Condujo su montura entre la espesura del follaje. Los restos del camino sucumbían ante el brote del mastranto y los arbustos rastreros. Los ecos de aquel quejido aún palpitaban en sus oídos. Nunca dio crédito a las historias de la sayona, el silbón, el espanto de no sé dónde y todas esas leyendas que deambulaban de boca en boca entre los peones del Yagual. En las pocas veces que había dejado el Apure había visto un mundo mucho más allá, totalmente desvinculado de leyendas y supercherías. Así había comprendido que él, Nemesio Urbina, estaba hecho para cosas reales, cosas certeras que no dimanaran de creencias y habladurías. Pero aquel quejido... No podía negarlo. Esa cosa paralizó sus sentidos y erizó sus vellos al unísono. Sin lugar a dudas se trataba de alguien con muy buenas dotes para causar el susto de su vida a los incautos. Y él estaba decido a saber quién pretendía hacerle aquellas triquiñuelas. Podría tratarse de Miguel o de Venancio, ambos eran muy adeptos a jugarle bromas a la gente.
Siguió por la maltrecha vereda apartando las ramas que pretendían azotar su rostro, presentía que de un momento a otro su caballo detendría sus pasos impelido por la cada vez más infranqueable vegetación. Hacia dos o tres horas que el sol se había puesto dejando la sabana del Cinaruco a disposición de las inexpugnables sombras. La débil luz de una luna que no acababa de salir victoriosa en su lucha contra espesos nubarrones iluminaba trémulamente la sabana. No podía ser más oportuno el momento ni más adecuado el lugar para que La Negrita decidiera dar su paseo vespertino. Era lo malo de permitir que el ganado se criara en casa, como lo había sido La Negrita, al antojo de los críos del patrón que no veían en ella más que a un perro, un gato o a cualquier animal casero, llevándola consigo incluso a sus expediciones a la sabana. No. Los animales debían criarse con su rebaño, siempre formando parte del arreo de vacas.
Tampoco era la primera vez que La Negrita se extraviaba, En las ocasiones anteriores no había dado mayor trabajo localizarla. Y debido a ello, él había decidido aventurarse solo en su búsqueda, debido a eso y a qué cada vez se sentía más atraído por aquella montaña. Era como si algo le incitase a aventurarse en esa inmensidad solariega. Un distante sonido le hizo detener su montura ¿Sería un mugido de La Negrita? Aguzó la oreja tratando de oír algo más pero solo el silencio se hizo notar. En ese instante se percató de que la sabana no emitía el menor ruido, no había grillos, taras, o sapos produciendo su habitual lamento quejumbroso. Aquello sí que no parecía obra de un bromista.
Se dispuso a espolear al caballo para que siguiera su camino cuando el quejido se escuchó a escasos metros de él estremeciendo la penumbrosa espesura del monte. El caballo emitió un tormentoso relincho y abrió la carrera despavorido. El jinete no tuvo tiempo de asegurar las riendas ni de evadir las gruesas ramas de un árbol que se estrellaron contra su pecho. Un segundo después yacía sobre la hojarasca del camino. Oyó como el sonido de los cascos de la bestia acababa por perderse en la lejanía dejando el lugar sumido en el lúgubre silencio. Se incorporó evaluando los daños que pudo haberse causado, pero salvo ciertos moretones y rasguños producidos por los matojos no había más de que alarmarse. Pero ahora un sudor frío le recorría la espalda. Lo que había oído no podía ser obra de alguien de este mundo. Se sacó la cruz que colgaba en su pecho y besándola comenzó a rezar un Padre Nuestro. Casi de inmediato se le vino a la mente el recuerdo de una historia que, cuando niño, le había contado el viejo Nicanor, el anciano más parlanchín de todo el pueblo. Pero lo que menos deseaba era detenerse en los pasajes de aquel tenebroso cuento. De pronto se oyó claramente el mugido de una vaca. Pudo deducir que el animal se encontraba a unas cuantas yardas delante de él, pero los nervios le impidieron dar un paso, aquella experiencia le estaba aterrando. Su interés en recuperar a La Negrita estaba desapareciendo. Nicanor le había dicho que cuando alguien había sido marcado... No. No repetiría las palabras del viejo.
Temerosamente dio un paso hacia adelante, y considerando que no podía ser más que La Negrita se encaminó lentamente en dirección al reciente mugido. Desenfundó el machete que aún colgaba de su cinto y, recobrando cierto valor al tener el arma en la mano, se enfrentó a los matojos que obstruían su camino. Sorpresivamente un nuevo mugido se dejó oír, pero está vez a su espalda. Pasmado por la impresión trató de evaluar el suceso. ¿Cómo era posible que la vaca estuviese en dos partes a la vez? ¿O serían varias vacas? Pero no tenía sentido que hubiese más ganado por aquellos lares. "Cuando alguien ha sido marcado los sonidos de la sabana son engañosos", decía Nicanor.
Se volvió parsimoniosamente esperando encontrarse con lo que no se le había perdido. Pero no había nada allí. Trató de deshacerse de las palabras del viejo hablachento mientras oteaba entre la maleza hasta donde le permitía la tenue claridad de la luna. Ahora el silencio era absoluto, era como si sus oídos hubiesen dejado de funcionar, una impresión asfixiante. Echo a andar sigilosamente tratando de relajarse con el ruido de sus pasos. Ya no buscaría a aquella endemoniada vaca. Volvería al rancho donde el café negro de Inmaculada le estaría esperando con una cazuela de chicharrón con yuca y, porque no, el palo de aguardiente que siempre les tenía reservado Eusebio ¡Ah viejo pa` bebé caña, compa! Pero sus alegres esperanzas se vieron interrumpidas. Podía afirmar que algo o alguien le miraba. La avasalladora sensación le heló la sangre.
Apresuró su marcha presto a dejar aquellas soledades, pero el maltrecho camino por dónde había llegado ya no estaba allí, ni siquiera llegó a reconocer el lugar en el que había caído de su montura. "Por buscar lo que a uno no se le ha perdio puede uno conseguirse con la pior cosa que un cristiano puede encontrarse" ¡Nicanor, por favor! Pero sus pensamientos se negaban a obedecerle. "Puede uno encontrarse cara a cara con..." Apretó el crucifijo contra su pecho y retomó sus pasos blandiendo el machete contra lo que fuese que estuviese acechándole ¿Marcado? ¡Qué tontería! Además, estaba buscando una vaca del rancho, algo muy distinto a andar buscando lo que a uno no se le ha perdido. Pero aquellos pensamientos no lograron soliviantarle contra el quejido que se dejó oír una vez más a su alrededor, solo que ahora no parecía solo un quejido, lo que había oído parecía pronunciar su nombre.
Echó a correr entre la maleza desaforado por el miedo al tiempo que aquella cosa, que ya no emitía un quejido, pronunciaba su nombre una vez más. Corrió llevándose por delante mogotes y pajonales hasta que sus energías le abandonaron. Sumido por el cansancio se detuvo a los pies de un alto samán que no recordaba haber visto antes. La luna había triunfado contra las nubes e iluminaba plenamente el monte. Agarró aire durante unos minutos deseando no oír nuevamente aquella voz de ultratumba, pero solo el silencio se impuso.
Aguardó un instante más mientras su respiración se acompasaba. Pero entonces otro ruido comenzó a oírse en las cercanías. Alguien parecía estar conversando en baja voz, tal vez en susurros, de pronto un cuatro se dejó oír y una tonada que salía de una garganta primorosa agarró vida en la sabana. Notó que aquella tonada le era completamente familiar. No, no era uno de esos corridos célebres entre los copleros, era algo que el mismo había preparado en una ocasión en la que fue tocado por la musa del contrapunteo. Entonces, mozo y parrandero, no faltaba a una fiesta y se perdía una semana entera en las Fiestas de Achaguas, hasta que, en una de esas borracheras, cuatro y copla en labios, había ido a tener a un recóndito rincón del Cinaruco, despertándose sin cuatro y sin versos en medio de tal vastedad sin tener noción de quien era. Pero de aquello hacía mucho tiempo y desde entonces no había vuelto a interpretar su corrido o hacer uso de aquellos dotes de joropero. Entre asustado, confundido, pero, de algún modo maravillado, se encaminó hacia el lugar de donde creía, provenía la música. A medida que avanzaba sus pasos fueron encontrándose con menos obstáculos, un nuevo camino apareció ante él tan limpio como el más usado. Pero lo que más distraía su atención era la voz que interpretaba la tonada. Era... ¿Sería posible? "Cuando alguien ha sido marcado irremediablemente se va a tropezar con la cosa más peligrosa para cualquier mortal".
No tardó en llegar a un inmenso claro en el centro del cual un sujeto que le daba la espalda, sacaba lo mejor de un cuatro y de lo que permitía su garganta. Pero calló al sentirle llegar. En ese preciso momento Nemesio lo comprendió todo con una claridad abrumadora. Había sido en ese recóndito rincón del Cinaruco y en medio de aquella irresponsable borrachera que la montaña le había marcado y a eso se debía su creciente deseo de merodear por sus dominios. Era el llamado del monte y antes de que aquella aparición le encarara sabía algo con certeza, se trataba de él mismo. Había reconocido su propia voz en aquella, su tonada. "La cosa más peligrosa para cualquier cristiano es encontrarse consigo mismo". El machete resbaló de sus manos temblorosas y supo que nunca más dejaría aquella montaña. Paralizado de terror vio como el espectro le encaraba antes de echar a andar hacia él. Solo unos ojos inyectados en fuego se dejaban ver en lo que, hacía solo unos segundos, había sido otro él.
Dos meses duró la búsqueda en la sabana del Cinaruco. Se empleó en ello a los vaquianos más avezados del Yagual, pero ni el menor rastro se encontró de Nemesio Urbina. El caballo y La Negrita volvieron por si solos al rancho apenas unas horas de la desaparición como mudos testigos de lo que pudo haber ocurrido en las pampas. El acontecimiento se atribuyó a los misteriosos entresijos del llano y no pasó mucho antes que las lenguas de los pueblerinos dijeran que quien se aventurare en noches de luna en las vastedades del Cinaruco escucharía a Nemesio entonar su famoso corrido.