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Imagen editada con Canva. Fuente de la imagen: Pexels
Desde el gran ventanal de la nave nodriza, las estrellas me parecían unas joyas relucientes que le otorgan al universo un aire misterioso e infinito, cuan cortesanas de la noche eterna. En la Tierra, esas estrellas solo podrían ser visibles por completo en las montañas, lejos de la contaminación lumínica de las ciudades; un espectáculo hermoso ha de ser para aquellas personas que tienen el privilegio de pasar noches en lo alto o en los desiertos.
Recuesto mi cabeza sobre la pared. A mi mente llegaron recuerdos de mi vida antes de estar en el imperio; con nostalgia recuerdo aquellas ocasiones en las que me quedaba despierta calificando los exámenes de los chicos o leyendo un libro cuya trama me mantenía en vilo. Extraño las ocasiones en las que mi padre me solía platicar sobre su infancia en las estepas de Siberia y el viaje a México; muchas veces me imaginaba los bosques cubiertos de nieve, con el sol apenas calentando un poco.
Vuelvo mi mirada hacia mis compañeras de infortunio; algunas bordaban y otras dormían como mejor podían en sus asientos. Los trajes que llevaban me recordaban a aquello que portaban las actrices de aquella novela turca sobre el sultán Soleimán, con sus vibrantes colores y diademas de relucientes joyas.
Ironía del destino, he de pensar en estos momentos. Somos esclavas sin promesas de liberación futura que no sea la muerte. Somos vistas como incubadoras antes que personas, desprovistas de nuestra voz y nuestro voto respecto a nuestro futuro, pero con el secreto deseo de escapar y regresar a nuestros hogares.
“Güzelay”, escuché que me llamaran.
Me volví hacia mi interlocutora, una mujer de piel cobriza, ojos color miel y larga cabellera rizada. Llevaba un vestido de manga larga color mostaza, con su cuello adornado con una joya sencilla y su cabello con un tocado de tela blanca, muy delgada.
Semele era la esposa del general Leoparde Ostrich, un colega militar de Adelbarae. La conocí en las fiestas de té de la duquesa de G; era una mujer tímida, pero inteligente en distintos campos de la política, motivo por el cual su marido la trataba con una mezcla de cautela y respeto. Gülbahar y yo la apreciábamos mucho, pues ella no era de aquellas mujeres que se dejaban pisotear por las damas de la corte; de hecho, criticaba a Ralna con una sutileza tal que mi cuñada nunca captaba que la estaban insultando en su propia cara.
“Las estrellas se ven bellas desde aquí”, me comentó mientras acechaba por la claraboya.
“¿Verdad que sí? Traen serenidad y paz en medio de situaciones como las nuestras. ¿Vienes con tu marido solamente o tus suegros al fin se animaron a venir?”, le repliqué.
“Para desgracia de Leopard, ellos vinieron. Pobre, está cabreado con ellos. No quería que vinieran, puesto que eso significaría distraerme de mis deberes para cuidar de ellos. A modo personal, no tengo problema con cuidarlos; ambos ya están ancianos”.
“Al menos tus suegros te quieren mucho. Los míos solo me ven como una incubadora humana que no quiere darles herederos”.
Semele rio a carcajadas y exclamó: “¡Oh, querida! ¿Todavía siguen obsesionados con eso? ¿Por qué no aceptan de una vez por todas que quizás su hijo es el del problema?”
En confidencia, le comenté que el médico había hecho todas las pruebas habidas y por haber. Adelbarae era fértil al igual que yo; la diferencia era que yo usaba anticonceptivos en las ocasiones en que se me anunciaba que Adelbarae pasaría la noche conmigo.
“No puedo culparte. Los Borg no son gente que conoce la dignidad y el honor”, concedió Semele. “De hecho, Leopard me comentó que tu marido y su familia están tratando de hacer las paces con la Gran Concubina; piensan que solo estás cumpliendo órdenes suyas, por lo que tienen la esperanza de que la hermana del emperador levante el veto y puedas darles su ansiado heredero”.
Desvié la mirada hacia el ventanal.
Conocía esa historia gracias a Aghar; sabía que esa familia estaba más que dispuesta a humillarse con tal de tener en brazos al ansiado heredero de la familia, al recipiente del “gran” legado de los Borg. “Tontos… La Gran Concubina no es alguien que disculpase fácilmente una ofensa, en especial si involucra a la Alta Concubina”, señalé.
De repente, una voz me interrumpió. Semele y yo nos volvimos hacia Aghar, quien corría presurosa hacia nosotras. “¡Mi señora!, ¡mi señora! ¡Oh, mi señora, traigo noticias aciagas!”, exclamó con evidente horror.
“¿Qué sucede, Aghar?”, le pregunté, preocupada.
“Es… Es la archiduquesa, mi señora. Ella, los duques de G… Toda la familia… Todos perecieron”.
“¡¿Qué?!”, exclamó Semele.
“No… ¡No! ¡¿Estás segura de lo que dices?!”, cuestioné mientras que tomaba a Aghar.
Asintiendo, Aghar comentó: “La nave en la que viajaba la familia presentó una falla en los suministros de oxígeno. El capitán de la nave estaba pidiendo auxilio… El príncipe Haeghar se enteró y quiso enviar un equipo de rescate a pesar de la objeción de su padre, pero ya era demasiado tarde. La nave explotó a los cinco minutos de presentarse la falla”.
Sentí que mis piernas flaquearon; Semele y Aghar me ayudaron a mantenerme de pie. Las lágrimas amenazaban con salir de mis ojos; la respiración por momentos se me entrecortaba. Quería gritar, maldecir… Quería romper el cristal y lanzarme al espacio para morir yo también.
Había perdido a una amiga, a una de las pocas personas en las que podía confiar en esa jodida corte de mierda.
No obstante, había algo que llamó mi atención. No sé mucho sobre naves espaciales, pero una nave no explotaba de un dos por tres solo por la falta de oxígeno. Algo más debió causar la explosión, quizás una bomba colocada estratégicamente en algún punto de la nave.
Una bomba. Una forma rápida de eliminar a los rivales políticos.
Un escalofrío recorrió mi espalda. El padre de Ecclesía había sido nombrado Gran Consejero Imperial recientemente. Ese puesto le permitía al duque proteger los intereses del príncipe Haeghar, y quizás orquestar desde dentro alguna maniobra que permitiera dejar fuera a D’leh de la carrera por el trono; al ser despojado de dicho título, perdió la forma de proteger los derechos legítimos del príncipe.
Ecclesía lo sabía, y no desaprovechó la oportunidad de dejarlos fuera de combate de una vez por todas.
Miré por última vez las estrella, testigos silenciosas de mi dolor y mi rabia. En mi interior se gestó un juramento, una promesa de supervivencia. Al carajo los Borg y su pinche obsesión por su legado de quinta; que se vayan al infierno en lo que a mí respecta. Al carajo la corte y sus estúpidas luchas por el poder.
Si me abandonan en Titán, buscaré el modo de regresar a Saturno, trayendo conmigo fuego y sangre. Haré lo que esté en mis manos para proteger a mis congéneres terrícolas; buscaré el modo de entrar al campo de la política y minar la influencia de los Padernelis.
La justicia será lo único que me guie en este viaje.
"Justicia para Gülbahar... Justicia para todas nosotras", murmuré.