La silla vacía | The empty chair

in Catarsis3 years ago (edited)

Español


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Ha pasado mucho tiempo desde que empecé a preguntarme cuándo sería yo uno de esos a los que le toca reencontrarse con sus seres amados a través de una pantalla. Para cuando mis familiares y amigos empezaron a emigrar de Venezuela, ya era una tradición en muchos hogares de mi país. Luego, la pregunta se tornó en otra: ¿Me tocará a mí ser el que está "allá", el que está lejos, el que ve los retratos de una celebración en la que- en otro momento- yo también estuve?

Después de tanto tiempo y dificultades, finalmente emprendí mi viaje en busca de una mejor vida fuera de mis fronteras. Y ahora alcanzo a empatizar un poco más con el dolor de aquellos que tuvieron la valentía y el coraje de desarraigarse por mejores oportunidades, para alejarse del caos, de la infamia.

El mismo año en el que el mundo se parece estar poniendo patas arriba; en el que los criminales y tiranos andan y hacen a sus anchas (incluso con aprobación); en el que todo el mundo parece estar de acuerdo en que abandonar la libertad a cambio de seguridad es un trato justo o siquiera posible; en el que el sentido común es el menos común de los sentidos. En medio de todo ello, surgió nuestra oportunidad. El haberla pospuesto durante tanto tiempo solo nos había traído muchas desilusiones. Así que esta vez, no vacilamos.

Pero permítanme ser honesto, no me sobró el valor ni la entereza. De no haber sido por el apoyo de mi esposa y el involuntario impulso que nace de los sucesos ya puestos en marcha, tal vez hubiese claudicado. Y para muestra de ello, les comparto un texto que escribí la mañana de nuestra partida:

¡Qué amanecer más extraño! Me cuesta trabajo asimilar la normalidad que hay en la atmósfera. Toda la escena me resulta ordinario. Mi esposa envuelta en sábanas, repasando sus sueños, los gatos acomodándose donde les place, las perras alertando sobre la presencia de personas en la calle. Nada fuera de lo normal. Sin embargo, me es extraño ver este día como todos los demás. Nada ha cambiado, pero todo está a punto de cambiar.
Es una sensación enfermizamente opresiva y desoladora. Saber que en unas horas tendré que decir adiós y despedirme de los rostros húmedos y tristes de mi familia, de la mirada ingenua de mis mascotas, de las oscuras esquinas y banales rincones que ahora tengo la angustiosa necesidad de memorizar. En unas horas, daré el primero de miles de pasos que me alejará de todo lo que he conocido para adentrarme en sofocantes kilómetros de novedad. No estaré solo, eso seguro. Pero el vacío será una amenaza que podría hacer invisible todo lo demás y hacer demasiado presente lo que no está. No, no quiero dejar mi normalidad. No quiero verlos desde lejos, no quiero decir adiós. No quiero escribir esto. Me duele. Me pesa asumir mi propia determinación. Siento que he perdido, que he fracasado y tengo que huir. Sé que debo ser fuerte, por ellos y por mí. No es fácil. No quiero. Debo.

Ese día, en efecto, no fue nada fácil. Fueron muchas emociones, nos llenamos de mucho estrés y lloré como pocas veces en mi vida. Intenté mantener la vista en todo lo que me rodeaba, pues ya no vería aquellos paisajes en mucho tiempo. Conversé con mi familia lo más que pude, los abracé, los besé. Pero nada fue suficiente. Quería más tiempo, más palabras. Y pasé todo el camino tratando de conservar un recuerdo preciso de cada sensación y de cada aroma de ellos.


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Me costó, como no se imaginan, conservar la compostura en varias ocasiones. Recuerdo un momento en el que ya estaba un poco, digamos, distraído. Me dediqué a hablar con quienes me rodeaban de cosas intrascendentes y a observar el paisaje, como si aquello se tratara de un simple viaje de vacaciones. Pero el peso de la desolación cayó sobre mí súbitamente al probar un bocado de la vianda que mi madre me dio al despedirnos. Aquella arepa envuelta en papel aluminio hizo que me desmoronara en un mar de lágrimas que luchaba por mantener en mis ojos. Esos sabores me hicieron recordar la sensación de sus manos en mi cuello, mi rostro, mis hombros y mi espalda en el momento en que se despidieron de mí, deseándome lo mejor. Incluso ahora, de solo pensarlo, no puedo evitar conmoverme.

Únicamente, el desasosiego de saber que seremos extranjeros y todos los retos que eso conlleva, me alejó un poco de mi amargura. En ese momento, me pregunté si nosotros seríamos de los últimos en salir. Si el resto de mi familia que quedaba en Venezuela resistiría los embates de la calamidad roja (y azul) y se mantendrían firmes en la tierra que los vio nacer. Pero ya a un mes de mi partida, se han ido una prima y unos tíos. Por lo que la tendencia no parece ser otra que la constante salida de venezolanos, a pesar de los necios desvaríos de aquellos que insisten en señalar mejoras de la situación.

Sí, no se pueden hacer análisis en función de percepciones personales. Pero en mi viaje pude dar un último vistazo a mi país. Vi Caracas, con su usual aroma a orina y cigarro, con las costras naranjas de la pobreza extendiéndose por sus valles, con el ruido y los rostros turbios de sus habitantes. En mi tránsito por la región oriental, obtuve la visión de un país en retroceso, abandonado y fraccionado. Con sus restos custodiados por las sombras, una especie de organización que está en todos los lados y en ningún lugar, pero que rige la vida de las personas con un poder nacido del narcotráfico, la minería y la violencia, cuya influencia se extiende hasta el sur y la frontera.
Ya en Brasil, la tragedia venezolana se acumulaba por las calles de Pacaraima y Boa Vista. Donde la miseria material y espiritual empieza a generar fricciones que mantienen las relaciones entre nacionales y extranjeros en tensión.
Fueron en estos destinos en los que tuvimos que experimentar una última probada de todo aquello que queríamos dejar atrás. La mentalidad desconsiderada y vivaracha, los abusadores, los aprovechados. Todos esos "hombres nuevos" criados en revolución.


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Hoy, ya un mes después que salimos de casa, aquí estamos. Siendo eso que siempre temí. Con mi primer “primero de enero” en el que no probaré el sancocho de mi papá para bajar “la pea” del día anterior. En el que debo sonreír y disfrutar de sus bailes, de los colores de la casa, de la sonrisa de los niños, los discursos y los chistes a través de la pantalla de mi teléfono.
Es raro ser la silla vacía. Un cambio de perspectiva que no desee jamás y que prometo que haré todo lo posible para revertirlo. Porque la verdad es que lo detesto, no me gusta estar sin ellos. Y me inquieta tenerlos allá, en ese país que se consume en la infamia y la crueldad, la indiferencia y la banalidad.

Celebro por quienes logran estar juntos y dichosos, por quienes se reencuentran y quienes se reunifican. Y ruego que se fortalezcan quienes deben despedirse o están lejos. Espero que este año, todos sus caminos empiecen a converger.


English


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It's been a long time since I started wondering when I would be one of those whose just can reconnect with loved ones through a screen. By the time my family and friends started emigrating from Venezuela, it was already a tradition in many homes in my country. Then, the question became another: Will it be my turn to be the one who is "out", the one who is far away, the one who sees the portraits of a celebration in which - at another time - I was also there?

After so much time and hardship, I finally embarked on my journey in search of a better life outside my borders. And now I can empathize a little more with the pain of those who had the courage and bravery to uproot themselves for better opportunities, to get away from the chaos, from the infamy.

The same year in which the world seems to be turning upside down; in which criminals and tyrants walk and do as they please (even with approval); in which everyone seems to agree that giving up freedom in exchange for security is a fair deal or even possible; in which common sense is the least common of senses. In the midst of it all, our opportunity arose. Putting it off for so long had only brought us many disappointments. So this time, we did not hesitate.

But let me be honest, I had neither the courage nor the fortitude to spare. Had it not been for my wife's support and the involuntary impulse born of the events already set in motion, I might have given in. And to prove it, I share with you a text I wrote the morning of our departure:

What a strange dawn! I find it hard to assimilate the normality in the atmosphere. The whole scene seems ordinary to me. My wife wrapped in sheets, going over her dreams, the cats settling where they please, the dogs alerting to the presence of people in the street. Nothing out of the usual. However, it is strange for me to see this day as all the others. Nothing has changed, but everything is about to change.
It is a sickeningly oppressive and desolate feeling. Knowing that in a few hours I will have to say goodbye to the wet and sad faces of my family, to the naïve gaze of my pets, to the dark corners and banal nooks and crannies that I now have the anguished need to memorize. In a few hours, I will take the first of thousands of steps that will take me away from all I have known and into suffocating miles of newness. I won't be alone, that's for sure. But the emptiness will be a threat that could make everything else invisible and make what is not there all too present. No, I don't want to leave my normality. I don't want to see them from afar, I don't want to say goodbye. I don't want to write this. It hurts. It weighs on me to come to terms with my own determination. I feel that I have lost, that I have failed and I have to run away. I know I must be strong, for them and for me. It is not easy. I don't want to. I must.

That day, indeed, was not easy at all. It was a lot of emotions, we were filled with a lot of stress and I cried like few times in my life. I tried to keep my eyes on everything around me, because I would not see those landscapes for a long time. I talked to my family as much as I could, hugged them, kissed them. But nothing was enough. I wanted more time, more words. And I spent the whole way trying to keep a precise memory of every sensation and every scent of them.


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I struggled, as you can't imagine, to keep my composure on several occasions. I remember a time when I was already a bit, shall we say, distracted. I was talking to those around me about inconsequential things and observing the landscape, as if it were a simple vacation trip. But the weight of desolation suddenly fell on me when I tasted a bite of the meal my mother gave me when we said goodbye. That arepa wrapped in aluminum foil made me crumble in a sea of tears that I struggled to keep in my eyes. Those flavors made me remember the feeling of my family hands on my neck, my face, my shoulders and my back the moment they said goodbye to me, wishing me well. Even now, just thinking about it, I can't help but be moved.

Only, the uneasiness of knowing that we will be foreigners and all the challenges that entails, took some of my bitterness away. At that moment, I wondered if we would be among the last to leave. If the rest of my family remaining in Venezuela would resist the onslaught of the red (and blue) calamity and stand firm in the land of their birth. But already a month after my departure, a cousin and some uncles and aunts have left. So the trend seems to be nothing but the constant departure of Venezuelans, despite the foolish ravings of those who insist on pointing out improvements in the situation.

Yes, analyses cannot be made based on personal perceptions. But on my trip I was able to take a last look at my country. I saw Caracas, with its usual aroma of urine and cigarettes, with the orange crusts of poverty spreading through its valleys, with the noise and the murky faces of its inhabitants. In my transit through the eastern region, I obtained the vision of a country in retreat, abandoned and fractioned. With its remains guarded by the shadows, a kind of organization that is everywhere and nowhere, but that rules the lives of the people with a power born of drug trafficking, mining and violence, whose influence extends to the south and the border.
Already in Brazil, the Venezuelan tragedy was accumulating in the streets of Pacaraima and Boa Vista. Where material and spiritual misery began to generate frictions that kept relations between nationals and foreigners in tension.
It was in these destinations that we had to experience a last taste of everything we wanted to leave behind. The inconsiderate and lively mentality, the abusers, the profiteers. All those "new men" raised in revolution.


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Today, already a month after we left home, here we are. Being that which I always dreaded. With my first "first of January" in which I will not taste my dad's sancocho (soup) to lower "la pea" (hangover) of the day before. In which I must smile and enjoy his dances, the colors of the house, the smiles of the children, the speeches and the jokes through the screen of my phone.
It is strange to be the empty chair.

A change of perspective that I never want and that I promise I will do everything I can to reverse it. Because the truth is that I hate it, I don't like being without them. And it worries me to have them there, in that country that is consumed in infamy and cruelty, indifference and banality.

I celebrate for those who manage to be together and happy, for those who are reunited. And I pray that those who must say goodbye or are far away will be strengthened. I hope that this year, all their paths begin to converge.

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