Cuando en el siglo XV se iniciaron los viajes de los galeones de Manila recorriendo la ruta de Filipinas a Acapulco, aprovechando la corriente del Kuro Sivo que pasa frente a la península de California, muchos barcos piratas acechaban su paso con el fin de apoderarse de las riquezas que traían. Uno de esos galeones, el Santa Ana, fue apresado por el corsario Thomas Cavendish frente a las costas de San José del Cabo y después de apoderarse del botín lo incendiaron.
En 1615, otro pirata de origen holandés, Boris Von Spilbergen, salió del puerto de Vlissinger rumbo al continente americano en busca de los galeones a los que por cierto nunca encontró. En su recorrido llegó a las costas de la Baja California y se cree que sus barcos se refugiaron en la bahía de La Paz. Andando el tiempo esos piratas fueron conocidos como “Los Pichilingues”. La leyenda dice: “Corría el siglo XVI cuando fue inaugurada, en el año de 1565, la ruta marítima Manila-Acapulco, cuyo primer recorrido estuvo a cargo del fraile Andrés de Urdaneta. Desde esa fecha mil galeones siguieron el mismo camino durante 250 años, trayendo de Asia telas de seda, artículos de jade y marfil, muebles tallados, perlas y joyas valiosas. De la Nueva España se llevaban cacao, cobre, plata y otros productos.
El establecimiento de este comercio entre los dos continentes despertó la codicia de otras potencias como Inglaterra, que permitió a piratas de su país asaltaran a los galeones en sus travesías. Uno de estos corsarios fue Francis Drake, quien en el año de 1578 recorrió todo el literal del Océano Pacífico atacando y saqueando puertos, apoderándose de buques españoles. El botín así adquirido fue muy valioso, sobre todo por el oro y la plata que contenía.
Uno de los barcos que asaltó fue la Nao “Santa Fe” a la altura de Cabo Corrientes, que llevaba en su interior un riquísimo cargamento de monedas de oro, perlas y joyas. Perseguido de cerca por dos embarcaciones españolas, se dirigió al norte rumbo a la península de California. Penetro en la bahía de La Paz y fondeó frente a la isla de San Juan Nepomuceno que enmarca la bahía de pichilingue. Ahí, ante la amenaza de sus perseguidores, Drake decidió esconder el tesoro amparado por las sombras de la noche. Acompañado de tres hombres de su entera confianza bajó a tierra y en uno de los declives de la isla sepultó los cofres del tesoro, no sin antes tomar las debidas referencias geográficas para su posterior recuperación.
En ese lugar permaneció cinco días esperando que pasara el peligro, al cabo de los cuales el barco desplegó sus velas y enfiló al sur, con el fin de pasar por el Estrecho de Magallanes y retornar a su patria, llevando en sus bodegas parte de las riquezas obtenidas en sus correrías por los mares y costas del continente americano.
Lo que fue un secreto quedó al descubierto, por que unos indios pericués, que habían llegado unos días antes a las costas de la bahía provenientes de la isla de Espíritu Santo donde tenían su residencia, observaron de cerca los movimientos de los piratas, aunque sin saber con certeza lo que ocultaron. Así, de boca en boca, fue transmitiéndose la noticia hasta llegar a oídos de los colonizadores españoles, quienes de apresuraron a buscar el botín.
Han pasado más de 400 años y el tesoro no ha sido encontrado. Existe la creencia de que Drake simuló enterrarlo, pero lo que hizo en realidad fue arrojar los cofres al mar sujetos a una pesada ancla a fin de evitar que las corrientes marinas lo arrastraran. Prueba de ello es que en una ocasión dos pescadores que recorrían las aguas de la ensenada de Pichilingue, vieron brillar “algo” en la superficie, y al acercarse encontraron una plancha de fierro parecida a un cincho que trataron de halar sin lograrlo, porque estaba sujeto en el fondo.
Como esto sucedió al atardecer, decidieron permanecer en el lugar, acondicionando un lugar para pasar la noche. En la madrugada se levantaron y al dirigir la vista al sitio donde apareció el objeto metálico, éste había desaparecido y en su lugar rizaban las tranquilas aguas
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