Por convención aceptamos que fue en la Grecia antigua donde surgió el pensamiento que se apartó de la explicación mítica. A los griegos les interesaba comprender el Caos y para ello necesitaban encontrar los principios ordenadores del Universo.
Durante el Medioevo se frena este impulso dado por los griegos al pensamiento racional: “Por el encargo que Dios en su bondad me ha dado, digo a todos ustedes que ninguno piense de sí mismo más de lo que debe pensar. Antes bien, cada uno piense de sí con moderación, según los dones que Dios le haya dado junto con la fe. Romanos 12:3 Apóstol Pablo.
Esta sentencia del evangelio satisfacía plenamente la pregunta por el conocimiento. El espíritu era la fuerza que explicaba la capacidad de pensar y el modo de la misma. Tanto el hombre como la naturaleza formaban parte de la misma unidad, por lo tanto tampoco había acá las condiciones para avanzar hacia el estudio de la experiencia. No por casualidad todas las categorías del conocimiento medieval tenían una base metafísica cualitativa, se hablaba por ejemplo de sustancia, esencia, cualidad. Un lema resume esta cosmovisión de la vida: Noli altum sapere: “No seas arrogante”.
Ahora sí se podía a examinar la experiencia sin trabas morales o éticas. Nacía lo que conocemos como la ciencia moderna. Las viejas categorías medievales dieron paso a otras nuevas para interpretar la realidad, son ellas las que nos acompañan en nuestros días: tiempo, masa, energía, espacio…
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