¡Dale, Señor, el descanso eterno! Exclamó Burro Negro mientras se persignaba y abrazaba a su mujer, que encorvada de miedo no se atrevía a mirar fuera de la sábana de su cama. Un escalofrío recorrió su espalda, arrastrando consigo el lamento infantil que resonaba como un aullido en la oscuridad.
Burro Negro era un hombre de piel curtida por el sol y manos ásperas del trabajo en la tierra. Su finca era su mayor orgullo. La había cultivado su abuelo, luego su padre y ahora él. Sin embargo, bajo la belleza de sus cultivos, se escondía un secreto que lo angustiaba y que le venía atormentando, "debía abandonar su finca".
Una dolorosa decisión que venía meditando. Todo se debía a que en las noches un llanto infantil resonaba en la oscuridad. Un lamento que helaba la sangre y erizaba los vellos de quien lo escuchara. Burro Negro, a pesar de su coraje, no era inmune a ese terror. Se persignaba, rezaba fervientemente, implorando por el descanso eterno de aquella alma en pena y hacía lo que había aprendido para que el llanto desapareciera. En más de una ocasión veía una luz que acompañaba el llanto, saliendo del guásimo y cruzaba las lagunas hasta desaparecer en samán del potrero.
De niño el abuelo les enseñó a poner hojas de pasotas arrancadas en menguante en forma de cruz. Lo hacían antes de las siete de la noche y el llanto no se oía.
Una noche, celebrando el bautizo de su hijo, se le hizo tarde y el llanto apareció. Todos los invitados lo oyeron. Unos se llenaron de miedo, otros confirmaron la historia de la extraña maldición. Algunos decían que era el espíritu de un niño indígena, otros que se trataba de algo malo. Pero todos coincidían en una cosa: el llanto provenía de un cofre enterrado.
La leyenda del tesoro se convirtió en una obsesión para muchos. A partir de esa fiesta, cada noche llegaba un grupo dispuesto a volverse millonario. La fiebre del oro los cegaba ante el peligro. Las herramientas al chocar contra la tierra seca levantaban nubes de polvo que se mezclaban con la oscuridad, creando una atmósfera opresiva.
Eran noches donde el grupo de aventurero no regresaba completo y menos aún con el cofre. Se rumoraba que el cofre desaparecía cuando alguien hablaba, otros que era producto de la ambición.
Burro Negro, cada vez más cansado por la situación y por la presión de su familia, decidió escapar. Se fue donde sus hermanos. Allí se sentía seguro hasta que en las noches le tocaban la puerta, le movían las hamacas o le llamaban, haciendo sufrir a sus familiares.
Frustrado por sus largas noches, marchó a la finca y decidió meterle candela. Notó como el humo se elevaba al cielo y sintió que su alma alcanzaba la paz, así que decidió irse, pero al cruzar el peine una fuerza invisible lo jaló hacia atrás. Volteó y vio los ojos brillantes de un niño, fijos en él. Gritó haciendo que los vecinos se acercaran a ver qué pasaba. Nadie comentó. Al unísono repetían: dale, Señor, el descanso eterno, palabras con las que despedían una humarada negra con el rostro de Burro Negro.
The cry of the child
Give him, Lord, eternal rest! Black Donkey exclaimed as he crossed himself and embraced his wife, who, bent over with fear, did not dare to look out of the sheet of her bed. A shiver ran down her back, dragging with it the childish wail that echoed like a howl in the darkness.
Burro Negro was a man of sun-tanned skin and rough hands from working the land. His farm was his greatest pride. It had been cultivated by his grandfather, then his father and now him. However, beneath the beauty of his crops, there was a secret that was tormenting him and that had been tormenting him, “he had to abandon his farm”.
A painful decision that he had been meditating. Everything was due to the fact that at night a childish cry resounded in the darkness. A wailing that froze the blood and made the hair stand on the head of whoever heard it. Black Donkey, despite his courage, was not immune to that terror. He crossed himself, prayed fervently, imploring for the eternal rest of that soul in pain and did what he had learned to make the crying disappear. On more than one occasion he saw a light that accompanied the weeping, coming out of the guásimo and crossing the lagoons until it disappeared in the saman trees of the pasture.
When I was a child, my grandfather taught them to put leaves of pasotas, plucked during the waning of the year, in the shape of a cross. They did it before seven o'clock at night and the crying could not be heard.
One night, celebrating his son's christening, it was late and the crying appeared. All the guests heard it. Some were filled with fear, others confirmed the story of the strange curse. Some said it was the spirit of an indigenous child, others that it was something bad. But all agreed on one thing: the cry came from a buried chest.
The legend of the treasure became an obsession for many. From that party on, every night a group arrived, ready to become millionaires. The gold fever blinded them to the danger. The tools crashing against the dry earth raised clouds of dust that mixed with the darkness, creating an oppressive atmosphere.
These were nights when the adventuring party did not return complete, let alone with the chest. Rumor had it that the chest disappeared when someone spoke, others that it was a product of ambition.
Black Donkey, increasingly tired of the situation and the pressure from his family, decided to escape. He went to his brothers. There he felt safe until at night they knocked on his door, moved his hammocks or called him, making his family suffer.
Frustrated by his long nights, he went to the farm and decided to set it on fire. He noticed how the smoke rose to the sky and felt his soul reach peace, so he decided to leave, but as he crossed the comb, an invisible force pulled him back. He turned and saw the glowing eyes of a child, fixed on him. He screamed causing the neighbors to come over to see what was going on. No one commented. In unison they repeated: give him, Lord, eternal rest, words with which they fired a black smoke with the face of Burro Negro.
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