí mismo y me hubiese dejado llevar por ella a donde fuese, dispuesto a satisfacer cualquiera de sus deseos, el que fuese. Pero esta vez sentí que eran arrastradas como una hoja seca más, llevadas a lugares recónditos e insospechados, donde va a parar lo que la brisa hace volar hasta perder de vista, más allá de nuestro alcance. Sin embargo, algún efecto surtieron en mí, diferente en todo a la antigua efervescencia de mis sentimientos. Acaso sus palabras tenían la fuerza de un conjuro, un sortilegio. Ella no pareció darle mayor importancia a mi indiferencia.
Comenzaba a declinar la tarde. El cielo perdía su claridad y con cada minuto el gris lo dominaba todo; antes, un espectáculo de rosados y naranjas dibujó un caprichoso y breve cuadro impresionista. Con seguridad pronto tendríamos que dar por terminada nuestra reunión; los problemas de transporte habían convertido la ciudad en un sitio inhóspito y hostil, de calles y avenidas cada vez con menos gente.
Juntos habíamos vivido una historia intensa y apasionada en nuestros años de juventud. Cuesta ponerle adjetivos porque aunque no llegó a nada, ella parece que lo sobredimensionaba en estas conversaciones que teníamos eventualmente en este, nuestro café favorito. No digamos que lo idealizaba, sino que le daba una importancia que a mí me parecía que no tenía. Como aquella vez que me dijo que se había separado de su primer marido porque el tipo jamás aceptó la idea de que yo hubiese sido parte de su vida. A mí me descolocó aquello, aunque ella lo hizo ver como un comentario suelto.
Yo me había alejado, sospechando que mi relación con ella no me llevaba a ninguna parte, porque me parecía perniciosa; creo que me aparté más como un mecanismo de defensa que por cobardía. Ella insistió por un tiempo, hasta que también –asumí yo– renunció a que nos siguiésemos viendo. Tiempo después me dejó un mensaje en mi correo electrónico, que era una declaración para que hiciéramos las paces. Supongo que estaría salpicada de unas de estas frases en las que era experta, y que terminaron de convencerme. Acepté también porque supe, a través de amistades comunes, que se había casado (con el mismo que luego no me aceptaría ni como un vago recuerdo del pasado).
Reanudamos con los rituales simples de los que retoman una vieja amistad. Nos veíamos en este café, instalado en una renovada casa colonial del viejo barrio colonial. Nos tomábamos dos o tres mocas y nos actualizábamos en los pormenores de nuestras vidas desde la última conversa, y por allí seguíamos hacia distintos asuntos, incluso los más descabellados. Si al principio ponía cierta resistencia, igual terminaba sumergiéndome en la conversación, disfrutaba los café y la charla. Al final nos despedíamos y ella prometía volverme a escribir. Aunque yo no rechazaba ninguna de sus invitaciones, siempre lo hacíamos por iniciativa suya. Trataba de comprender sus motivaciones, sus intenciones ocultas, pero ella no revelaba nada que me permitiese comprender de qué se trataba todo aquello.
Hasta ahora.
Ese día sus palabras rompieron el repetido y rígido esquema de nuestros encuentros; como si hubiesen alterado el estado natural de las cosas. Revelaban una visión de futuro que nunca antes ella había puesto de manifiesto, para quien siempre el presente era lo importante y nada más; una manera muy opuesta a la mía, que había pensado y planeado los detalles de mi vida incluso muchos años después de mi jubilación. Ella ni siquiera tenía un trabajo estable. Su tono resignado y premonitorio me mostraban que había aceptado padecer una vida sin rumbo, desordenada e infeliz por la promesa de un futuro junto a mí cuando los dos fuésemos viejos. La idea no me atraía en lo más mínimo, pero me aterraba la convicción de su mirada.
Cuando nos despedimos, sus palabras habían surtido en mí el efecto de un conjuro, un sortilegio, un hechizo. Ella volvería a su casa con su segundo marido, y prepararía una cena ligera para él y sus dos hijos. Yo retomaría el camino a mi casa, sin poder recostarme hasta que las niñas y mi mujer se hubiesen dormido. Y trataría de conciliar el sueño, perturbado por la idea de que algo había cambiado.
@reycard (Reinaldo Cardoza Figueroa)* (Cumaná-Venezuela) es narrador e investigador de la literatura latinoamericana. Profesor universitario. Algunos de sus cuentos aparecieron en la Antología de jóvenes narradores sucrenses (2008). En 2011, resultó ganador del IV Premio Nacional Universitario de Literatura, mención Narrativa, por el libro de cuentos Bosque salvaje (2012).
Saludos, @reycard. Tiempo sin leerte. ¡Qué manera de reencontrarte con tus lectores!
Este cuento es un deleite. Una narración impecable, iluminada de colores, aromas y emociones. Una carga que se libera solo al final, cumpliendo así la máxima universal de un buen cuento.
Mucho que decir de un tema tan escabroso, pero del cual nadie escapa.
Has logrado crear dos personajes muy humanos, muy honestos y con los cuales cualquier lector(a) adulto(a) muy fácilmente puede identificarse.
Que bueno volver a leer tus cuentos @reycard, me alegra que estés en este ejemplar de periplos y tu historia tan bien contada me llenó de nostalgia. Tocas muchos elementos (algunos velados) que se relacionan con la vida misma, con momentos que van quedando atrás, con futuros inciertos y siempre perfumados con aroma a café.
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Magnífico cuento, @reycard, que se adentra en su asunto por vías indirectas, con tu sutileza habitual.
Ha sido un placer leerte.
Saludos.
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