Una terrícola en Titán - Capítulo veintidós

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Imagen editada con Canva. Fuente de la imagen: Pexels

La pira funeraria ardía esa noche en la parte norte del departamento. El emperador encabezó el rito con solemnidad; Ecclesía, detrás de él, mantenía la cabeza agachada en señal de respeto por los fallecidos. ¿Cuál respeto?, pensé mientras la observaba de reojo furtivamente. ¿Qué respeto podría tener una persona como ella?

Vuelvo mi mirada hacia la pira. El emperador alzaba las manos en señal de súplica a la Madre de Luz, Madre de Sombra por las almas del duque y su familia, a quienes consideraba grandes aliados. Aquellas palabras tan vacías me hicieron bufar por lo bajo. Maldito hipócrita… Tú sabes quién lo hizo y por qué, dije mentalmente mientras observaba al emperador lanzar al fuego unos frutos.

Cuando todos se dispersaron, decidí acercarme a la pira con la intención de elevar una plegaria. Sin embargo, sentí que una mano me agarraba del brazo.

“¿A dónde vas?”, escuché que me cuestionara Zorg.

Mirándolo con desafío, le respondí: “¿Es que acaso no puede una llorar a sus amigos?”. Zafándome con brusquedad de su agarre, añadí: “Al menos ellos no fueron una basura conmigo como lo son Adelbarae y su familia, y tú”.

Dándole la espalda, continué mi camino hacia la pira. Me quedé ahí, contemplándola por un buen rato; mis lágrimas cayeron sin cesar, pero no hice despliegues de dolor. No iba a darle el gusto a nadie de verme caer de dolor, ni siquiera a esa maldita perra de Ecclesía, la autora intelectual de este flagrante asesinato.

Levanté la mirada hacia las estrellas, tan bellas y brillantes adornando los cielos de Titán. En mi corazón elevé una plegaria a Dios por su eterno descanso; las lágrimas recorrían mi rostro, nublando mi vista. Una mezcla de furia, dolor y venganza invadía mi corazón; una y otra vez evocaba los momentos que compartí con Gülbahar en el palacio, las cosas que nos contábamos, los libros que leíamos, la aventura que suponía ir a la biblioteca imperial, el apoyo que nos dábamos la una a la otra.

También me acordé de la generosidad de Homeiros y de Marguerite, los duques de G, en todas las ocasiones que solían verme muy sola en los bailes imperiales. De vez en cuando el viejo Homeiros me platicaba sobre Hanis Bey, de quien fue amigo personal; lo describía como un hombre formidable y astuto, con gran sentido de responsabilidad y justicia. Su descripción y su personalidad me evocaban mucho a mi fallecido abuelo Pedro, a quien ahora mismo extraño; un hombre parlanchín y cariñoso, pero a la vez estricto. Solía meternos a mí y a mi hermano Gil a clases de defensa personal, así como enseñarnos clases de esgrima.

Todavía tengo presente sus últimas palabras, las cuales me dijo en voz baja estando en su lecho de muerte. Cierra las puertas de Riothar. Les ganará tiempo.

Suspiré hondamente mientras cierro los ojos. Nunca supe a qué se refería con aquella frase; mi padre lo interpretó como una forma de decir que terminara un libro que él estaba escribiendo meses atrás, con la intención de publicarlo en una plataforma de libros electrónicos hace unos años. No tuve tiempo de terminarlo, ni me sentía capaz.

“Güzelay”, me llamó alguien.

Me volteé. Era Orhan, quien estaba de pie a poca distancia. Su mirada era seria, pero comprensiva; quizás el príncipe Haeghar lo mandó a que me escoltara de vuelta al campamento.

“Una disculpa, Orhan”, musité mientras me secaba las lágrimas. “¿Necesita algo el príncipe?”

“No. Yo vine aquí por voluntad propia. Aghar me dijo que te encontraría aquí”.

“Oh… No debiste haberte molestado”.

Orhan se acercó a la pira y, sacando su espada, la enterró en la punta cercana. “Los duques apreciaban tu fuerza y tu resiliencia”, me dijo sin mirarme. “Te veían como una aliada. De hecho, pensaban que tú podías convencer al viejo Niloctetes de que reconsiderara sus lealtades”.

Miré a Orhan con tristeza. “Una aliada…”, musité. “Quizás y sí podría convencer al maldito infeliz de Niloctetes, pero él no juega sin nada a cambio. Los Borg quieren más poder del que tienen, quieren prestigio… Y quizás el trono”.

“Un deseo muy peligroso”, sugirió Orhan.

Apartándome de la pira, me alejé de Orhan un poco. Al volver mi mirada hacia él, le dije: “Seamos francos, Orhan: Niloctetes Borg nunca estuvo interesado en proteger a su familia de las estupideces de su hijo mayor; sabe que un bastardo de Ecclesía sería la oportunidad clave para hacer de mayor poder. Mi matrimonio con Adelbarae es solo una tapadera que creyeron que iba a funcionar para ocultar sus fines; lo que no esperaban era que yo me negaba rotundamente a condenar a mi progenie a una existencia cruel y despiadada”.

Orhan asintió con la cabeza. Al acercarse, posó una mano en mi hombro y me dijo: “Podría jurar que Hanis Bey vive en ti. Él solía observar y analizar a las personas. Y mucho me temo que tus palabras son una suerte de profecía autocumplida”.

Iba a rebatirle ese último punto, pero Orhan soltó la bomba al decirme estas palabras: “Ecclesía está embarazada. Y el último hombre con el que estuvo no fue el emperador, sino tu marido”.

Miré a Orhan con estupefacción, mientras que él me explicaba que el emperador se había hecho unos análisis de sangre para confirmar o negar la paternidad de la nueva criatura. Al enterarse de que la criatura podría ser de Adelbarae, el emperador decidió abordar el asunto con secretismo, ante el temor de un escándalo público. Los Borg y el emperador, con Ecclesía presente, habían llegado a un acuerdo sobre qué hacer con el infante. Los Borg se harán cargo de la criatura, con Ralna como su madre adoptiva, aprovechando su próxima boda con Zorg.

“Supongo que no tocaron el tema de qué harán conmigo”, le dije mientras empezábamos a caminar de regreso al campamento.

“He ahí lo irónico. El emperador cree que tu marido es el del problema; piensa que es quien utiliza anticonceptivos para poder priorizar los hijos con Ecclesía. Obviamente el buen general saltó en defensa de su honor, asegurándole que hacía todo lo que podía. Por obviedad el emperador no le creyó ninguna palabra, sobre todo porque él mismo habló con su hermana la Gran Concubina, quien negó toda acusación de que te haya dado órdenes de no otorgarles hijos”.

“Supongo que Niloctetes intentó redirigir la culpa hacia mí”.

“No pudo demostrar nada. Los exámenes mensuales que el soberano tenía a la mano demostraron que era Borg quien los tomaba. Cortesía del príncipe Haeghar”.

Me reí quedamente mientras me acercaba a la entrada de mi tienda de campaña, ubicada en la periferia del campamento como las de otras esposas esclavas. Orhan, sonriente, añadió: “El cambio de guardia próximo será mañana al filo de la medianoche. Yo que tú aprovecharía el momento. Buenas noches, Güzelay… Y buena suerte”.

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