—¿Y qué te impide comprarla Simón? Si lo deseas puedo empezar las negociaciones con alguna casa cercana. —Respondió.
—Pero bueno Mariano ¿Tú no ves que ando sin un solo peso? A duras penas nos hemos mantenido porque logramos vender los juegos de cubiertos de plata. Y la venta de las minas de cobre allá en Venezuela va a paso de morrocoy. —Respondió Simón, quien fue invadido por un ataque de tos. Sus pies estaban sumergidos en un balde de madera lleno de agua tibia, que era cambiada con regularidad por uno de los baqueanos de la casa. —Y dudo que reciba noticia alguna, pues ahora también soy proscrito del departamento de Venezuela. —Dijo.
—Sé que es una pregunta muy personal la que te haré a continuación, pero coño chico, ¿y qué pasó con todos tus sueldos como presidente?
—¿Qué más va a pasar? Los regalé a familias, viudas, deudos y cuanta persona venía a solicitar ayuda, salía yo como San Nicolás de Bari en auxilios y regalos… A pesar de lo que digan mis enemigos de mí, jamás nadie podrá decir que tuve algún interés económico en mis acciones, tú que me conociste en opulencia, sabes que entregué todos mis bienes materiales a la magna causa de la patria… Y lo volvería a hacer mil veces más. —Respondió soltando una débil sonrisa nostálgica, luego de una carcajada. —Pero ahorita sí que necesitamos un poco de esa opulencia, porque estamos fritos, chico, aunque nada peor que la situación que viví en Jamaica en el año 15, así que estamos bien Mariano, Dios proveerá. —Por la puerta a su izquierda, salió el General José Laurencio Silva, hombre de armas tomar y de vieja data en el conflicto bélico, cuentan las historias y leyendas del ejército que este hombre está bendecido por Dios, y que La Muerte nunca se atrevió a tocarlo, que ella mejor esperaría a que el tiempo le hiciera el trabajo.
—¡José Laurencio! —Dijo el Libertador denotando alegría en su enfermo rostro— ¡El hombre de las mil batallas y las mil y una heridas! Sabes que me siento muy protegido por tu presencia, desde 1810 has luchado por nuestro sueño sin flaquear nunca. Me alegro que estés aquí mi buen amigo. —Concluyó.
—¡Mi General Bolívar, mi General Montilla! —Dijo parándose firme Silva— ¡El honor es mío al permitírseme acompañarles. Ya es hora mi General, le esperan en la sala. —Dijo.
Bolívar intentaba levantarse, rápidamente fue auxiliado por ambos generales. El baqueano llegó al momento y secó sus pies con un paño, luego le ayudó a acomodarlos en las alpargatas, tal era la debilidad de su cuerpo que siquiera podía ponerse calzado. Entraron en la sala, en donde se encontraban dispuestos todos los presentes, Bolívar les saludó y luego se dirigieron a la capilla de aquella lujosa quinta, todos los elementos sacros estaban dispuestos para la liturgia, la última ceremonia religiosa donde le serían suministrados los sacramentos finales.
Concluida la ceremonia, el Libertador fue conducido a la sala, allí se encontraban formados en semicírculo algunas personalidades importantes: Mariano Montilla, José María Carreño, José Laurencio Silva, Don Joaquín de Mier, Don Manuel de Ujoeta, el licenciado Don Manuel Restrepo y el galeno francés Don Próspero Reverend, quien se había encargado de los servicios médicos de El Libertador. Bolívar se levantó con mucha dificultad ante la sorpresa de los presentes, era como si hubiese sacado sus últimas fuerzas para estar presente en aquel triste acto. Vio al licenciado Restrepo quien le extendió unos documentos, El Libertador los tomó y empezó a leerlos.
—¡Aquí les presento un mensaje de despedida!¡Esta será mi última proclama! —Dijo con debilidad ante la sorpresa de los presentes, quienes cruzaban miradas llenas de confusión y tristeza.
—¡A los pueblos de Colombia! ¡Colombianos! Habéis presenciado mis esfuerzos para plantar la libertad donde antes reinaba la tiranía. He trabajado con desinterés abandonando mi fortuna y aún mi tranquilidad. Me separé del mando cuando me persuadí que desconfiabais de mi desprendimiento. Mis enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más sagrado: mi reputación y mi amor a la libertad. He sido víctima de mis perseguidores, quienes me han conducido a las puertas del sepulcro. Yo los perdono. —Un fuerte ataque de tos, acompañado de sangre, interrumpió la lectura de El Libertador, Mariano Montilla le socorrió ayudándole a sentarse. El licenciado Restrepo continuó la lectura siendo aprobada por El Libertador.
»” …Al desaparecer de en medio de vosotros, mi cariño me dice que debo hacer la manifestación de mis últimos deseos. No aspiro a otra gloria que a la consolidación de Colombia. Todos debéis trabajar por el bien inestimable de la unión: los pueblos, obedeciendo al actual gobierno para librarse de la anarquía, los ministros del Santuario dirigiendo sus oraciones al cielo y los militares empleando su espada en defender las garantías sociales. ¡Colombianos! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión…” —El licenciado Restrepo se detuvo unos segundos dejando a la expectativa a los presentes, luego finalizó con la voz quebrada. —“Yo bajaré tranquilo al sepulcro…” —Todos los presentes sintieron un frío paralizante.
—¡Sí, al sepulcro… que es a donde me han enviado mis conciudadanos, pero yo los perdono! —Dijo Bolívar desde la butaca donde estaba sentado ante la sorpresa de los presentes. El Libertador se levantó con mucha dificultad siendo atendido por Mariano Montilla, se dirigía a la habitación que le acogía.
—¡Ojalá que yo pueda llevar conmigo el consuelo de que todos permanezcan unidos! ¡Unidos prevaleceremos, divididos caeremos! —Dijo entre quejidos mientras se retiraba. Algunas lágrimas corrían en las mejillas de los presentes.
—¡Simón, Simón… despierta amado mío! —Bolívar escuchaba una joven voz con acento español, su sonido traía paz y una profunda nostalgia al Libertador.
—María Teresa, ¿eres tú? —Preguntó invadido de una gran emoción al escuchar la voz de su difunta esposa, se levantó de su cama sin ningún dolor ni malestar, repentinamente, se halló en un bergantín rodeado de oscuridad; no había mar, cielo, aves, marinos… nada, un barco navegando en medio de la nada.
—Simón, ven Simón. —La misma voz melodiosa nacía de una hermosa mujer.
—¿Pepita? —Bolívar era llamado por Pepita Machado, su segundo gran amor, pero extrañamente, con la voz de María Teresa. Simón tomó su mano y ambos entraron en el alcázar del barco.
El escenario cambió, ahora se encontraba en aquel histórico sitio que vio nacer a Colombia, aquella gran casa en la ciudad de Angostura. Todos los presentes prestaban atención al discurso anfitriónico que daba el orador de orden, que ya finalizaba su intervención, Bolívar intentaba reconocer los rostros de aquellos hombres, pero no podía ver sus rostros.
—…Un gobierno que haga reinar la inocencia, la humanidad y la paz. Un gobierno que haga triunfar bajo el imperio de leyes inexorables, la igualdad y la libertad. ¡Señor, empezad vuestras funciones; yo he terminado las mías! —Ante Simón, se alzaron un sinfín de aplausos y hurras que hacían retumbar las paredes del sitio, Bolívar sentía una alegría nostálgica. El orador era un hombre de mediana estatura, pelirrojo y de ojos verdes, tenía un uniforme de general patriota con un fajín tricolor rodeándole la cintura. Un grito sacó de concentración al Libertador.
—¡Viva el Libertador… Larga vida al General Boves… Padre de Colombia! —Bolívar sentía un desespero agobiante, aunque nunca le conoció, reconocía, como por un instinto inexplicable, que aquel hombre que había robado su célebre discurso era el mismísimo José Tomás Boves; su némesis, su enemigo a muerte, su contraparte.
—¡Boves está muerto! ¡Boves es un tirano! ¡Boves es español! —Gritaba con fuerza entre los presentes, pero nadie escuchaba, era como si fuese un fantasma. Solo un hombre hizo caso de sus palabras.
—¡Hasta que al fin le conozco Simón Bolívar! —Dijo Boves— ¡El gran Simón Bolívar! —Agregó con ironía.
—¡Tú estás muerto! —Replicó el Libertador con aires desafiantes.
—¡Claro que lo estoy, como tú pronto lo estarás… todos morimos tarde o temprano! —Respondió mientras posaba su mano en el hombro de Simón. Le llevó hasta la gran puerta de madera que conducía a la salida, la abrió y de inmediato se encontraban en la Plaza Mayor de Caracas. Aquella escena onírica era espantosa, todo ardía en llamas; la catedral de Caracas, el cerro de Ávila, las casas, el cabildo, los árboles, la grama, el horizonte, todo era consumido por las llamas menos la Plaza Mayor.
—¡Tú mantuanito, tú piensas que ganaste la guerra, pero no es así, yo te gané… aún después de muerto te ganaré, con el pasar de los siglos te seguiré ganando! —Decía Boves con una calma sepulcral—, yo sembré en la memoria del pueblo el poder de la demagogia, las castas oprimidas siempre verán en mí a un Libertador, a un Redentor, a un Salvador… Yo soy el Libertador de los oprimidos, y cuando estos pueblos se sientan oprimidos, yo volveré en muchas formas para liberar su furia sobre los ricos como tú y tus generales mantuanos. —Dijo el asturiano, en su rostro se dibujó una sonrisa cálida y amena, llena de una profunda paz, sus palabras estaban cargadas de un mensaje de rabia y rencor, pero su expresión decía todo lo contrario.
—Pues tú tampoco ganarás esta guerra maldito, mientras las ideas de quienes fundamos estas naciones vivan, mientras la educación de los ciudadanos perdure, tus infernales pensamientos resentidos serán contenidos, ¿quieres una guerra hasta el final de los tiempos? ¡Pues, la tendrás! ¡Ya te vencimos en el pasado reciente, te volveremos a vencer en el futuro! —Bolívar sentía un calor sofocante, se zafó de Boves lanzándole un puñetazo, cuando cayó en cuenta el asturiano ya no estaba.
—¡Ayúdanos Padre Fundador! ¡Ayúdenos don Simón! ¡Tú eres la solución a todo! —De la nada y entre el fuego, miles de personas se acercaban arrodillados suplicando ayuda, sus rostros denotaban desespero, hambre, miedo, terror; niños, ancianos, mujeres, soldados patriotas, realistas, peruanos, bolivianos, neogranadinos, españoles, franceses, norteamericanos, indios… de todas las nacionalidades y todas las épocas, millones suplicaban su auxilio.
—¡No puedo ayudarlos a todos, no puedo… no puedo, estoy muriendo, no puedo! —La desesperación se apoderó de la mente de Simón, que, al sentirse asfixiado e impotente ante tanto dolor ajeno, se desmayó.
Simón despertó en su cama, cayendo en cuenta que se encontraba en la quinta San Pedro Alejandríno, se secó el sudor de su frente y empezó a llamar a Mariano y al doctor Reverend.
—¡Mariano, doctor Reverend! —Gritaba una y otra vez.
—¡Nadie vendrá Simón, estamos solos en esta lucha! —Bolívar reconoció aquella voz, nunca pudo olvidarla, pues, le atormentaba desde aquel triste ocaso de Angostura, en octubre del año 17.
—¡Manuel! ¿Qué haces aquí? —Preguntó Bolívar al hombre que estaba sentado en un catre de lado derecho de la cama.
—¿Para esto me sacrificaste Simón? ¿Cuántas veces te advertimos los orientales que esta locura llamada Colombia era un imposible? —Quien respondía era el General Manuel Piar, su uniforme resplandecía con un brillo celestial, como si de un paladín se tratase, sus ojos azules como zafiros veían al suelo.
—¡Tú te alzaste contra la república! —Respondió Bolívar, sin verlo al rostro.
—¿Me alcé? Te equivocas Simón, yo fui el único que te guardó obediencia cuando aquellos que te traicionaban buscaban tu cabeza. Sin embargo, no he venido a juzgarte, nuestros errores lo pagarán las generaciones venideras, y ellos tendrán que buscar soluciones, ya eso no nos corresponde. Espero ellos puedan perdonarnos. —Piar se levantó y se dirigió a la puerta. Siendo interrumpido por la voz de Bolívar.
—¡Perdóname querido hermano! —Dijo Bolívar, Piar sonrió sin girar su vista, un alma que encontraba al fin la paz. Al llegar a la puerta, Manuel giró su vista, Bolívar no reconoció a Piar, por el contrario, vio el rostro del Almirante de Colombia, a José Prudencio Padilla.
—¡Nosotros te perdonamos mi General, es hora de zarpar, hay un lugar destinado a todos aquellos que luchamos y morimos por la magna causa de la libertad… lo esperamos mi General! —Las voces de Piar y Padilla se cruzaban sonando al unísono. Bolívar se levantó de la cama, frente a él, alguien le esperaba con su uniforme.
—¡Su Excelencia, partimos pronto, debe posar su mejor imagen! —Bolívar fue invadido por una grata emoción al ver a ese hombre.
—¡Antonio José, amigo mío! —Una lágrima de felicidad recorrió el rostro de Bolívar al ver la resplandeciente silueta de Sucre. Rápidamente, Bolívar se colocó su uniforme, ya listos, ambos encausaron sus sables y salieron por la puerta sin cruzar palabras.
—¡Está delirando de nuevo, debe ser otra pesadilla por la fiebre! —Decía Montilla al doctor Reverend, quien se remangaba la camisa para colocar compresas húmedas en la frente y pecho del Libertador. Reverend tomó el pulso y notó que estaba muy débil, vio a Montilla y, con un movimiento de cabeza, lamentó el inminente y trágico hecho. Se levantó dirigiéndose a la sala.
—¡Señores! —Dijo el doctor Reverend con triste voz—¡Si queréis presenciar los últimos momentos y postrer aliento del Libertador, ya es tiempo! —De inmediato, su lecho de muerte fue rodeado, Montilla se levantó llorando siendo apoyado por José Laurencio Silva. Bolívar respiraba rápidamente, de repente inhaló profundamente, como aquel último respiro para llevarse lo primero que sentimos al llegar al mundo: el aire. Luego, su cuerpo se desinfló por completo. Simón Bolívar dejaba de existir ¡Colombia dejaba de existir!
—¡Ha muerto un gran hombre! —Dijo Don Joaquín de Mier mientras secaba una lágrima.
—¡Anote bien esta hora Don Joaquín, es la una más unos minutos de la tarde del 17 de diciembre de 1830! —Dijo Laurencio Silva— ¡Hoy muere el gran hombre, pero hoy también nace una gran leyenda! ¡Que en paz descanse mi General! —Dijo Silva mientras se paraba firme y saludaba, los otros oficiales le emularon.
Juan Carlos Díaz Quilen
Serie Héroes Muertos
La muerte de Colombia la Grande
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Extraordinario relato amigo @juancarlos2906, lastimosamente, creo no equivocarme al afirmar que el tirano Boves le lleva la delantera en esta "guerra hasta el final de los tiempos" al Libertador... por ahora. Saludos.
Muchas gracias por tus palabras Manuel. Un abrazo, y en efecto, es una lucha, al parecer, de siglos, pero siempre la razón se interpone a la pasión.
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