La mansión susurrante
El viento aullaba como un animal salvaje, sacudiendo los árboles centenarios que rodeaban la propiedad. Las ventanas temblaban con cada ráfaga, y las sombras de las ramas se proyectaban en las paredes como aterradoras manos esqueléticas. Dentro, un grupo de amigos se había reunido para celebrar el cumpleaños de Ruth. Aunque la chimenea ardía alegremente, no conseguía disipar la sensación de inquietud que se cernía sobre todos ellos.
El único extraño del grupo era Fran Acosta, detective e invitado especial de la cumpleañera, una vieja amiga y exnovia de la universidad. Pero no tardó en encajar y todos reían, bebían y compartían anécdotas.
Fran no pudo evitar maravillarse con los detalles de la mansión. Así que aprovechó la distracción de todos y decidió pasear un poco. Las paredes estaban adornadas con retratos antiguos cuyos ojos parecían seguir a los invitados. Mientras las sombras bailaban al ritmo del fuego, creando figuras fantasmales que se desvanecían en un suspiro. Fran pensó que la casa le susurraba pequeños secretos, y lamentaba no poder enterarse.
De repente, un grito desgarrador rompió la tranquilidad. Corrió hacia el origen del sonido y encontró a Libia, una de las amigas, tendida sin vida en el suelo del cuarto de baño. El pánico se apoderó del grupo. Greis se llevó las manos a la boca, incapaz de contener las lágrimas. Carlos miraba el cuerpo con ojos desorbitados. Juan, el hermano de Libia, se arrodilló junto a ella, gritando su nombre en un intento desesperado por despertarla. Y Ruth había entrado en una especie de negación, golpeando las paredes con las manos.
Inmediatamente, Fran tomó el control de la situación y ordenó que todos salieran a la sala principal mientras pedía apoyo a su unidad. Sin embargo, la lejanía del lugar impedía que sus compañeros llegaran hasta el día siguiente. Así que comenzó la investigación, aunque todos los presentes tenían una coartada perfecta, él sabía que el culpable estaba entre ellos.
A medida que avanzaba la noche, Fran fue interrogándolos uno por uno, descubriendo turbios secretos que cada uno de los amigos guardaba sobre el otro. Greis, la mejor amiga de Ruth, robaba dinero del negocio familiar. Carlos, el marido de Ruth, mantenía una relación clandestina con una lugareña. Ruth lo sabía, pero guardaba silencio. Y Juan, el hermano de Libia, había sido visto rondando la casa de Greis en noches anteriores, supuestamente acosándola.
El ambiente ya era pesado, todos parecían ansiosos por las pesquisas del detective en el lugar de los hechos, sintiendo una mezcla de miedo y resignación. El culpable sabía que se acercaba la hora de la verdad y todo saldría a la luz. Ruth, observaba con tristeza a los demás y al mismo tiempo parecía tener una inquietante calma.
Fran, por su parte, seguía reconstruyendo los hechos y volvió a acercarse al cuerpo de la víctima. Esta vez comenzó a revisar minuciosamente las pertenencias. En el bolso de maquillaje, en un bolsillo casi secreto, encontró una pista muy importante, este hallazgo fue la pieza final del rompecabezas.
Era una nota de amor y despedida sellada por ella con un beso color carmín.
En el papel, Libia revelaba el gran amor que sentía, pero que la presión de su familia conservadora por la religión era mayor y no le permitía arriesgarse, dejando por escrito que la visita a la mansión sería la última vez que ya no quería ser su amante en secreto, pues en 15 días celebraría su fiesta de compromiso con un miembro de la iglesia a la que asistían sus padres. Al final de la nota, una inicial y un corazón.
¿Qué es lo que tiene en las manos, Fran? Preguntaron algunos, y Ruth también se planteó lo mismo; sin embargo, al ver la mirada triste de su amigo, lo comprendió, se sintió acorralada y confesó entre lágrimas. Ella había sido quien, en un ataque de celos y desesperación, mató a Libia; no soportaba perderla y la asfixió con sus propias manos. La revelación dejó atónitos a todos. Ruth, la querida amiga y anfitriona de la mansión, resultó ser la asesina.
La policía llegó poco después y se llevó a Ruth. La mansión, que había sido testigo de tantas risas y alegrías, estaba ahora marcada por el dolor y la traición. Fran, con el corazón encogido, se despidió de los presentes, sabiendo que le costaría superarlo.
Mientras se alejaba, no pudo evitar mirar hacia atrás. Las luces de la mansión parpadeaban a lo lejos, como si la propia casa llorara la pérdida de alguien importante. El viento seguía aullando, y Fran sabía que la mansión seguía susurrando secretos.
Tras la detención de Ruth, todos intentaron reanudar sus vidas, pero la sombra de aquella noche les perseguía. Greis, consumida por la culpa de sus propios secretos, decidió confesar sus robos y se enfrentó a las consecuencias legales. Carlos, devastado por la traición de Ruth y su propia infidelidad, se marchó en busca de un nuevo comienzo, pero meses después se ahorcó en su habitación. Juan, destrozado por la pérdida de su hermana, se dedicó a la caridad en su memoria, intentando encontrar la redención.
Fran, por su parte, no podía olvidar el caso. Se obsesionó con aquella casa a la que llamaba la mansión de los susurros, símbolo de secretos y mentiras que pueden destruir vidas. Cada vez que la visitaba, se emborrachaba, lloraba y se sentía culpable por no entender lo que la mansión le decía; tal vez así hubiera evitado aquel asesinato.
Mientras imaginaba a su bella Ruth marchitándose en aquella fría celda, experimentaba un escalofrío que le recorría la espina dorsal. Luego, fuera de la propiedad, sentado en el maletero de su coche, levantaba la botella y gritaba guardas más secretos de los que puedo imaginar, ¿verdad?
Fuente de las imágenes
1, 2, 3, 4