Perhaps that autobiographical obstinacy preached by Hermann Hesse, Nobel Prize winner by designation and globetrotting compadre by choice, was not powerful enough to scratch the pride and resilience of some people, who, for whatever reasons, decided one day to embark on the ship of destiny and leave this small Asturian Ithaca at the mercy of the sirens, the cyclops and the Laestrygonians of Nature.
We find ourselves in Bedón, a desolately charming place, which, seen from the head of what in medieval times was one of the more than one hundred Romanesque monasteries that existed in the Principality of Asturias, borders to the west with that vital artery that is the Highway and to the east, with that ungovernable and strong-willed genius that are the untamed waters of the Cantabrian Sea.
It may be that here, as is known to have happened in that other strange place on the Saint James Way, called Castrojeriz, the monks, who knows if they were Antonian monks at some point in their history and because of the place's name, San Antolín, a loving diminutive of San Antón, also cured that terrible medieval disease, ergotism or that, apart from the well-known legend of the nobleman who repented for the sin of gender violence that founded it, retiring from the world, it was, as some traditions claim, the throats of Templar monks who intoned their mysterious misereres after laudas, which, in the end, means nothing compared to the feeling of loss and loneliness that emanate from such an enigmatic place.
Tal vez aquella autobiográfica obstinación que predicaba Hermann Hesse, Premio Nobel por designación y compadre trotamundos por elección, no fuera suficientemente potente como para arañar el orgullo y la resiliencia de unas gentes, que, por los motivos que fueran, decidieron un buen día embarcarse en la nave del destino y dejar esta pequeña Ítaca asturiana a merced de las sirenas, los cíclopes y los lestrigones de la Naturaleza.
Nos encontramos en Bedón, un lugar desoladoramente encantador, que, visto desde la cabecera de lo que en tiempos medievales fuera uno de los más de cien monasterios románicos que había en el Principado de Asturias, limita a poniente con esa arteria vital que es la Autovía y a saliente, con ese genio ingobernable y de fuerte carácter, que son indómitas aguas del Cantábrico.
Puede que aquí, como se sabe que ocurría en ese otro extraño lugar del Camino de Santiago, de nombre Castrojeriz, los monjes, quién sabe si antonianos en algún momento de su historia y por la advocación del lugar, San Antolín, diminutivo cariñoso de San Antón, curaran también esa terrible enfermedad medieval, el ergotismo o que, aparte de la conocida leyenda del noble arrepentido por el pecado de la violencia de género que lo fundara, retirándose del mundo, fueran, como aseveran algunas tradiciones, gargantas de monjes templarios quienes entonaran sus misteriosos misereres después de laudas, lo cual, en el fondo, no significa nada, en comparación con la sensación de pérdida y soledad, que emanan de tan enigmático lugar.
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