Me Inspiro en ti, Verónica:
Muéstrame tus dibujos.
Inspiración.
¿Dónde se consigue?
¿O de dónde surge?
¿Cómo se le da vida?
¿Cómo encendemos esa chispa?
Por años, pensé que era un golpe de suerte que solo aquellos con el talento suficiente —o la inteligente de reconocerlo— eran los capaces de tomarlo entre sus dedos y transformarlo en oro.
En algo brillante, limpio e inigualable.
Algo tangible, alucinante.
Pasé mi vida buscando producir magia a la fuerza, con mi voluntad. Hoy, entendí que la inspiración no es un golpe. Ni siquiera algo desconocido que un día se atraviesa a medio camino.
La inspiración está cerca, es conocida y con sensación de familia.
La inspiración llegaba por olores, por roces o sonidos que parecían viajar contigo a través del tiempo.
Para mi padre, fue la risa de mi madre.
Para Jace, las caricias de April.
Para April, las sonrisas de Jace.
Para mí, siempre fue Vera.
Verónica corría alrededor de la cancha como si en algún momento fuera a caerse sobre el césped, pero se veía contenta. Tan contenta como puede estar una chica menuda y poco atlética a las 8:00 AM.
Su piel blanca, casi pálida, brillaba enrojecida a causa de su sudor y el esfuerzo. Los mechones rojizos que consiguieron escaparse de su cola alta estaban esparcidos y pegados a su cuello y rostro. Resoplaba por la boca, sus pecas se marcaban y se acentuaban.
A mí, por otro lado, me gustaba venir y observarla. Y a ella le gustaba fingir que no se daba cuenta, pero era totalmente consciente de mi presencia.
Así que de esa forma transcurrían algunas mañanas; ella corría mirándome de reojo y yo me dedicaba a dibujarla.
Pero esa mañana, como cosa rara entre nosotros, ella desvió su marcha.
—¿Qué haces? —Preguntó sentándose a mi lado, se veía acalorada, cansada y muy, muy, relajada. Inmediatamente cerré las páginas del block sobre mis piernas.
Elevó su ceja de forma incrédula: —Vamos, Oliver. Déjame ver.
Entonces yo reí.
—Ni por error, Vera.
Por el contrario, solamente estiré mi mano y aparté mechones de cabello de su rostro. Ella me dejaba tocarla como si confiara absolutamente en mí.
Le había dicho que aquel lugar me inspiraba y que por eso siempre me encontraba allí. Sin embargo, más era el tiempo que me dedicaba a observarla que el que invertía en mis dibujos.
Dibujaba, pero siempre lo hacía al llegar a casa, luego de dejar escapar la mañana mirándola sonrojada desde las gradas.
—¿Acaso me estás dibujando? —Preguntó ladeando la cabeza, aquel era un gesto típico de ella. Ladeaba la cabeza como una pequeña ave curioso y en vigilia.
Si.
—No.
—No te creo. —Me retó conteniendo la risa, se inclinó sobre mi tratando de arrancarme el cuaderno de entre los dedos.
Su risa era estremecedora, tierna. No era musical ni moderada, era igual que ella: llamativa, curiosa, adictiva.
Era imposible no reírse cuando Vera lo hacía.
—No vas a ver mis dibujos. —Le dije riendo, la sostuve entre mis manos, cuidando siempre que las suyas se alejaran de mis pertenencias, y la miré.
Tenía los ojos oscuros, pero un tono más caramelo en el borde. Sus labios eran finos y pálidos. Arrugaba la nariz intentando ser graciosa y las pecas de su rostro eran como si hubieran explotado sobre él; sin orden, sin propósito. Solamente ahí, decorando lo más hermoso que había visto.
Su cabello era rojo, intenso, casi de mentiras, oscurecido por la humedad. Verónica siempre olía distinto, era un olor particular, era capaz de reconocerla cuando llegaba y de extrañarlo cuando se iba.
Verónica me recordaba a la tierra mojada, más específicamente, a las bebidas de canela que mi madre solía preparar los días lluviosos cuando salía a jugar afuera bajo la lluvia.
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