Decir que el espacio es un objeto, sería buscarle definición a algo intangible, es decir, limitar la imaginación de una percepción ilimitada, y por lo tanto, hacerlo tangible; además que sería entonces delimitar la experiencia vivencial de cada sujeto.
Cada vida es una experiencia distinta, así como cada lugar posee espacios que se viven a partir de nuevas experiencias.
Si bien un espacio es logrado por objetos concebidos alrededor o dentro de un lugar, la experiencia vivencial no se crea sino hasta que el usuario por sí mismo vive y presencia su propia experiencia, es entonces cuando la fenomenología se crea, y se le hace referencia principalmente en primera persona, pues es uno quien vive sus propias experiencias, el único que puede lograr describir lo vivido anteriormente.
Por otro lado, el querer vivir un lugar viene dado a partir de analizar el espacio que se recorre, que se observa y por consiguiente que se presencia. Recorrer una serie de panoramas que se presentan día a día, (ya sea atravesar una calle, montarse en un autobús, subir en un elevador, abrir la puerta de un salón, entrar a la habitación), son actividades que podríamos realizar a diario, pero que si no estamos conscientes de lo que vivimos, no podríamos cuestionarnos el hecho de la existencia de ciertos lugares. Es entonces cuando llegamos a debatirnos si en realidad estos lugares existen o son reflejo de una experiencia vivida anteriormente, si este lugar expresa lo mismo para otro o es el otro quien lo percibe de una manera totalmente diferente.
Saber vivir un espacio no está en definirlo, sino más bien en saber cómo describirlo. Al definir el espacio, nos cerraríamos a la posibilidad de que sea otra cosa y no justamente lo que deseamos, por otro lado, el describirlo nos haría una vez más vivirlo y hacer vivir a quien lee o escucha nuestra descripción. Texturas, colores, formas, olores, sabores, matices, y un sinfín de características que podríamos usar al momento de relatar una experiencia, un espacio vivido, un lugar habitado.
El hecho de recorrer un espacio nos hace entonces cuestionarnos si cada individuo que transcurre a diario por allí vive la experiencia del mismo modo; pensar en el hecho de si cada obra de arte, cada árbol, cada sombra y cada grada refleja lo mismo para cada uno de sus perceptores, pues por más que tengamos la misma estatura y el mismo recorrido, nunca vamos a tener la misma percepción hacia elementos que constituyen un espacio en algún lugar creado por la naturaleza y más adelante definido por el hombre. El estudiante que camina de una facultad a otra, el peatón que atraviesa por la calle del medio, el profesor que toma un café en otra facultad que no es la suya y enseguida regresa a su hábitat de trabajo. La esencia de la ciudad materializada por gente que va y viene, el colorido de ella que destaca un ritmo perceptible ante tanta naturaleza, los picos a un costado, bordeando en mayor escala el espacio que el habitante de a pie percibe mientras se moviliza dentro de un mismo núcleo universitario, y diversas situaciones que se pueden presentar a lo largo de un amplio recorrido lleno de espacios vivenciales por cada uno.
Es entonces cuando se cuestiona “¿qué es un espacio?”, y llegaríamos a la misma definición del principio: “definir es limitar”, así pues, un espacio es mucho más que la apreciación de cada uno en cuanto a la experiencia vivida cotidianamente dentro de un espacio público; es la perspicacia que cada individuo tiene al momento de penetrar en un ámbito que visita por primera vez; es en conclusión, la vivencia llena de intenciones y retenciones que cada uno vive, y por ende, se narra en primera persona y en singular, pues nadie sabe lo que el otro ve, lo que el otro escucha, y mucho menos, lo que siente.
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